Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri. Franco Nembrini

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Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri - Franco Nembrini


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está tratando de expresar en términos sensibles, espaciales y temporales, una experiencia que rebasa estas categorías.

      La respuesta prosigue. En realidad, «tal vez» (v. 55) hay algo de verdad en la doctrina de Platón. «Tal vez» (v. 59) él no quería decir de modo literal que las almas vienen de las estrellas y vuelven a ellas, sino únicamente que las estrellas ejercen una cierta influencia sobre las almas. Si fuese así, tendría un aspecto de verdad (vv. 58-60), porque es cierto que los astros ejercen cierto influjo sobre la vida de los hombres —lo hemos visto en el Purgatorio2 y hemos vuelto a encontrarlo en el Canto II—. Aunque, naturalmente, no hasta el punto de determinar su destino, como se pensaba erróneamente en la Antigüedad, cuando se adoraba a los planetas como dioses (vv. 61-63).

      Una puntualización muy interesante por un motivo que podría sintetizarse con un célebre aforismo atribuido a Chesterton: «Todo error es una verdad que se ha vuelto loca».3 Es la fórmula de una actitud atenta, benévola hacia cualquiera; es verdad que lo que este o el otro han dicho, en su conjunto, es errado, pero, si lo consideramos detenidamente, quizá hallemos un resto de verdad que merece la pena reconocer y valorar.

      Beatriz pasa entonces a la segunda duda de Dante (vv. 19-21): ¿Por qué, si la voluntad permaneció fiel al voto, la violencia que se sufrió disminuye el mérito? He aquí la respuesta (vv. 73-81):

      «[…] Si hay violencia real cuando el que la padece no concede nada al que le hace fuerza, no pueden estas almas ser excusadas por eso, pues la voluntad, si no quiere, no cede, sino que hace como la naturaleza con el fuego si mil veces la inclina la violencia. Si se doblega mucho o poco, obedece a la fuerza, y así hicieron estas, que pudieron volver al santo lugar […]».

      Beatriz defiende resueltamente que la voluntad «si no quiere, no cede», nadie puede obligarla. Es como un fuego que el viento no consigue apagar aunque mil veces lo inclina, doblega su llama. Por ello, si la voluntad se pliega mucho o poco a seguir la fuerza que se le impone con violencia, es de algún modo connivente. Piccarda y Constanza habrían podido huir de nuevo «al santo lugar», volver al convento del que habían sido sacadas a la fuerza, pero no lo hicieron; por eso «no pueden […] ser excusadas».

      La respuesta de Beatriz es así de dura porque nace de una estima sin fisuras por la libertad. Si tú no quieres hacer algo de verdad, no hay fuerza ajena que pueda obligarte. Como muestran —prosigue— los ejemplos del mártir Lorenzo y de Mucio Scévola (vv. 82-84): con tal de no plegarse a la voluntad de otros, se puede llegar a aceptar la muerte o a poner una mano sobre un brasero. Lo demuestran las vidas de los mártires cristianos, lo documentan las historias de todos los hombres y mujeres que han preferido morir antes que renunciar a sus ideales, a su dignidad. Tu libertad es un don que nadie puede doblegar si tú no quieres.

      Leyendo estos versos, la mente vuelve a la vida de Dante. En un momento dado, Florencia había concedido a los exiliados la posibilidad de volver a la ciudad con la condición de que aceptasen cruzar el umbral de la cárcel. Un gesto simbólico con el que el desterrado reconocería su culpa y, después, sería reintegrado en la vida ciudadana. Podríamos considerarlo como una pequeña cesión a cambio de un gran beneficio. Dante no quiso saber nada de ello, porque era inocente y quería que eso fuera reconocido, no estaba dispuesto a pactar. Quizá un juicio tan tajante revele su experiencia personal: para defender su libertad estuvo dispuesto a pagar el precio más alto.

      «Pero tan sólida voluntad es demasiado rara» (v. 87). Después de alabar el valor absoluto de la libertad, aparece enseguida la consideración de la debilidad humana, pues afrontar la muerte, el sufrimiento y el martirio que implica resistirse a la violencia no es algo que esté al alcance del hombre sin la ayuda de la gracia de Dios. Para aclarar bien este punto capital, Beatriz vuelve al encuentro con Constanza en el canto anterior (vv. 97-99):

      Y después pudiste oír de Piccarda que Constanza guardó su inclinación al velo, por lo cual parece contradecirme.

      Una vez más, ella interpreta la pregunta que no ha expresado Dante. Piccarda ha dicho primero que Constanza, incluso cuando la sacaron del convento, «nunca apartó el velo de su corazón» (Par., II, v. 117), siguió siendo fiel al voto en su corazón. Ahora Beatriz afirma que, si alguien se pliega a la violencia de otro, de algún modo, la acata; ¿cómo pueden darse a la vez ambas cosas? ¿Acaso no son contradictorias?

      La explicación que sigue es una obra maestra de finura psicológica (vv. 100-114):

      «[…] Muchas veces ha ocurrido ya, hermano, que para huir del peligro se hace de mal grado lo que no conviene hacer. […]. Sobre este punto quiero que sepas que la fuerza se mezcla a la voluntad y hacen que de este modo las ofensas no tengan excusa. No hay voluntad absoluta de consentir en el daño; pero consiente en él en tanto en cuanto teme que si rehúsa caerá en mayores penas. Por eso, cuando Piccarda dijo aquello, se refería a la voluntad absoluta y yo a la otra; así es que ambas decimos la verdad».

      Las cosas no son tan sencillas —explica Beatriz—, «la fuerza se mezcla a la voluntad», la imposición influye de algún modo en la voluntad. Y así, sucede muchas veces que, para escapar de un peligro, se hace lo que no se quería hacer. A pesar de ello, la violencia no puede determinar la voluntad completamente; el temor a sufrimientos mayores que no podríamos resistir nos empuja a plegarnos a lo que se nos impone. Pero «no hay voluntad absoluta de consentir en el daño», el corazón conserva una fidelidad interior a lo que, sin embargo, hemos renunciado externamente. Y, por eso, «ambas decimos la verdad» —concluye Beatriz—, Piccarda y yo decimos cosas verdaderas, pues ella se refiere a la «voluntad absoluta», la fidelidad última, y yo a «la otra», a la determinación concreta que se ha dejado doblegar por la fuerza.

      Esta explicación me ha fascinado siempre, porque demuestra una comprensión profunda del alma humana. Porque en verdad sucede así en la vida. La libertad es realmente indomable, nadie te puede imponer lo que tú no quieres; sin embargo, al mismo tiempo, somos todos débiles, son pocos los que se mantienen firmes frente a una imposición violenta, a un riesgo grave. Por eso, muchos se pliegan a las obligaciones por temor; aunque dicha debilidad no supone una traición del todo consentida si, al menos, en el fondo de nuestro corazón, conservamos un resquicio de fidelidad, cierta nostalgia de la verdad que hemos traicionado, pero cuyo valor seguimos reconociendo.

      Empezamos así a ver que en el paraíso «la misericordia y la verdad se encuentran» (Sal 85,11) realmente. La verdad, es decir, el juicio que ha formulado Beatriz sin paliativos: «No pueden estas almas ser excusadas por eso, pues la voluntad, si no quiere, no cede» (vv. 75-76). No hay atenuantes. Si Piccarda y Constanza han cedido a la fuerza es porque han aceptado, en parte, ceder. Y, al mismo tiempo, la misericordia: «Tan sólida voluntad es demasiado rara» (v. 87), no es fácil mantenerse firmes. Lo importante es que «no hay voluntad absoluta de consentir en el daño» (v. 109), que conservemos al menos la fidelidad del corazón. No es lo mismo aceptar el martirio que ceder para salvar el pellejo; pero incluso quien cede, si reconoce su debilidad sinceramente y vive santamente, se salva.

      Es una posición vertiginosa que acaba con cualquier tipo de moralismo; los cielos celebran a los mártires que han resistido hasta la muerte e igualmente a todos los pobrecillos que, aunque se han dejado doblegar por las dificultades de la vida, han custodiado en el fondo del corazón un rescoldo de fidelidad.

      Como si no fuese suficiente esta maravilla, ¿qué rimas ha empleado Dante en los versos 104 a 108? «Spense», «pense», «offense». Justamente aquí, donde se exalta el libre albedrío y se conoce la libertad herida, aparecen las rimas de Paolo y Francesca (Inf., V, vv. 107-111). ¡No puede resultar más claro y explícito! Nada más lejos del «amor, que al que es amado obliga a amar» (Inf., V, v. 103). Si la voluntad puede permanecer libre interiormente incluso cuando cede a la violencia, ¡figuraos si no puede resistir a la pretendida violencia del amor!

      Pero aún hay más. Al final del canto, ¿qué hace Dante ante la mirada paradisíaca de Beatriz? «Mi fuerza desmayó y casi me anonadé con la vista baja» (vv. 141-142): casi se desmaya. Un desvanecimiento, como en los otros dos cantos marcados por las rimas «spense», «pense» y «offense» (Inf., V, vv. 107-111, y Purg., XXXI, vv. 8-12), como para poner firma y sello al recorrido


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