Gente que cuenta. Anatxu Zabalbeascoa

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Gente que cuenta - Anatxu Zabalbeascoa


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que ser honesta y decir que no estaba en mi radar. Pero la leeré.

      ¿Siempre se ha sentido libre?

      Sí. En la pandemia lo he pensado: no he dejado de sentirme libre a pesar de estar encerrada. Creo que es un privilegio, una conquista mental que uno logra cuando dedica su vida a no molestar y a hacer algo que le permite crecer como persona.

      ¿Dónde deja su enfado?

      En el escenario, cuando doy la patada. No soy vengativa. Me he equivocado y me han perdonado. Trato de hacer lo mismo. No pido perdón por ser como soy y cuando me enfado con Trump o con dictadores de otros países, salgo la calle y protesto.

      Patti Smith, tocarse a través del teléfono

      El coronavirus ha cambiado muchas cosas en nuestra profesión. El Libro de estilo de El País prohibía hacer las entrevistas, no declaraciones, por teléfono. Durante los sucesivos confinamientos, he preguntado por Zoom y por Skype, siempre lo advierto a los lectores, pero Patti Smith no quería ordenadores y solicitó hablar por teléfono. Yo pedí también una hora —dos asusta y si has conseguido interesar al que habla, nadie suele querer que termines tajantemente pasada esa hora—. La cuestión es que llamé, descolgó y comenzó a toser. Le ofrecí llamarla más tarde. «¿Haría eso por mí?».

      Me envió un SMS pidiendo, por favor, que le diera cuarenta y cinco minutos. Así lo hice. Cuando descolgó de nuevo, me lo agradeció. Me pidió que no mencionara, en la entrevista, el ataque de tos, «están ahora obsesionados con los que tosen y no quiero que empiecen a darme la lata». Luego comenzamos a hablar. Cuando la conversación tocó hueso —la puso en alerta, la incomodó… no sabría cómo describir ese momento que tú buscas y ellos pueden temer y que cambia el desarrollo del diálogo. Sin saber bien cómo describirlo, sé, sin ningún género de dudas, que debe ser tratado con delicadeza: va a cambiar el cariz de la entrevista. Con cuidado y suerte, para bien. Con torpeza, para mal—, el caso es que en ese momento peliagudo ella recordó la tos. «Usted ha demostrado más humanidad que olfato periodístico. Ha respetado mi tos. No es que le esté agradecida, es que creo en su palabra», me espetó.

      Que alguien crea en ti y te lo diga así te ayuda a creer a ti misma. Y eso pasó. Nunca había entrevistado sin ver al entrevistado. Smith es un ser tan humano que la sentí tan cerca como si la estuviera viendo. Espero que eso lo revele la entrevista.

      

      Delphine de Vigan

       «Lo más difícil de remontar es la falta de amor».

      Delphine de Vigan, cincuenta y cuatro años, escribió su primer libro, Días sin hambre, con el seudónimo Lou Delvig. Relató el infierno y la resurrección de su anorexia. Explicaba cómo no comer le había hecho soportables dolores mayores cuando tenía diecinueve años. Una década y un puñado de novelas después, en 2011, vendió casi un millón de ejemplares narrando el suicidio y la locura de su madre en Nada se opone a la noche. Su siguiente trabajo, Basado en hechos reales, fue llevado al cine por Roman Polanski. En sus relatos, traducidos a más de veinte idiomas, ha abordado problemas actuales como el acoso, la construcción de la memoria o el alcoholismo en los niños desde un hilo común que denuncia la incomunicación entre parejas, familias y amigos.

      En Montparnasse, De Vigan vive con su hijo de veintiún años, que llega en medio de la charla, y con su pareja, el periodista François Busnel, conocido por el programa de libros La Grande Librairie. Cuando prepara un libro, se encierra en su piso, en la novena planta de un edificio de los años sesenta. De modo que para cuando estalle la covid-19 la escritora llevará ya un par de meses enclaustrada. Tiene suerte, en su ático no son los libros, sino la luz la que lo invade todo. La cocina está abierta al comedor y al salón y ambos tienen vistas sobre las azoteas y los bloques del sur de París. Ofrece un té y prepara otro para ella.

      ¿Cómo nos marca la infancia?

      De adultos seguimos arrastrando su huella. Hay algo que se queda. Cuando fui madre, imaginé que convertirse en adulto sería desembarazarse de esas huellas. Pero he comprendido que los dolores que no se atienden, no cicatrizan.

      ¿Le ha marcado como madre ser consciente del peso de la infancia?

      Mi hija de veinticuatro años estudia Medicina y el chico de veintiuno, Filosofía. Están aprendiendo a ser autónomos, una fase clave de la vida, y a veces ella me pregunta por el tipo de niña que fue. Trata de entender los problemas con los que se encuentra o, al contrario, de encontrar apoyo para confrontarlos.

      ¿Qué es ser una buena madre?

      No sé si existe. Es muy difícil ser padre. Ninguno es perfecto por suerte: debe ser angustioso tener padres perfectos… Lo que transmitimos a nuestros hijos es nuestra manera de asumir nuestros propios fracasos. Para mí ha sido muy importante ser una madre benévola. Buena, no sé, pero al menos amorosa. Creo que la herida mayor de una infancia es no haber sido amado. Lo más difícil es sobreponerse a la falta de amor.

      ¿Fue su caso?

      No. A veces me quisieron torpemente, brutalmente, pero, pese a todo, recibí amor. Evidentemente, con mis hijos he tratado de no reproducir lo que me ha hecho sufrir.

      ¿Reparamos las cosas cuando aprendemos a contarlas?

      Sin duda. Creo en el poder de la palabra. Poder decir o escribir las cosas ayuda.

      ¿Habla de hacer público el dolor?

      No necesariamente. Podemos necesitar poner en palabras lo vivido para comprenderlo. A mí me ocurrió. Escribí Días sin hambre y Nada se opone a la noche por mí. La palabra es terapéutica en sí misma, pero publicar un libro sobre algo personal tiene sentido cuando esa historia propia puede tener un carácter universal y entrar en resonancia con las de otras personas. Para mí eso es lo que podría explicar el éxito de mis novelas más personales: son como un espejo.

      Usted tuvo una infancia difícil…

      Fue complicada. Pero al final, cuando lo vuelvo a mirar todo, a pesar de que hubiera cosas trágicas, pienso que la falta de amor de la que hablábamos es lo peor. Tengo amigos que se han sentido rechazados por sus padres. Esa herida es profunda. Es cierto que mi infancia no fue sencilla…

      ¿Cuáles eran las complicaciones?

      Bueno… ¿cómo decirlo ? Creo que lo más complicado fue tener que afrontar muy joven el sufrimiento de mis padres. Del sufrimiento de mi padre apenas he hablado. Pero tal y como lo entiendo ahora, creo que la enfermedad de mi padre fue más importante en mi construcción personal que la de mi madre. Esto es algo que no puedo decir aquí porque él está todavía vivo y no querría removerlo. Mi padre fue muy destructivo con sus hijos.

      ¿Habla con él?

      Hace años que no. Era muy violento. Hoy identifico esa violencia con un gran sufrimiento suyo. Pero haberme tenido que enfrentar a eso siendo muy joven hizo que mi infancia consistiera en adaptarme al humor del otro, en afrontar el humor imprevisible del otro porque cada uno de mis padres estaba enfermo a su manera. Y mi padre más que mi madre.

      ¿Su padre estaba más enfermo porque su enfermedad no se reconocía?

      Era más insidiosa, pero menos visible porque no necesitaba hospitalización o digamos que supo evitarla.

      ¿Él era consciente de estar enfermo?

      Creo que hoy lo sabe. Pero durante años vivió instalado en la negación. Se enfadaba con todo el mundo. Ha terminado por encontrarse muy solo. Jamás podría contar todo esto a un periódico francés.

      ¿Ha hablado de este tema con sus hermanos?

      Continuamente, claro.

      ¿Y piensan lo mismo?

      Sí. Salvo que ellos dos, que son más jóvenes, han logrado mantener el contacto con él. Yo no. Las historias de familia son complicadas y con mi padre… ¿cómo decirlo? Creo que no soporta que


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