100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

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100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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si me agradecieron la comida y las ropas que les di: hasta ese punto el sufrimiento debilita incluso las emociones más primitivas de los hombres.

      En aquel retiro, dediqué las mañanas al trabajo, pero por la tarde, cuando el tiempo me lo permitía, paseaba por la playa pedregosa junto al mar, para contemplar las olas que rugían y rompían a mis pies. Era un paisaje monótono y, sin embargo, siempre cambiante. Pensé en Suiza; era tan distinta a aquel desolado y aterrador lugar. Sus colinas están cubiertas de viñedos y sus granjas salpican aquí y allá los valles. Sus preciosos lagos reflejan un cielo azul y delicado; y cuando los vientos azotan sus tierras, no parece más que el juego de un niño travieso en comparación con los aterradores bramidos del inmenso océano.

      De aquel modo distribuía mi tiempo cuando llegué; pero a medida que avanzaba en mi trabajo, este se me hizo cada día más horrible y más detestable. A veces ni siquiera tenía valor para entrar en el laboratorio durante varios días, y en otras ocasiones permanecía allí encerrado día y noche con la única idea de terminarlo de una vez. Verdaderamente, estaba inmerso en una tarea asquerosa. Durante mi primer experimento, una especie de frenesí de entusiasmo me había cegado ante el horror del trabajo que estaba llevando a cabo; mi mente estaba absorta en los resultados de mi labor y mis ojos permanecían cerrados ante lo horroroso de mi proceder. Pero ahora lo estaba haciendo a sangre fría, y mi corazón a menudo enfermaba ante lo que estaban haciendo mis manos.

      En aquella situación, entregado al trabajo más detestable, en una soledad donde nada podía reclamar mi atención, aparte de lo que me traía entre manos, mis nervios comenzaron a resentirse. Siempre estaba inquieto y atemorizado. A cada paso temía encontrarme con aquel ser que me acosaba. Algunas veces me quedaba quieto con los ojos clavados en el suelo, temiendo levantarlos, no fuera a encontrarme con aquello que tanto me aterrorizaba tener que ver. Temía alejarme de mis semejantes, no fuera a ser que cuando estuviera solo, viniera a exigirme a su compañera. Mientras tanto, seguía trabajando, y mi trabajo ya estaba considerablemente adelantado. Observaba con placer la idea de darlo por terminado, sin embargo, la liberación de aquella maldición que estaba sufriendo era una alegría en la que nunca me atreví a confiar del todo.

      Una tarde estaba sentado en mi taller; el sol ya se había puesto y la luna estaba saliendo en ese momento tras el mar. No tenía luz suficiente para trabajar, y me senté allí sin hacer nada, preguntándome si debería dejar la tarea por aquella noche o apresurarme a terminarlo sin cejar en ello ni un instante. Mientras permanecía allí, la concatenación de ideas me condujo a considerar las consecuencias de lo que estaba haciendo. Tres años antes, me había enfrascado del mismo modo y había creado un monstruo cuya violencia inconcebible había destruido mi corazón y lo había anegado para siempre con los remordimientos más amargos. Y ahora estaba a punto de crear otro ser cuyo carácter también desconocía por completo. Aquella cosa podría ser diez mil veces más perversa y malvada que su compañero y podría deleitarse en el asesinato y en la villanía. Él me había jurado que se apartaría de los hombres y que se ocultaría en los desiertos, pero ella no; y ella, que se convertiría probablemente en un animal pensante y racional, podría negarse a cumplir un pacto acordado antes de su creación. Puede que incluso se odiaran. La criatura que ya vivía aborrecía su propia deformidad, ¿acaso no experimentaría un aborrecimiento aún mayor cuando la viera reflejada ante sus ojos en forma de una hembra? También puede que ella le volviera la espalda ante la belleza superior del hombre. Puede que se apartara de él, y así volvería a estar solo, y enloquecería ante la nueva provocación de verse despreciado por uno de su propia especie.

      Aunque ellos abandonaran realmente Europa y fueran a vivir a los desiertos del nuevo mundo, tendrían la intención de engendrar hijos y así se propagaría sobre la tierra una raza de demonios cuya figura y mente sumiría al hombre en el terror. ¿Es que tenía yo algún derecho, solo por mi propio beneficio, a infligir esta maldición a las generaciones futuras? Me había dejado convencer por los sofismas del ser que había creado; me había dejado convencer por sus diabólicas amenazas; y ahora, por vez primera, el horror de mi promesa se presentó claramente ante mí. Me recorrió un escalofrío al pensar que los siglos futuros me maldecirían como si fuera la peste, y dirían que, por egoísmo, no había dudado en comprar mi propia tranquilidad a un precio que tal vez ponía en peligro la pervivencia de la especie humana. Temblé, y se me paralizó el corazón cuando levanté la mirada y vi al demonio junto a la ventana, iluminado por la luz de la luna. Una mueca fantasmal le retorcía los labios mientras miraba hacia donde yo me encontraba. Sí, me había seguido en mis viajes; se había detenido en los bosques, se había escondido en las cuevas o se había refugiado en los vastos páramos desiertos; y ahora venía a ver mis adelantos y exigía el cumplimiento de mi promesa. Cuando lo miré, su rostro pareció expresar la más inconcebible maldad y traición. Pensé con una sensación de locura en mi promesa de crear otro ser como él y, temblando de ira, hice pedazos la cosa en la que estaba trabajando. El monstruo me vio destruir la criatura en la cual había fundado la felicidad de su futura existencia y, con un alarido de diabólica desesperación y venganza, se alejó.

      Salí de la habitación y, cerrando la puerta, me juré de todo corazón no volver jamás a emprender aquellos trabajos; y luego, con pasos temblorosos, busqué mi alcoba. Estaba solo. No había nadie cerca de mí para disipar la tristeza y consolarme ante aquellas terribles pesadillas. Transcurrieron varias horas, y permanecí junto a la ventana observando el mar. Casi estaba inmóvil, porque los vientos guardaban silencio, y toda la naturaleza descansaba bajo la mirada de la luna callada. Solo algunos barcos de pesca moteaban el agua, y aquí y allá una dulce brisa traía los ecos de las voces cuando los pescadores se llamaban unos a otros. Sentía el silencio, aunque apenas era consciente de su asombrosa profundidad, hasta que de repente llegó a mis oídos el chapoteo de unos remos cerca de la orilla, y una persona saltó a tierra cerca de mi casa. Pocos minutos después oí el chirrido de mi puerta, como si alguien estuviera intentando abrirla muy despacio. Estaba temblando de la cabeza a los pies. Tuve el presentimiento de quién podía ser y pensé en avisar a alguno de los campesinos que vivían en una casa no muy lejos de la mía. Pero me encontraba aturdido por esa sensación de impotencia que tan a menudo se vive en las pesadillas, cuando uno trata en vano de huir de un peligro inminente y le resulta imposible moverse. Entonces oí el sonido de unas pisadas en el pasillo, la puerta se abrió y el engendro al que tanto temía apareció. Cerrando la puerta, se aproximó a mí y dijo con una voz ahogada:

      —Has destruido la obra que comenzaste… ¿qué es lo que pretendes? ¿Te atreves a romper tu promesa? He soportado calamidades y miserias. Abandoné Suiza detrás de ti; me arrastré a lo largo de las orillas del Rin, entre sus pequeños islotes y por las cumbres de sus colinas. He vivido durante muchos meses en los páramos de Inglaterra y en los solitarios bosques de Escocia. He soportado un cansancio que no puedes imaginar, y frío y hambre. ¿Y te atreves a destruir mis esperanzas?

      —¡Apártate de mí! —contesté—. ¡Rompo mi promesa! ¡Nunca crearé otro ser como tú, igual de deforme e igual de criminal!

      —Esclavo… —dijo el engendro—, ya intenté razonar contigo una vez, pero has demostrado ser indigno de mi condescendencia. Recuerda que yo tengo el poder; tú crees que eres miserable, pero yo puedo hacerte tan desgraciado que incluso la luz del día podría resultarte odiosa. Tú eres mi creador, pero yo soy tu dueño: ¡obedéceme!

      —Monstruo… —dije—, la hora de mi debilidad ha pasado, y el tiempo de tu poder ha concluido. Tus amenazas no pueden obligarme a cometer un acto de maldad, sino que me confirman en la decisión de no crear para ti una compañera en el crimen. ¿O es que debo, a sangre fría, arrojar al mundo otro demonio cuyo único placer consiste en sembrar muerte y destrucción? ¡Vete! ¡No cambiaré de opinión, y tus palabras solo conseguirán aumentar mi furia!

      El monstruo vio la determinación en mi rostro e hizo rechinar los dientes en la impotencia de su ira.

      —Cada hombre tiene su mujer, y cada animal tiene una compañera… ¿y yo tendré que estar solo? —gritó—. Tenía sentimientos de cariño, y todo lo que me devolvieron fue desprecio. Hombre: tú puedes odiarme, ¡pero ten cuidado! Tus horas transcurrirán entre el terror y el dolor, y muy pronto caerá sobre ti el rayo que te arrebatará la felicidad para siempre. ¿O es que piensas que vas a ser feliz


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