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Me resulta personalmente muy emocionante, cada primavera, cuando en Japón se sale tradicionalmente a la calle para celebrar la fiesta de la contemplación de los cerezos en flor. No es que la cultura japonesa me resulte en absoluto familiar, todo lo contrario1. Sin embargo, la exaltación anual del blanco rosáceo en la Isla del Sol Naciente me recuerda a Aristóteles, el filósofo que sostenía que la perfección es posible, e incluso bastante frecuente, entre las cosas enormemente diversas de la Tierra. Lo que no dijo, o al menos no explícitamente, es que tal vez la tarea del ser humano sobre este extraño y abigarrado planeta –y tal vez más allá– consista precisamente en procurar llevar todas las realidades que le rodean a su floración, a su máximo esplendor. Como si todo ente fuera un sakura, un cerezo, a lo que los humanos en conjunto podríamos dedicarnos sería a despejar los obstáculos que se interponen para que se haga posible su culminación, y luego contemplar satisfechos y serenos nuestra obra, comiéndonos tal vez una bola de arroz. A esa contemplación, que nace del trabajo bien hecho, del pulimento de la faz de cada objeto, incluido cada hombre particular, es a lo que los japoneses denominan en primavera hanami respecto de las flores. Bien podría ser ese el sentido de la presencia del agente humano en el Universo: desbrozar, quitar las malas hierbas, podar, hacer espacio, dejar crecer la realidad inmúmera y realizar un hanami periódico, indefinidamente, sin un principio absoluto ni una caída del telón completa, tan sólo para que cada sakura por separado y en su totalidad se presenten ante él en su estado más óptimo.
No obstante, últimamente la especie humana tiene una imagen muy negativa de sí misma, prácticamente la opuesta. Andamos como sin ánimo y casi asumiríamos con resignación la teoría del malo de Matrix, el Agente Smith, cuando postula que quizá el hombre no sea sino el virus de la Tierra, el modo como el planeta ha proyectado destruirse a sí mismo. Y, claro, no tenemos manera alguna averiguar si es así o no. Los dos puntos de vista, tanto el de la criatura humana como homo faber, es decir, como ese ser que sabe o podría saber cómo plenificar el ser que le rodea y sustenta, como ese otro que ve en nosotros a culpables pecadores, en tanto homo destructor que han nacido para conducir al mundo en un viaje hacia el fin de la noche, son enfoques hipotéticos, entre los cuales jamás podremos decantarnos teóricamente – serían, pues, antinomias, en el lenguaje de Kant. Teóricamente no, pero en la práctica sí, y aquí está la gracia del asunto. En realidad, basta con actuar bajo la premisa de que el mundo a menudo imperfecto y accidentado necesita de nosotros para mejorar y ya estaríamos haciendo esa premisa realidad en el mismo acto de apostar por ella. Igualmente, si nuestro comportamiento se rige bajo la conjetura del Agente Smith, entonces se hará terriblemente cierta, puesto que actuaremos como la carcoma de la Tierra, seremos los exterminadores ontológicos, pero a sabiendas de que esto tendrá lugar porque lo hemos querido así, no porque nuestra presunta naturaleza intrínseca nos haya obligado a ello.
Algunas fuentes indican también que Aristóteles, el cual, desde luego, nunca estuvo ni presintió siquiera la existencia de Japón, se despedía de sus amigos con la expresión “cuida del mundo”. No “cuídate”, sino “cuida del mundo”, y, dentro de él, por supuesto, también a tí mismo. Aristóteles, además, nunca limitó su consideración del valor de lo existente exclusivamente a los humanos, como hacemos hoy en los inicios del s. XXI, ni siquiera únicamente a los organismos vivos, agrandando el círculo, a la manera del movimiento ecologista. Para él, todo era susceptible de perfección. Si hurgas en un viejo caserón y encuentra un cuchillo viejo y mellado, puedes llevar a cabo con él dos líneas de conducta posibles: o bien lo dejas como está, pero exponiéndolo