El bosque. Харлан Кобен

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El bosque - Харлан Кобен


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Jim? Ya has leído su declaración: «Dale la vuelta hacia aquí, Cal», «Dóblala hacia allá, Jim», «Uau, Cal, le encanta». ¿Para qué iba a inventarse eso?

      Mort me respondió:

      —Porque es una zorra sedienta de dinero y encima es estúpida.

      Pero me di cuenta de que le había metido un gol a Flair.

      —No tiene sentido —dije.

      Flair se inclinó hacia mí.

      —La cuestión, Cope, es que no tiene que tenerlo. Y tú lo sabes. Puede que lleves razón. Puede que no tenga sentido. Pero eso da lugar a confusión. Y la confusión me da muchos puntos para mi táctica favorita: la duda razonable. —Sonrió—. Puede que tengas algunas pruebas físicas. Pero si haces subir a esa chica a declarar, no me reprimiré. Será pan comido. Los dos lo sabemos.

      Se fueron hacia la puerta.

      —Nos vemos en el juzgado, colega.

      4

      Muse y yo permanecimos un rato callados.

      Cal y Jim. Esos nombres nos desanimaban.

      El puesto de investigador jefe normalmente lo ostentaba algún hombre de por vida, un tipo brusco, que soltaba suspiros profundos y bastante quemado por todo lo que había visto con los años, con un buen barrigón y un abrigo gastado. Era tarea de ese hombre ayudar al candoroso fiscal del condado, un cargo político como yo, a esquivar los escollos del sistema legal del condado de Essex.

      Loren Muse medía metro y medio y pesaba como un alumno normal de cuarto. Mi elección de Muse había causado bastante conmoción entre los veteranos, pero yo tenía mis propios prejuicios: prefiero contratar a mujeres solteras de cierta edad. Trabajan más y son más leales. Lo sé, lo sé, pero he descubierto que casi siempre es cierto. Encuentras a una mujer soltera de, digamos, más de treinta y cinco años y vive para su carrera y te dedicará horas y la devoción que las casadas con hijos nunca te darán.

      Para ser justo, Muse era también una investigadora increíblemente preparada. Me gustaba discutir los casos con ella. Diría que los «musitábamos» juntos, pero es malísimo. En ese momento estaba mirando fijamente el suelo.

      —¿Qué estás pensando? —pregunté.

      —¿Tan feos son mis zapatos?

      La miré y esperé.

      —En resumidas cuentas —dijo—, si no encontramos una forma de explicar lo de Cal y Jim, estamos jodidos.

      Miré al techo.

      —¿Qué? —dijo Muse.

      —Esos dos hombres.

      —¿Qué pasa?

      —¿Por qué? —pregunté por enésima vez—. ¿Por qué Cal y Jim?

      —No lo sé.

      —¿Has vuelto a interrogar a Chamique?

      —Lo hice. Su historia es terriblemente consistente. Utilizaron esos dos nombres. Creo que tienes razón. Lo hicieron para disimular, para que la versión de ella pareciera más tonta.

      —Pero ¿por qué esos nombres?

      —Probablemente porque sí.

      Hice una mueca.

      —Estamos pasando algo por alto, Muse.

      Ella asintió.

      —Lo sé.

      Siempre he sido muy bueno compartimentando mi vida. Todos lo hacemos, pero yo soy especialmente bueno. Puedo crear universos separados en mi propio mundo. Puedo afrontar un aspecto de mi vida sin que interfiera en otro de ninguna manera. Algunas personas ven una película de gángsteres y se preguntan cómo puede el mafioso ser tan violento en la calle y tan cariñoso en casa. Yo lo entiendo. Tengo esa habilidad.

      No es que esté orgulloso. No es necesariamente una gran virtud. Te protege, eso sí, pero también he visto los actos que esto puede justificar.

      Así que durante la última media hora había apartado la pregunta obvia: si Gil Pérez había estado vivo todo ese tiempo, ¿dónde había estado? ¿Qué había sucedido aquella noche en el bosque? Y por supuesto, la pregunta más importante: si Gil Pérez había sobrevivido a aquella horrible noche...

      ¿Había sobrevivido también mi hermana?

      —¿Cope?

      Era Muse.

      —¿Qué pasa?

      Quería contárselo. Pero no era un buen momento. Primero tenía que aclararme yo. Entender qué era qué. Asegurarme de que ese cadáver era realmente el de Gil Pérez. Me levanté y me acerqué a ella.

      —Cal y Jim —dije—. Debemos descubrir de qué va esto y rápidamente.

      La hermana de mi esposa, Greta, y su marido, Bob, vivían en una mansión como tantas de una rotonda nueva sin salida que era exactamente igual a cualquier otra rotonda sin salida de Estados Unidos. Las parcelas son demasiado pequeñas para los enormes edificios de ladrillo que les han colocado encima. Las casas tienen una variedad de formas y contornos y aun así parecen iguales. Todo está demasiado limpio, intenta parecer antiguo y sólo parece falso.

      Antes que a mi esposa, conocí a Greta. Mi madre se marchó antes de que yo cumpliera los veinte, pero recuerdo algo que me contó unos meses antes de que Camille se adentrara en ese bosque. Nosotros éramos los más pobres de aquella ciudad más bien variopinta. Éramos inmigrantes llegados de la antigua Unión Soviética cuando yo tenía cuatro años. Empezamos bien, porque llegamos a Estados Unidos como héroes, pero las cosas se pusieron feas muy rápidamente.

      Vivíamos en el piso más alto de una finca de tres plantas de Newark, aunque íbamos a la escuela en Columbia High, en West Orange. Mi padre, Vladimir Copinsky (lo adaptó al inglés y se puso Copeland), que era médico en Leningrado, no pudo obtener la licencia para ejercer en el país. Acabó trabajando de pintor de casas. Mi madre, una belleza frágil llamada Natasha, antes la hija bien educada de un aristocrático profesor de universidad, cogió varios trabajos de asistenta para las familias ricas de Short Hills y Livingston, pero nunca le duraron mucho tiempo.

      Ese día en particular, mi hermana Camille volvió de la escuela y dijo, en su tono burlón habitual, que la chica rica de la ciudad estaba loca por mí. A mi madre le emocionó la noticia.

      —Deberías invitarla a salir —me dijo mi madre.

      Hice una mueca.

      —¿Que no la has visto?

      —La he visto.

      —Pues ya sabes que no la invitaré —dije, con todo el orgullo de mis diecisiete años—. Es una bruta.

      —En Rusia tenemos un dicho —contraatacó mi madre, levantando un dedo para apoyar su postura—: Una chica rica es bonita cuando está sobre su dinero.

      Eso fue lo primero que me vino a la cabeza cuando conocí a Greta. Sus padres —mis ex suegros, supongo, y todavía abuelos de Cara— están forrados. La familia de mi esposa era rica. Todo está puesto en una cuenta para Cara. Yo soy el albacea. Jane y yo discutimos mucho a qué edad debía poder cobrar su herencia. Por un lado no es deseable que una persona muy joven herede tanto dinero, pero por otro es su dinero.

      Mi Jane se volvió muy práctica cuando los médicos le comunicaron su sentencia de muerte. Yo no podía escucharla. Aprendes mucho cuando alguien a quien amas empieza su cuenta atrás. Aprendí que mi esposa tenía una fuerza y un valor asombrosos que no habría podido imaginar antes de su enfermedad. Y descubrí que yo también.

      Cara y Madison, mi sobrina, estaban jugando en el jardín. Los días empezaban a alargarse. Madison estaba sentada en el asfalto y dibujaba con pedazos de tiza que parecían puros. Mi hija jugaba con uno de esos minicoches lentos que están tan de moda últimamente


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