100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

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100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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yacía el cadáver y me condujeron hasta el ataúd. ¿Cómo describir lo que sentí…? Aún me siento morir de horror, y no puedo siquiera pensar en aquel terrible momento sin sentir escalofríos y una horrible angustia que solo ligeramente me recuerda los espantosos tormentos que sufrí cuando lo reconocí. El juicio, la presencia del magistrado y los testigos pasaron como un sueño por mi mente cuando vi el cuerpo sin vida de Henry Clerval tendido ante mí. Jadeé buscando aire; y, arrojándome sobre el cuerpo, exclamé:

      —Mi querido Henry… ¿también a ti te han arrebatado la vida mis criminales maquinaciones? Ya he matado a dos personas; otras víctimas esperan su turno. Pero tú… Clerval, mi amigo, mi buen amigo…

      Mi cuerpo no pudo soportar durante más tiempo el agónico sufrimiento que estaba soportando y me sacaron de la sala entre horribles convulsiones.

      La fiebre vino después. Durante dos meses estuve al borde de la muerte. Mis delirios, como supe después, eran espantosos. Me acusaba a mí mismo de ser el asesino de William, de Justine y de Clerval. A veces les pedía a mis cuidadores que me ayudaran a destruir al ser diabólico que me atormentaba; y, en otras ocasiones, sentía cómo los dedos del monstruo se aferraban a mi garganta y daba alaridos de angustia y terror. Afortunadamente, como yo hablaba en mi lengua natal, solo el señor Kirwin pudo entenderme. Pero mis gestos y mis alaridos de amargura fueron suficientes para aterrorizar a los otros testigos.

      ¿Por qué no cedí a la muerte entonces? Era más desgraciado que ningún hombre lo fue jamás; entonces, ¿por qué no me hundí en el silencio y en el olvido? La muerte arrebata a muchos niños en la flor de la vida, las únicas esperanzas de sus padres, que los adoran. ¡Cuántas novias y jóvenes amantes han estado un día rebosantes de salud y esperanza y al siguiente eran ya víctimas de los gusanos y de la putrefacción de la tumba! ¿De qué materia estaba hecho yo para que pudiera resistir de aquel modo los golpes que, como el constante girar de una rueda, continuamente renovaban mi tortura?

      Pero yo estaba condenado a vivir y dos meses después me encontré como si estuviera despertando de un sueño, en una prisión, tendido en un camastro miserable y rodeado de rejas, candados, cerrojos, y todo el desdichado aparato de una mazmorra. Fue una mañana, lo recuerdo, cuando me desperté en aquel estado. Había olvidado los detalles de lo que había ocurrido y solo me sentía como si una gran desgracia se hubiera abatido sobre mí. Pero cuando miré a mi alrededor y vi las ventanas enrejadas y la estrechez de la celda donde me encontraba, todo lo sucedido cruzó mi memoria y lloré amargamente. Aquellos gemidos despertaron a una vieja que estaba durmiendo en una silla, a mi lado. Era una cuidadora a sueldo, la mujer de uno de los carceleros, y su aspecto reflejaba todas esas malas cualidades que a menudo caracterizan a esa clase de personas. Su rostro era duro e implacable, como el de las personas acostumbradas a contemplar el dolor sin mostrar comprensión ninguna. Su voz expresaba una absoluta indiferencia. Se dirigió a mí en inglés, y en sus palabras pude reconocer la voz que había oído durante mi enfermedad.

      —¿Ya está mejor, señor? —dijo.

      Contesté en el mismo idioma, con una voz débil.

      —Creo que sí; pero si todo esto es verdad, si no estoy en realidad soñando, lamento estar aún vivo para seguir sintiendo este sufrimiento y este horror.

      —Si es por eso —replicó la vieja—, si lo dice usted por el caballero que mató, creo que sería mejor que estuviera usted muerto, porque me parece a mí que lo va a pasar muy mal. Lo van a colgar a usted cuando se celebren las próximas sesiones judiciales en el pueblo; de todos modos, no es asunto mío. Me han dicho que lo cuide y ya está usted bien. Cumplo con mi deber y tengo la conciencia tranquila; mejor nos iría si todo el mundo hiciera lo mismo.

      Le di la espalda con repugnancia a aquella mujer que podía hablarle de aquel modo absolutamente insensible a una persona que se acababa de salvar, habiendo estado al filo de la muerte; pero me sentí débil e incapaz de pensar en todo lo que había acontecido. Todas las escenas de mi vida aparecían como en un sueño. A veces dudaba y pensaba que tal vez todo aquello no era verdad, porque los hechos nunca adquirían en mi mente toda la fuerza de la realidad.

      A medida que las imágenes que flotaban ante mí se fueron haciendo más nítidas, me subió la fiebre; la oscuridad se ciñó en torno a mí; no tenía a nadie cerca para consolarme con la voz amable del cariño; ninguna mano querida me confortaba. Vino el médico y me prescribió algunas medicinas, y la vieja me las preparó; pero se dejaba ver perfectamente una absoluta indiferencia en el primero, y una mueca de crueldad parecía firmemente impresa en el gesto de la segunda. ¿Quién podría estar interesado en el destino de un asesino, sino el verdugo que se iba a ganar el sueldo?

      Aquellos fueron mis primeros pensamientos, pero pronto supe que el señor Kirwin me había dispensado una gran amabilidad. Había ordenado que prepararan para mí la mejor celda de la prisión (en efecto, era miserable, pero era la mejor), y había sido él quien había procurado el médico y las personas que me atendieron. Es verdad que apenas vino a verme, porque, aunque deseaba ardientemente aliviar los sufrimientos de cualquier ser humano, no deseaba presenciar las agonías y los espantosos delirios de un asesino. Así pues, vino algunas veces para comprobar que no estaba desatendido, pero sus visitas fueron cortas y muy de vez en cuando.

      Un día, cuando ya me iba restableciendo poco a poco, me sentaron en una silla, con los ojos medio abiertos y con las mejillas lívidas como las de un muerto. Me encontraba abrumado por la tristeza y el dolor, y a menudo pensaba si no debía buscar la muerte en vez de esperar allí, miserablemente encerrado, solo a que me soltaran en un mundo atestado de desgracias. En alguna ocasión consideré si no debería declararme culpable y sufrir el castigo de la ley, el cual, arrebatándome la vida, me proporcionaría el único consuelo que era capaz de admitir. Tales eran mis pensamientos, cuando se abrió la puerta de la celda y entró el señor Kirwin. Su rostro dejaba entrever comprensión y amabilidad: acercó una silla a la mía y se dirigió a mí en francés.

      —Me temo que este lugar no le hace mucho bien. ¿Puedo hacer algo para que se encuentre mejor?

      —Gracias —contesté—, pero ya nada importa; no hay nada en el mundo que pueda conseguir que me encuentre mejor.

      —Ya sé que la comprensión de un extraño no es de mucha ayuda para una persona como usted, abatido por una tragedia tan extraña… Pero espero que pronto abandone este desgraciado lugar… porque, sin duda, se podrán encontrar fácilmente pruebas que permitan liberarlo de los cargos criminales que se le imputan…

      —Eso es lo último que me preocupa… Debido a una sucesión de extraños acontecimientos, me he convertido en el más desgraciado de los mortales. Perseguido y atormentado como estoy, y como he estado… ¿puede la muerte hacerme algún daño?

      —En efecto, nada puede ser más desagradable y triste que las extrañas circunstancias que han ocurrido últimamente. Por alguna sorprendente casualidad, usted fue arrojado a nuestras playas, bien conocidas por su hospitalidad. Fue apresado inmediatamente y acusado de asesinato, y lo primero que se le presentó a sus ojos fue el cuerpo de su amigo asesinado de ese modo atroz, y que algún malvado colocó, como si dijéramos… en su camino.

      Mientras el señor Kirwin decía esto, a pesar de la agitación que sufría con el relato de mis sufrimientos, también me sorprendió considerablemente el conocimiento que parecía tener respecto a mí. Imagino que mi rostro no dejó de mostrar cierto asombro, porque el señor Kirwin se apresuró a decir:

      —No fue hasta un día o dos después de su enfermedad cuando pensé que debía examinar sus ropas, para descubrir alguna pista que me permitiera enviar a sus familiares una nota en la que explicara su desgracia y su enfermedad. Encontré varias cartas, entre otras, una que, por su encabezamiento, enseguida comprendí que sería de su padre. Inmediatamente le escribí a Ginebra. Han pasado casi dos meses desde que envié la carta. Pero… está usted enfermo… está usted temblando… Parece usted indispuesto para tolerar cualquier emoción…

      —No saber lo que ha ocurrido es mil veces peor que el acontecimiento más horrible. Dígame qué nueva escena de muerte ha tenido lugar y a qué muerto debo llorar.

      —Su familia


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