El bosque. Харлан Кобен
Читать онлайн книгу.de Edward Jenrette ha hecho que varios de sus amigos se retracten de sus compromisos.
—Qué elegante.
Cerré los ojos.
—Peor, está diciendo por ahí que hemos echado mano a los fondos. EJ Jenrette es un hijo de puta muy bien relacionado. Ya estoy recibiendo llamadas.
—Que nos inspeccionen —dije—. No encontrarán nada.
—No seas ingenuo, Cope. Competimos con otras asociaciones por las subvenciones. El más mínimo indicio de escándalo y estamos acabados.
—No podemos hacer nada, Bob.
—Lo sé, pero es que... estamos haciendo un buen trabajo, Cope.
—Lo sé.
—Pero conseguir fondos siempre es difícil.
—¿Qué propones?
—Nada. —Bob vaciló e intuí que tenía algo más que decir. Así que esperé—: Pero vamos Cope, siempre estáis haciendo tratos, ¿no?
—Lo hacemos, sí.
—Dejáis pasar una injusticia menor para poder castigar un delito más grave.
—Cuando es necesario.
—Esos dos chicos. Me han dicho que son buenos chicos.
—Te han dicho mal.
—Mira, no digo que no merezcan ser castigados, pero a veces hay que negociar. El bien mayor. JaneCare está avanzando mucho. Podría ser el bien mayor. Es lo único que quiero decir.
—Buenas noches, Bob.
—No te enfades, Cope. Sólo quería ayudar.
—Lo sé. Buenas noches, Bob.
Colgué. Me temblaban las manos. El hijo de puta de Jenrette no había ido a por mí. Había ido a por la memoria de mi esposa. Subí la escalera. La rabia me consumía. La canalizaría. Me senté a la mesa. Sólo había dos fotos encima. Una era la foto escolar actual de mi hija, Cara. Tenía un lugar preferencial en el centro de la mesa.
La segunda fotografía era una granulada de mis abuelos en la vieja patria, Rusia, o como lo llamaban cuando ellos murieron en ese gulag, la Unión Soviética. Murieron cuando yo era muy pequeño, cuando todavía vivíamos en Leningrado, pero conservo un vago recuerdo de ellos, especialmente de la mata de cabellos blancos de mi abuelo.
A menudo me pregunto por qué tengo esa fotografía sobre la mesa.
Su hija, mi madre, me había abandonado, ¿no? Es una idiotez si te paras a pensarlo, pero a pesar del dolor que evocaba, la fotografía tenía una extraña importancia para mí. Miraba a mis abuelos y pensaba en las vueltas que da la vida y en las maldiciones familiares y en donde había empezado todo.
Antes tenía fotos de Jane y Camille. Me gustaba tenerlas a la vista. Me consolaban. Pero que a mí me consolaran los muertos no significa que consolaran a mi hija. Era difícil encontrar un equilibrio con una niña de seis años. Quieres hablarle de su madre. Quieres que lo sepa todo de Jane, de su estupendo espíritu, de cuanto había querido a su niña. También quieres ofrecerle algún consuelo, de que su madre está en el cielo observándola. Pero yo no creía en eso. Me gustaría. Me gustaría creer que existe una maravillosa vida eterna y que desde arriba, mi esposa, mi hermana y mi padre nos sonríen. Pero no logro creerlo. Y cuando le cuento estas cosas a mi hija, tengo la sensación de estar mintiéndole. Lo hago de todos modos. Por ahora es como una especie de Santa Claus o conejito de Pascua, algo temporal y tranquilizador, pero al final ella, como todos los niños, sabrá que no es más que otra mentira paterna con muy poca justificación. O puede que me equivoque y estén allí arriba mirándonos. Puede que esta sea la conclusión a la que llegue Cara algún día.
A medianoche por fin me permití pensar en lo que quería pensar: mi hermana, Camille, Gil Pérez, y aquel verano mágico y horrible. Volví mentalmente al campamento. Pensé en Camille. Pensé en aquella noche. Y por primera vez en varios años, me permití pensar en Lucy.
Una sonrisa triste cruzó mi cara. Lucy Silverstein había sido mi primera novia de verdad. Nos iba de maravilla, un romance de verano de cuento de hadas, hasta aquella noche. No tuvimos ocasión de romper, los asesinatos nos separaron. Nos alejaron cuando todavía estábamos enredados el uno en el otro, en un punto en que nuestro amor, por tonto e inmaduro que representara que fuera, estaba aumentando y creciendo.
Lucy era el pasado. Me había dado un ultimátum a mí mismo y la había apartado de mi vida. Pero el corazón no entiende mucho de ultimátums. A lo largo de los años, he intentado descubrir a qué se dedica Lucy, introduciendo su nombre y otros datos en Google, aunque dudo que nunca tenga valor para ponerme en contacto con ella. Nunca descubrí nada. Me imagino que, después de lo que pasó, se habrá cambiado el apellido por prudencia. Probablemente ahora estaba casada, como yo lo estuve. Probablemente era feliz. Esperaba que lo fuera.
Me sacudí el pensamiento. Ahora mismo necesitaba pensar en Gil Pérez. Cerré los ojos y volví atrás. Pensé en él en el campamento, cuando montábamos a caballo, cuando le pegaba puñetazos en broma en el brazo, y en cómo solía decir: «¡Enclenque! Ni me he enterado».
Le veía con el torso delgado, los pantalones cortos demasiado grandes antes de que se pusieran de moda, la sonrisa que necesitaba ortodoncia con urgencia, la...
Abrí los ojos. Algo estaba mal.
Bajé al sótano. Encontré la caja de cartón enseguida. Jane era buena etiquetando las cosas. Vi su extrapulcra letra en un lado de la caja. Me hizo parar. La letra es algo tan personal. La rocé con los dedos. Toqué su letra y la imaginé con el gran rotulador en la mano, el capuchón en la boca mientras escribía en letras grandes: FOTOGRAFÍAS - COPELAND.
En mi vida había cometido muchos errores. Pero Jane... fue mi único gran acierto. Su bondad me transformó, me hizo mejor y más fuerte en todos los sentidos. La amaba y éramos apasionados, pero más que eso, tenía la capacidad de hacerme mejor. Yo era neurótico e inseguro, un niño con beca en una escuela donde había muy pocos, y ella era un ser casi perfecto que vio algo en mí. ¿Cómo? ¿Cómo podía ser horrible e inútil si un ser tan magnífico me amaba?
Jane era mi roca. Y un día se puso enferma. Mi roca se desmenuzó. Y yo también.
Encontré las fotografías de aquel verano de hacía tanto tiempo. No había ninguna de Lucy. Había tenido la sensatez de tirarlas todas hacía años. Lucy y yo también teníamos nuestras canciones —Cat Stevens, James Taylor— temas tan empalagosos como para vomitar. Me cuesta escucharlas. Todavía hoy. Procuro que no se introduzcan en mi iPod. Si las ponen en la radio, cambio de emisora a la velocidad del rayo.
Repasé un montón de fotos de aquel verano. La mayoría eran de mi hermana. Fui mirándolas hasta que encontré una que se tomó tres días antes de su muerte. En la foto salía Doug Billingham, su novio. Un chico rico. Mi madre estaba encantada, evidentemente. El campamento era una rara mezcla de privilegiados y pobres. Dentro del campamento, las clases altas y bajas se mezclaban al nivel más equitativo que es posible imaginar. Así lo quería el hippie que dirigía el campo, el encantador padre hippie de Lucy, Ira.
Margot Green, otra niña rica, estaba metida en medio. Siempre estaba en medio. Era la tía buena del campamento y lo sabía. Era rubia y desarrollada y lo explotaba a todas horas. Siempre salía con chicos mayores, al menos hasta Gil, y para los meros mortales que la rodeaban, la vida de Margot era como algo salido de la tele, un melodrama que todos observábamos con fascinación. La miré y me imaginé el corte en su garganta. Cerré los ojos un segundo.
Gil Pérez también estaba en la foto. Para eso había bajado al sótano.
Enfoqué la luz de la mesa y miré más de cerca.
Una vez arriba, recordé algo. Soy diestro, pero cuando pegaba puñetazos a Gil en el brazo, utilizaba la mano izquierda. Lo hacía para evitar tocar su horrible cicatriz. Estaba curada, pero me daba miedo tocarla. Como si pudiera abrirse y empezar a sangrar. Por eso utilizaba