El credo apostólico. Francisco Martínez Fresneda

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El credo apostólico - Francisco Martínez Fresneda


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como tal, llegando con el tiempo a ser un atributo suyo. Pero esta progresión en la religiosidad judía se manifiesta siempre en un contexto histórico y en medio de una relación permanente, con los altibajos que la historia muestra. No es el Señor quien engendra a Israel, sino el que lo elige y, en cuanto tal, lo sitúa en la historia con una identidad propia como Pueblo de Dios en medio de otros pueblos, y le hace caminar hacia la conquista de una promesa que está en la raíz misma de la elección. Dios está en el origen del pueblo, pero de una forma diferente de como la relación entre un hombre y una mujer está en el origen de una criatura.

      En la montaña del Horeb, Dios se revela a Moisés como «Dios de los padres» (Éx 3,13.15-16). Es el Dios de Abrahán, que le guía, protege, encamina a una nueva tierra, promete una descendencia, y al que el patriarca cree, obedece y adora como su Dios universal, creador de todo cuanto existe (cf Gén 14,18-22). Dios se constituye como Padre de Israel, porque lo engendra con la liberación de la esclavitud y con la elección: «Yo soy el Señor [...]. Os adoptaré como pueblo mío y seré vuestro Dios; para que sepáis que soy el Señor, vuestro Dios, el que os quita de encima las cargas de los egipcios, os llevaré a la tierra que prometí con juramento a Abrahán...» (Éx 6,6-8). Por eso el Señor dice a Moisés que le comunique al Faraón: «Israel es mi hijo primogénito» (4,22-23). Después les dará la ley de la alianza, por la que se canalizará la paternidad divina y la filiación de Israel (cf Dt 32,6).

      Estas relaciones paterno-filiales sufren muchos altibajos. Israel se descuida de sus obligaciones de hijo adorando a otros dioses. Y Dios, en este caso con rasgos maternales, intenta atraerlo de nuevo a su regazo: «Cuando Israel era niño, lo amé, y desde Egipto llamé a mi hijo [...]. Yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis brazos, y ellos sin darse cuenta de que yo los cuidaba. Con correas de amor los atraía, con cuerdas de cariño. Fui para ellos como quien alza una criatura a las mejillas; me inclinaba y les daba de comer» (Os 11,1-4). Al irse el pueblo tras los dioses extraños, brota en Dios la cólera que le tienta a destruirlo, porque se le ha confiado y revelado de una manera especial, porque «vuestra lealtad es nube mañanera, rocío que se evapora al alba» (Os 6,4). Más tarde, cuando Israel sufre el exilio en Babilonia, Dios responde a las quejas de la experiencia de abandono con amor de madre: «¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49,15; cf Is 54,7-8).

      En las situaciones de infidelidad no es extraño tampoco que se empleen las fórmulas paternas de corrección y castigo ante el mal realizado, o de ejercer la autoridad y exigir la obediencia, que se usan en los ámbitos familiares, muy típicas de la tradición sapiencial. Por eso amonesta al pueblo para su propio bien: «Porque al que ama lo reprende el Señor, como un padre al hijo querido» (Prov 3,12). Y también Dios reclama la obediencia y respeto debido a los padres, tanto más cuanto Él los supera a todos (cf Mal 1,6). La finalidad es invitar a Israel a la conversión (cf Jer 31,18-19) para que reciba el perdón que le conduzca a la restauración de la alianza. Dios se relaciona con bondad, característica de todo buen padre: «Como un padre se enternece con sus hijos, así se enternece el Señor con sus fieles» (Sal 103,13; cf 31,9.20). O se da a conocer con ternura, como una madre a la que se le destroza el corazón y se le conmueven las entrañas (cf Os 11,8), sentimientos que exteriorizan el hondón de una persona, es decir, la interioridad llena de conocimiento, compasión y amor.

      Por consiguiente, Dios es Padre con entrañas de Madre, no sólo de Israel, contemplado como una colectividad humana, sino también de ciertas personas que tienen una situación especial dentro de las instituciones del pueblo, o porque se ubican en el corazón de Dios. Así el rey se concibe con una dimensión sagrada que le entronca de una forma especial con Dios. Si Dios es Padre para todo el pueblo, también lo es del rey. Por eso es el elegido de Dios e hijo predilecto suyo: «Voy a recitar el decreto del Señor. Me ha dicho: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”» (Sal 2,7). Una de las funciones fundamentales del rey es la defensa de los marginados (cf Sal 72,1-2.4), los predilectos de Dios. Y Dios, como Padre, muchas veces es el que directamente los defiende y protege, obligando a tener esta actitud a los demás hijos: «Padre de huérfanos, protector de viudas es Dios en su santa morada» (Sal 68,6).

      Estos rasgos antropomórficos de Dios, a los que se pueden unir otros, como Pastor, Rey, etc., transmiten la experiencia originaria de Israel, en la que Él, sin duda trascendente, se revela como Persona porque habla, y habla para hacerse conocer con un nombre, para elegir, para salvar y para dar sentido a un pueblo en la historia, al que espera al final para revelarse del todo y revelarle la verdadera vida. Pero también Dios dialoga, es decir, necesita la respuesta libre de los hombres que le acojan y respondan a su plan de salvación. La experiencia de Israel sobre Dios, que sufre avances y retrocesos, pero siempre dentro del marco de su alianza, es decir, de la fidelidad de Dios y respuesta fiel del pueblo, va progresivamente decantándose hacia un monoteísmo: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es solamente uno» (Dt 6,4; cf 11,13-21). La unicidad de Dios obliga a excluir cualquier referencia politeísta. Se ladean los símbolos, las imágenes, las metáforas o los atributos que pongan en peligro la identidad divina: «Así dice el Señor, Rey de Israel, su redentor, el Señor de los ejércitos: Yo soy el primero y yo soy el último; fuera de mí no hay Dios» (Is 44,6). Israel entonces vive la trascendencia y unicidad de Dios como la de su Señor todopoderoso, ante el cual es preferible el silencio, la adoración y la obediencia por medio de la ley, en la que se especifica con claridad su voluntad. Y en el culto en el templo de Jerusalén se le alaba, se le da gracias, se le pide que remedie las necesidades y se le sacrifican aves y animales.

      2.3. El Dios de Israel como centro de la vida y de la fe de Jesús

      Jesús no es ajeno a la piedad popular de su pueblo. Enraizado en la tradición judía, Dios es todo para él. Se le nota por doquier en la predicación del Reino. El rígido monoteísmo y la trascendencia de la experiencia divina del judaísmo contemporáneo exigen a Jesús una forma indirecta de nombrar a Dios. El respeto y la distancia hacen que se evite pronunciar su nombre. Jesús participa de esta costumbre popular (poder, Mc 14,62; rey, Mt 5,35; altísimo, Lc 6,35), pero no es el modo habitual de relacionarse con Él. Gusta de dirigirse a Dios de una forma directa. Bastantes veces pronuncia «Dios» (cf Mc 2,26; etc.), «Señor» (cf Mc 5,19; etc.) y «Padre» (cf Mc 14,36; etc).

      Jesús habla de Dios como el Otro distinto al hombre. Enseña la rígida separación entre Dios y las criaturas por los atributos de poder, ciencia y bondad que se le otorgan. Dios posee un poder muy superior al hombre. Se demuestra en la controversia que Jesús entabla con los saduceos sobre la resurrección de los muertos. Estos defienden la tradición de que no existe otra vida fuera del tiempo presente en contra de los fariseos que afirman el más allá. Jesús apoya la resurrección invocando el poder y la fidelidad de Dios: «Andáis descaminados, porque no entendéis la Escritura ni el poder de Dios [...]. Y a propósito de que los muertos resucitarán, ¿no habéis leído en el libro de Moisés el episodio de la zarza? [...]. No es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,24-27).

      Además del poder o de la majestad (cf Mc 14,62), se separa Dios de los hombres por la ciencia y el conocimiento. Está el testimonio sobre el fin de la historia: «En cuanto al día y a la hora, no los conoce nadie, ni los ángeles en el cielo, ni el hijo; sólo los conoce el Padre» (Mc 13,32); o Dios sabe todo lo que necesita el hombre antes que este se lo pida (cf Mt 6,7-8). Por consiguiente, se deben olvidar las preocupaciones por el mantenimiento diario de los discípulos que lo han abandonado todo para unirse a Jesús en su ministerio, porque Dios sabe lo que cada uno precisa para vivir (cf Lc 22,22-31). Así es inútil intentar engañar a Dios: «Vosotros [fariseos] pasáis por justos ante los hombres, pero Dios os conoce por dentro» (Lc 14,15; cf Prov 24,12).

      Por último, la bondad de Dios. En el diálogo que sostienen Jesús y el joven rico, este lo saluda reconociendo la bondad que respiran sus obras. Sin embargo, Jesús le dice que «bueno» sólo es Dios (cf Mc 10,18par). Y lo ha demostrado por el cuidado que ha tenido con Israel liberándolo de Egipto, dándole una tierra, salvándolo de los enemigos. Israel se lo reconoce y lo alaba: «Alabad al Señor, porque es bueno» (cf 1Crón 16,34). La alteridad respecto al hombre que entraña la bondad divina se ratifica cuando, en otro pasaje, sitúa lo «malo» en el hombre a pesar de las obras buenas que se inscriben


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