El bosque. Харлан Кобен

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El bosque - Харлан Кобен


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interesada en el señor Flynn como posible novio?

      Mort Pubin otra vez:

      —¡Protesto! ¿Qué relevancia tiene?

      —¿Señor Copeland?

      —Sin duda es relevante. Ellos dirán que la señorita Johnson está inventando los cargos para aprovecharse económicamente de sus clientes. Intento establecer el estado de ánimo de la señorita Johnson aquella noche.

      —Lo permitiré —dijo el juez Pierce.

      Repetí la pregunta.

      Chamique hizo una mueca y eso delató su edad.

      —Jerry estaba fuera de mi alcance.

      —¿Pero?

      —Pero... no sé. Nunca había conocido a alguien como él. Me abrió una puerta para que pasara. Era tan amable. No estoy acostumbrada.

      —Y es rico. Comparado con usted.

      —Sí.

      —¿Eso era importante para usted?

      —Claro.

      Me encantó su sinceridad.

      Los ojos de Chamique fueron rápidamente hacia el jurado. La expresión desafiante había vuelto.

      —Yo también tengo sueños.

      Dejé que esto calara antes de continuar.

      —¿Y qué sueños tenía esa noche, Chamique?

      Mort estaba a punto de protestar otra vez, pero Flair Hickory le contuvo poniéndole una mano en el brazo.

      Chamique se encogió de hombros.

      —Es una tontería.

      —Dígamelo de todos modos.

      —Pensé que quizá... era una tontería... pensé que quizá podía gustarle, ¿entiende?

      —Entiendo —dije—. ¿Cómo fue a la fiesta?

      —Cogí un autobús en Irvington y después caminé.

      —Y cuando llegó a la fraternidad, ¿el señor Flynn estaba allí?

      —Sí.

      —¿Seguía mostrándose amable?

      —Al principio sí. —Se le escapó una lágrima—. Estuvo muy amable. Fue...

      Calló.

      —¿Fue qué, Chamique?

      —Al principio —le resbaló otra lágrima por la mejilla— fue la mejor noche de mi vida.

      Dejé que las palabras calaran. Se le escapó otra lágrima.

      —¿Se encuentra bien? —pregunté.

      Chamique se secó la lágrima.

      —Estoy bien.

      —¿Seguro?

      Su voz volvía a ser dura.

      —Formule su pregunta, señor Copeland —dijo.

      Lo hacía estupendamente. El jurado estaba atento, pendiente de todas sus palabras, y le creía.

      —¿Hubo un momento en el que el comportamiento del señor Flynn hacia usted cambió?

      —Sí.

      —¿Cuándo?

      —Le vi susurrar algo a ese otro de allí. —Señaló a Edward Jenrette.

      —¿El señor Jenrette?

      —Sí, él.

      Jenrette intentó encogerse ante la mirada de Chamique. Lo consiguió a medias.

      —¿Vio que el señor Jenrette susurraba algo al señor Flynn?

      —Sí.

      —¿Y qué pasó a continuación?

      —Jerry me preguntó si quería dar un paseo.

      —¿Se refiere a Jerry Flynn?

      —Sí.

      —De acuerdo. Cuente lo que sucedió.

      —Salimos. Tenían un barril de cerveza. Me preguntaron si quería una. Dije que no. Se comportaba de una forma nerviosa.

      Mort Pubin se levantó.

      —Protesto.

      Hice un gesto de exasperación.

      —Señoría.

      —Lo permitiré —dijo el juez.

      —Adelante —dije.

      —Jerry sirvió una cerveza del barril y se quedó mirándola fijamente.

      —¿Mirando la cerveza?

      —Sí, algo así. Ya no me miraba. Algo había cambiado. Le pregunté si estaba bien. Dijo que sí, que todo iba de maravilla. Y entonces —no se le quebró la voz, pero estuvo a punto— me dijo que estaba muy buena y que le gustaba ver cómo me quitaba la ropa.

      —¿Eso la sorprendió?

      —Sí, nunca me había hablado así antes. Hablaba con voz ronca. —Tragó saliva—. Como los otros.

      —Continúe.

      —Dijo: «¿Quieres subir a ver mi habitación?»

      —¿Qué contestó usted?

      —Dije que bueno.

      —¿Quería ir a su habitación?

      Chamique cerró los ojos. Le cayó otra lágrima. Negó con la cabeza.

      —Debe responder en voz alta.

      —No —dijo ella.

      —¿Por qué subió?

      —Quería gustarle.

      —¿Y creía que le gustaría si subía con él a su habitación?

      —Sabía que no le gustaría si le decía que no —dijo Chamique en voz baja.

      Me volví y me acerqué a la mesa. Fingí que consultaba mis notas. Sólo quería que el jurado tuviera tiempo de asumirlo todo. Chamique tenía la espalda recta, la barbilla alta. Intentaba que no se le notara, pero toda ella emanaba dolor.

      —¿Qué pasó cuando subió?

      —Crucé una puerta. —Volvió a mirar a Jenrette—. Y él me agarró.

      De nuevo le hice señalar a Edward Jenrette e identificarle por el nombre.

      —¿Había alguien más en la habitación?

      —Sí. Él.

      Señaló a Barry Marantz. Me fijé en las dos familias detrás de los acusados. Los padres tenían esas expresiones mortuorias en las que parece que les tiran la piel desde atrás, los pómulos parecen demasiado prominentes, los ojos hundidos y rotos. Eran los centinelas, a punto para refugiar a sus vástagos. Estaban destrozados. Me sentí mal por ellos. Lástima. Edward Jenrette y Barry Marantz tenían personas que les protegían.

      Chamique Johnson no tenía a nadie.

      Parte de mí entendía lo que había sucedido. Empiezas a beber, pierdes el control, olvidas que habrá consecuencias. Tal vez no volverían a hacerlo nunca más. Tal vez ya habían aprendido la lección. Pero, de nuevo, lástima.

      Había personas que eran malas hasta el meollo, que siempre serían crueles y desagradables y harían daño a otros. Había otras, tal vez la mayoría de los que pasaban por mi oficina, que sólo metían la pata. Mi trabajo no es diferenciarlo. Eso lo dejaba para el juez cuando dictara la sentencia.

      —Bien —dije—, ¿qué sucedió entonces?

      —Él cerró la puerta.


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