El bosque. Харлан Кобен

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El bosque - Харлан Кобен


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Y entonces un día, cuando se va a coger el coche, mi padre me mira con los ojos secos y dice:

      —Hoy no, Paul. Hoy voy yo solo.

      Le miro alejarse. Es la última vez que va al bosque.

      Dos décadas después, en su lecho de muerte, mi padre coge mi mano. Está muy medicado. Tiene las manos ásperas y callosas. Ha trabajado con ellas toda la vida, incluso en los años más prósperos en un país que ya no existe. Tiene uno de esos exteriores endurecidos en los que toda la piel parece quemada y dura, casi como su propio caparazón de tortuga. Ha sufrido un dolor físico inmenso, pero no tiene lágrimas.

      Sólo cierra los ojos y aguanta.

      Mi padre siempre me ha hecho sentir seguro, incluso ahora, que ya soy un adulto con una hija. Hace tres meses fuimos a un bar, cuando él todavía tenía fuerzas para ello. Se montó una pelea. Mi padre se colocó frente a mí, dispuesto a detener a cualquiera que se me acercara. Todavía. Así es como es.

      Le miro en la cama. Pienso en aquellos días en el bosque. Pienso en cómo cavaba, en cómo lo dejó por fin, en que pensé que se había rendido después de que mi madre se fuera.

      —¿Paul?

      Mi padre se agita de repente.

      Quiero suplicarle que no se muera, pero no estaría bien. Ya he pasado por esto. Las cosas no mejoran, para nadie.

      —Tranquilo, papá —digo—. Todo se arreglará.

      No se tranquiliza. Intenta incorporarse. Quiero ayudarle, pero me aparta. Me mira fijamente a los ojos y veo claridad, o tal vez sea una de esas cosas que deseamos creer al final. Un último falso consuelo.

      Se le escapa una lágrima. La veo resbalar lentamente por su mejilla.

      —Paul —dice mi padre, todavía con un fuerte acento ruso—. Todavía necesitamos encontrarla.

      —La encontraremos, papá.

      Me mira fijamente otra vez. Asiento con la cabeza para calmarlo. Pero no creo que quiera que le tranquilice. Creo que, por primera vez, busca culpabilidad.

      —¿Lo sabías? —pregunta, con una voz apenas audible.

      Siento que todo mi cuerpo se estremece, pero no parpadeo, no aparto la mirada. Me pregunto qué ve, qué cree. Pero nunca lo sabré.

      Porque entonces, justo entonces, mi padre cierra los ojos y muere.

      1

      Tres meses después

      Estaba sentado en el gimnasio de una escuela elemental, observando a Cara, mi hija de seis años, que se desliza nerviosamente por una barra de equilibrio que está a unos diez centímetros del suelo, pero en menos de una hora estaré mirando la cara de un hombre que ha sido perversamente asesinado.

      Eso no debería sorprender a nadie.

      Con los años —y de las formas más horribles que se pueda imaginar— he aprendido que la pared que separa la vida de la muerte, la belleza extraordinaria de la fealdad apabullante, es tenue. Sólo se necesita un segundo para atravesarla. Durante un momento la vida parece idílica. Estás en un lugar tan casto como el gimnasio de una escuela elemental. Tu hijita está haciendo piruetas. Su voz es atolondrada. Tiene los ojos cerrados. Ves la cara de su madre en ella, su madre solía cerrar los ojos y sonreír así, y recuerdas lo endeble que es esa pared.

      —¿Cope?

      Era mi cuñada, Greta. Me volví a mirarla. Como siempre, Greta me miró con cariño. Le sonreí.

      —¿En qué piensas? —susurró.

      Ya lo sabía. Mentí de todos modos.

      —En las cámaras de vídeo —dije.

      —¿Qué?

      Todas las sillas plegables estaban ocupadas por otros padres. Yo estaba de pie atrás, con los brazos cruzados, apoyado en la pared de cemento. Había reglamentos pegados en la puerta y esa clase de aforismos supuestamente estimulantes, pero tan irritantes, como «No me digas que el cielo es el límite cuando hay huellas en la luna» por todas partes. Las mesas del almuerzo estaban plegadas. Me apoyé en una, sintiendo el frío del acero y el metal. Nosotros envejecemos, pero los gimnasios de escuela elemental no cambian. Sólo parecen empequeñecer.

      Hice un gesto hacia los padres.

      —Hay más cámaras de vídeo que niños.

      Greta asintió.

      —Los padres lo filman todo. Absolutamente todo. ¿Qué harán con todo eso? ¿Es posible que alguien vuelva a mirarlo todo de principio a fin?

      —¿Tú no?

      —Preferiría parir.

      Sonrió.

      —No —dijo—, seguro que no.

      —Vale, no, puede que no, pero ¿no crecimos todos con la generación MTV? Tomas cortas. Muchos ángulos. Pero filmar esto tal cual, someter a un inocente amigo o a un familiar a este…

      Se abrió la puerta. En cuanto los dos hombres entraron en el gimnasio, supe que eran policías. Aunque no hubiera tenido mucha experiencia —soy fiscal del condado de Essex, que incluye la ciudad más violenta de Newark—, me habría dado cuenta. Al menos en esto la televisión acierta. La forma como se visten los policías, por ejemplo, no es la forma como se visten los padres de una urbanización de lujo como Ridgewood. No nos ponemos traje cuando vamos a ver a nuestros hijos haciendo gimnasia. Nos ponemos pantalones de pana o vaqueros con un jersey de cuello de pico o una camiseta. Esos dos hombres llevaban trajes de mala confección de un tono marrón que me recordó las astillas de madera después de una tormenta.

      No sonreían. Sus ojos repasaron la habitación. Conozco a casi todos los policías de la zona, pero a esos dos no los conocía. Eso me preocupó. Algo me olía mal. Sabía que yo no había hecho nada, por supuesto, pero seguía sintiendo un hormigueo del tipo «soy inocente pero me siento culpable en el estómago».

      Mi cuñada Greta y su marido Bob tienen tres hijos. La pequeña, Madison, tenía seis años e iba a la misma clase que Cara. Greta y Bob han sido una inmensa ayuda para mí. Tras la muerte de Jane, mi esposa y hermana de Greta, se mudaron a Ridgewood. Greta asegura que ya tenían pensado hacerlo. Lo dudo. Pero estoy tan agradecido que no me lo cuestiono. No puedo imaginar cómo sería mi vida sin ellos.

      Normalmente, los otros padres se quedan atrás conmigo, pero como este acontecimiento era en horario diurno, había muy pocos. Las madres —excepto la que me estaba mirando furiosamente a través de su videocámara porque había oído mi diatriba antivideocámara— me adoran. No es por mí, evidentemente, sino por mi historial. Mi esposa murió hace cinco años, y estoy criando solo a mi hija. Hay otros progenitores solos en la ciudad, básicamente madres divorciadas, pero yo soy la estrella. Si me olvido de escribir una nota o me retraso para recoger a mi hija o me olvido su almuerzo en la cocina, las otras madres o el personal de la escuela intervienen y me echan una mano. Mi indefensión masculina les parece encantadora. Si alguna madre sola hace una de estas cosas, se la acusa de negligente y recibe todo el peso del sarcasmo de las demás madres.

      Los niños seguían saltando o tropezando, dependiendo del punto de vista. Miré a Cara. Estaba muy concentrada y lo hacía bien, pero me dio la sensación de que había heredado la falta de coordinación de su padre. Había algunas chicas del equipo de gimnasia del instituto ayudando. Las chicas ya eran mayores, probablemente tenían diecisiete o dieciocho años. La que recogió a Cara durante su intento de salto mortal me recordaba a mi hermana. Mi hermana, Camille, murió cuando tenía más o menos la edad de esta chica, y los medios de comunicación nunca me permiten olvidarlo. Pero tal vez eso no sea tan malo.

      Ahora mi hermana se acercaría a los cuarenta, la misma edad que cualquiera de estas madres. Es raro pensar en ella así. Yo siempre recordaré a Camille como una adolescente. Es difícil imaginar qué estaría haciendo ahora, dónde


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