El credo apostólico. Francisco Martínez Fresneda

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El credo apostólico - Francisco Martínez Fresneda


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En el Medio Oriente los dioses tienen la función de responder a la pregunta sobre el origen de la creación y del pueblo. Existe un dios primigenio, o una relación dios-diosa, o un caos desde donde brota todo lo que existe: los dioses intermedios, el cielo y la tierra, etc. Se considera el principio del que arranca todo el movimiento de la vida que se expande por doquier, tanto en sus distintos niveles: otros dioses inferiores, los hombres, los animales, etc., como en las instituciones que configuran una determinada cultura o sociedad: el templo, el estado, el rey, la familia, etc. El himno a Amón o Amón-Rê, dios solar, venerado en Tebas, escrito hacia el 1400 a.C. dice: «Forma única que crea todo cuanto existe./ Uno que permanece uno, aun creando los seres./ Los hombres han salido de tus ojos,/ los dioses han venido a la existencia de tu boca./ Hace la hierba para que viva el ganado/ y los árboles frutales para los humanos./ Hace aquello de lo que viven los peces del río/ y las aves que pueblan el cielo./ [...] Los dioses se inclinan ante tu majestad/ y exaltan el poder que los ha creado,/ exultando al acercarse aquel que los ha engendrado./ Te dicen: “¡Bienvenido en paz!, padre de los padres de todos los dioses,/ que levantas el cielo y rechazas el suelo, / haciendo lo que existe, formando los seres”» (Oraciones del Antiguo Oriente, 66-67).

      Las culturas del Oriente Medio, las más cercanas a Israel, estructuran la vida divina según el ordenamiento de la sociedad: el dios padre y la diosa madre, con su familia, cuyas funciones remedan la de los jefes y potentados de la sociedad. El principio divino, además de sostener y modelar todo el orden cósmico y social, responde al misterio del mal y garantiza el futuro, pues se presenta al final de la vida solucionando el enigma de la muerte. Por eso, el que aparece como inasible e ininteligible para el hombre, se revela, a la vez, como la última instancia que asegura la paz y el orden dentro de la violencia y la inseguridad que entraña la historia humana.

      Esta realidad fontal, que en la mayoría de las culturas se designa como padre y se narra con teogonías o cosmogonías u origen de la comunidad humana en el orden temporal, se propone también como la expresión suprema o más alta de la vida. Por eso, avistada en la perspectiva espacial, reside en el cielo o se coloca en la montaña más alta. Por ejemplo, el dios Baal confía un mensaje a la diosa Anat, dioses de Ugarit: [A la diosa Anat): «Aprisa, corre, apresúrate. Que hacia mí corran tus pasos, que hacia mí tus zancadas se alarguen, porque tengo algo que decirte, una palabra que comunicarte, la palabra del árbol y el cuchicheo de la piedra, el murmullo de los cielos a la tierra, de los abismos a las estrellas. Yo conozco el rayo que los cielos ignoran, una palabra que los hombres no conocen, que las multitudes de la tierra no comprenden. Ven y yo me revelaré en mi montaña, el divino Sapón, en mi santuario, en la montaña de mi patrimonio, en el lugar placentero, en la altura majestuosa» (ib, 62).

      En cierta manera se relaciona con la figura paterna, ya que, con posición tan elevada, controla la historia, actúa como soberano, providente, legislador, juez, y ejerce el poder, la fuerza, el dominio y la propiedad de y sobre todas las cosas. La proyección de la paternidad humana en su triple significado biológico, sapiente y director de los destinos de la familia y la sociedad, se completa con la visión de la paternidad interna de la divinidad. El dios supremo o más alto, además de las actuaciones externas sobre la creación, concibe y gobierna a los otros dioses: «Y todos los hombres dicen que por eso los dioses se gobiernan monárquicamente, porque también ellos al principio, y algunos aún ahora, así se gobernaban; de la misma manera que los hombres los representan a su imagen, así también asemejan a la suya la vida de los dioses» (Aristóteles, Política, I 1252b 7).

      Por consiguiente, las afirmaciones sobre Dios se formulan en un símbolo que es esencial en las experiencias fundamentales de la vida humana, como es la figura paterna. Pero no agota el símbolo toda la realidad que lleva consigo la relación humana con Dios. En las mismas culturas patriarcales se adivina la insuficiencia de esta simbología, pues los «hijos», tanto divinos como humanos, que surgen de los dioses o dios primigenio, muchas veces no reproducen la actividad del padre dentro de la función biológica y social humana. La figura materna, el nacer de órganos del cuerpo distintos de los órganos reproductores, como Dionisos que brota del muslo de Zeus, etc., demuestran que la conducta del hombre con Dios es incapaz de objetivar o describir la amplitud de la experiencia. Así, más allá de este símbolo proyectivo humano de la paternidad aplicada a la divinidad, la presencia divina desborda al hombre, porque su realidad le supera en cualquier ámbito del ser. Dice el Himno a Amón: «El que inauguró la existencia por primera vez,/ Amón que llegó a la existencia al comienzo/ sin que su nacimiento sea conocido./ No hay dios que llegara a la existencia antes que él./ No hubo otro dios con él para expresar sus formas./ No hubo madre que le diera su nombre;/ no hubo padre que lo engendrara/ y que dijera: “Yo soy”. Él es quien ha modelado su propio huevo,/ el poderoso cuyo nacimiento es misterioso,/ que ha creado su perfección;/ el dios divino que ha venido a la existencia por él mismo./ Todos los dioses vinieron a la existencia/ cuando él se dio un comienzo» (Oraciones, 78).

      Así se pasa de la descripción o afirmación de los atributos divinos a la invocación y oración a Dios, bien pública, bien privada y de carácter personal: «¡Gloriosísimo entre los inmortales, multinominado, siempre omnipotente,/ oh Zeus, rector de la naturaleza, que con la ley todo lo gobiernas,/ salve! Pues a todos los mortales les es lícito saludarte. [...] Pero tú, Zeus, dispensador de todos los dones, el de las negras nubes, señor del rayo,/ saca a los hombres de la triste inexperiencia/ y, ahuyentándola del alma, padre, otórgales alcanzar/ la razón en que te fundas para regir todas las cosas con justicia,/ de modo que, así honrados, te tributemos a nuestra vez honores,/ cantando perpetuamente himnos a tus obras, como corresponde/ al mortal, pues no hay mayor ofrenda para los hombres/ o los dioses que celebrar siempre, como es justo, la ley universal» (Los Estoicos antiguos. Cleantes. N. 679).

      La oración evidencia ante todo la influencia histórica de Dios, lo que motiva y causa la apertura del hombre, y le dispone para alabarle, darle gracias y bendecirle por los dones que ofrece para el mantenimiento y desarrollo de la vida, o pedirle perdón por las faltas cometidas, o simplemente para unirse a Él y contemplarle de una forma fragmentaria. Por otro lado, divisar a Dios en el horizonte histórico conlleva solicitar su ayuda en las circunstancias en las que la persona y la sociedad están en peligro. La relación establecida por la oración, tan específica del hombre de todas las culturas, revela parte de la identidad divina y manifiesta su existencia y presencia diferente de las propiedades de Dios con que se le describe en todas las religiones. Con la oración el hombre reconoce a Dios en el núcleo fundamental de su ser personal, y alcanza, aunque sea parcialmente, momentos y espacios de la trascendencia e infinitud divinas. Cuando Dios se muestra como el totalmente «Otro», la oración lo descubre como un «Tú» y entonces posibilita el diálogo, diálogo en el que los hombres lo viven como su origen, sostén y término de su existencia; en definitiva, encuentran el sentido global de la historia, de la cultura y de la individualidad. La relación mutua entre Dios y el hombre origina que, al dirigirse este a Dios y escucharle, Él se deje entrever por encima y más allá de los distintos nombres y atributos que se le atribuyan: «Dejando todas las observancias ordenadas, abandonando todos mis deseos, incluido el de la salvación, ¡oh Señor! tomé refugio bajo tus pies que miden el universo. Tú solo eres mi madre, mi padre, mis allegados, mi maestro, mi fortuna ¡oh Dios de los dioses! ¡Tú eres mi todo!» (J. Martín Velasco, 39).

      No obstante esta trascendencia que se entrevé por medio de la oración, el principio de los dioses y del cosmos o la divinidad misma son proyecciones de las culturas, donde, en su mayoría, al menos las que rodean a Israel, reflejan la relación padre y madre, las relaciones familiares y el principio del poder personal y grupal que fundamenta las instituciones sociales.

      2. El Dios de Israel

      2.1. El Dios de la Alianza

      Israel no es ajeno a las experiencias religiosas de su entorno. De hecho, la figura paterna de Dios, la más socorrida para designar a la divinidad, se usa en los atributos y acciones aplicadas a Dios y se contiene en las oraciones que formulan los sentimientos de la religiosidad judía. Además existen huellas de un politeísmo preexílico, en el que el Señor es el padre de los dioses (cf Dt 32,8-9), o rey de los dioses (cf Sal 103,9), y el que nombra hijo al rey de Israel, aunque se subraye que esta relación paterna entre Dios y el rey es de adopción, como en Ugarit, y no de naturaleza, como en


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