Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri. Franco Nembrini
Читать онлайн книгу.dinámica inadecuada de la razón, este uso incorrecto del pensamiento que niega el dato en vez de afirmarlo tiene que ver con el pecado original, que, como enseña el catecismo y también hemos recordado nosotros,8 es pecado de soberbia y de orgullo. La primera manifestación de la soberbia y del orgullo es la afirmación de un pensamiento propio contra la realidad.
Según el punto de vista que estamos examinando, ¿qué hicieron Adán y Eva? En lugar de disfrutar de la realidad tal como Dios la había creado, cedieron a la tentación de la serpiente; es decir, a la duda de que las cosas fuesen tal como las veían, de que lo que Dios les había dicho —«Del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás, porque el día en que comas de él, tendrás que morir» (Gén 2,17)— fuese verdad, de que un pensamiento que había surgido en su cabeza —«La mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y deseable para lograr inteligencia» (Gén 3,6)— pudiera ser más verdadero que lo que Dios había puesto delante de ellos.
Este uso de la razón caracteriza buena parte del pensamiento moderno, fundado sobre la idea de que la única certeza se halla justamente en el sujeto y en su pensamiento, mientras que todo lo que vemos podría ser un engaño; más aún, podría no existir en absoluto, ser una ilusión. Montale expresa el corazón de la modernidad con una intuición genial: «Tal vez una mañana, caminando en un aire de vidrio, / árido, al volverme veré cumplirse el milagro: / la nada a mis espaldas, el vacío detrás / de mí, con un terror de borracho».9
Para entenderlo mejor, detengámonos un momento en el término que empleamos comúnmente para indicar el hecho de devanarse los sesos con algo; es decir, para reflexionar. ¿Qué quiere decir reflexión? Según el diccionario Treccani,10 el significado originario del verbo reflexionar es ‘replegar’, ‘volverse’; siguiendo esta etimología, existe un modo de reflexionar que es un verdadero replegarse, volverse, dar la espalda a la realidad, a la evidencia primaria, a la sorpresa y a la llamada que constituye la realidad.
Un amigo me sugirió una vez otra interpretación de esta palabra. Se trata de una etimología muy libre, diría que creativa; a mí me encantó, y por eso la propongo aquí. Me invitó a pensar que flexionar se refiere al acto de las rodillas que se doblan; entonces reflexionar significa ‘volver a arrodillarse, arrodillarse de nuevo’. Cuando veo por primera vez la realidad, cuando la miro, me arrodillo ante ella por el asombro inmediato que suscita en mí; luego, después de haberla asimilado con el entendimiento, de haber razonado sobre ella, capto todavía más su grandeza, su belleza, su maravilla, y entonces reflexiono, vuelvo a arrodillarme con mayor conciencia, con más conocimiento de causa.
En mi opinión, esta interpretación nos ayuda a comprender mejor la alternativa. La realidad se ofrece ante nuestra mirada, suscita una pregunta y de allí nace nuestra reflexión, que puede producirse de dos formas. Si seguimos la primera acepción del término indicada, nos replegamos, nos volvemos, como hace Dante en el Canto II del Infierno, como suele hacer el pensamiento moderno, y arrojamos una duda sobre la realidad, una sospecha; en cambio, si secundamos la segunda hipótesis, volvemos a arrodillarnos, doblamos nuevamente nuestras rodillas de forma más consciente y agradecida ante el espectáculo de la realidad.
Si el tema de la mirada es clave en toda la Comedia, entonces el Paraíso es un camino para recuperar una mirada límpida, originaria, capaz de reconocer la realidad hasta el fondo. Un camino —lo veremos puntualmente canto a canto— de continua purificación de la mirada; cuanto más asciende Dante y se agudiza su vista, más capaz es de aguantar el resplandor de los bienaventurados con los que se encuentra y de captar todo los matices de lo que contempla.
Aquí, una vez más, no se trata de algo abstracto, sino del dinamismo de la vida. En efecto, ante una situación o una persona, todos nosotros echamos una primera ojeada y nos hacemos una idea general. Podemos quedarnos ahí, conformarnos —un término que vuelve aquí— con esta primera ojeada, viciada quizá por un prejuicio, por una idea previa que tenemos en la cabeza y que la impresión inicial parece confirmarnos. O bien podemos hacer como Dante, que no baja la mirada, que la mantiene fija, que sigue mirando para ir más al fondo. De este modo, nuestra vista empieza a captar aspectos que ya estaban ahí, pero que se nos habían escapado, y que solo la paciencia permite reconocer.
Sucede lo mismo cuando leemos un libro. En una primera lectura, nos sorprenden algunos elementos, pero, si volvemos a él, descubrimos características, detalles y referencias que al principio se nos habían escapado. Ya estaban ahí, desde el principio, pero ahora podemos captarlos porque nuestra mirada se ha vuelto más aguda.
Pensemos también en la liturgia. Cada año, la Iglesia nos invita a repetir los mismos gestos y las mismas palabras; ¡pero ahora reconozco en ellas un significado más profundo para mí que cuando era joven!
También recuerdo el asombro de las primeras excursiones escolares con el profesor de Ciencias de mi colegio. Delante de una platea de chavales estupefactos, nos enseñaba a mirar los pliegues de las rocas, las formas de las hojas, las características de los insectos. Ahí donde yo veía una serie de formas y colores carente de significado, él percibía una riqueza de detalles ilimitada. La realidad era siempre la misma, pero su mirada estaba infinitamente más educada y, por tanto, era mucho más profunda que la mía.
Según esto, podríamos decir que el verdadero conocimiento es el que nace de una mirada paciente y apasionada, que con el tiempo ahonda cada vez más en el objeto que tiene delante hasta llegar a captar poco a poco profundidades insospechadas. Es una ley que vale para todo, para el estudio, para la liturgia, para la vida cotidiana, en la que se pueden dar hechos que tienen algo de milagroso, como el que me contaba una amiga mía, cuyo matrimonio peligraba:
El año pasado parecía evidente que había llegado el momento de poner fin a nuestra relación, que era de todo menos relación, diálogo y compañía.
Una noche de octubre, agotada y segura de mi decisión, había resuelto decirle adiós y pedirle que hiciera las maletas. Estaba decidida, al cabo de meses en que no nos hablábamos y en los que cruzarse por el pasillo era como encontrarse delante de un extraño al que evitar. Entré en la cocina y le dije que había terminado todo y que quería que se marchase, pero sorprendentemente intervino el Espíritu Santo. No sé cómo, te lo juro, no sé por qué, pero no consigo encontrar otra explicación.
Empezamos a hablar, a contarnos algunos episodios, y poco a poco empecé a descubrir que algunos hechos por los que lo había juzgado mal no eran como yo los había interpretado; es más, al escucharlo, volví a ver al hombre bueno con el que me había casado.
Estamos a mitad de febrero y el milagro sigue durando.
¿Es todo espléndido? ¡No! En el fondo no ha cambiado nada en su forma de gestionar el tiempo, de no estar en casa, pero no sé cómo explicártelo. Estos hechos ya no son motivo para añadir ladrillos al muro. Lo que ha cambiado es mi mirada sobre él; sus límites ya no son un motivo de escándalo que me hace cuestionarme toda mi vocación, y al mirar así sus límites he empezado a aceptar también los míos.
He empezado a contarle lo que me pasa cada día, a llamarle por teléfono para saludarlo, a pedir —cosa que había olvidado—y a asombrarme por su disponibilidad. Cuántas veces por costumbre no he pedido y lo he dejado fuera, pero ya he perdido demasiado tiempo…
¿Qué decir? He dejado de desear lo que no tenía y que habría podido encontrar en otro sitio, y abrazo esta realidad que, desde que el Espíritu Santo me ha quitado el velo que cubría mis ojos y mi corazón, me parece más fascinante que nunca.
«No ha cambiado nada» en la realidad, «lo que ha cambiado es mi mirada». Este es el verdadero milagro, la capacidad de mirar, a través de las apariencias y a la vez más allá, hasta el fondo de ellas, el tejido bueno del que estamos hechos todos, del que todo está hecho.
Por eso, creo que la última petición de san Bernardo al término de la gran oración a la Virgen que abre el Canto XXXIII es que se disipen «todas las nubes» (Par., XXXIII, v. 31) para que Dante «pueda con los ojos elevarse más arriba, hacia la salud suprema» (Par., XXXIII, v. 26-27). En resumen: María,