Gente que cuenta. Anatxu Zabalbeascoa

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Gente que cuenta - Anatxu Zabalbeascoa


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ruido. No es que yo tuviera libros de Shakespeare, es que había encontrado una cita. Mi madre me miró como si hablara en chino. «Oh, Edna, qué poco tienen que trabajar para ganar dinero estos escritores».

      Sin embargo, su madre era una gran contadora de historias.

      Sí estaba «potencialmente más educada» que mi hermano o mis hermanas. Tenía una gran inteligencia. Irónicamente, incluso si no aprobaba que escribiera —ella hubiera querido que fuese azafata de vuelo—, me escribió cada día de su vida. Y sus cartas eran obras maestras: sin comas, sin puntos, eran pura poesía de sus quehaceres cotidianos.

      ¿Hubiera escrito sus memorias si ella estuviera viva?

      Probablemente no.

      ¿La conoció como escritora reconocida?

      Sí. Murió en 1974. Para entonces yo ya había escrito unos cuantos libros escandalosos.

      Defiende que un escritor debe tener una vida interior y, sin embargo, en sus memorias aparece como anfitriona de grandes fiestas entre actores y celebridades: de Marlon Brando a Jackie Onassis, de Ingrid Bergman a Sean Connery…

      Solo un capítulo está dedicado a ese tema.

      Pero usted decidió incluirlo y abrió la caja de Pandora. Dejaron de preguntarle por sus novelas y pasaron a hacerlo por el tiempo en que fue amante de Robert Mitchum.

      Sí, ¿y? Graham Greene conoció a muchas actrices suecas y nadie se metió con él. Ese capítulo se llama «Nocturnos» adrede porque sucedía por la noche. Mis memorias narran la evolución de alguien amputada psicológicamente, que es llevada a un convento decidida a convertirse en escritora, que consigue hacerlo, que castigan por haberlo logrado, que consigue ser libre porque ha ganado un poco de dinero, que da fiestas, que se da cuenta de que las fiestas no son para ella. Y que vuelve a su escritorio.

      Sus memorias relatan cómo se hace con las riendas de su vida.

      Con el poder sobre mí misma. El poder sobre uno mismo no puede venir de fuera. Lo tiene que buscar uno en sí mismo. Allí es donde está. Pero reconocerlo no implica que uno deje de sufrir.

      ¿Todos esos actores, Robert Mitchum incluido, no temían convertirse en personaje en una de sus novelas?

      No creo que a Robert Mitchum le hubiera importado mucho convertirse en personaje de novela. Hollywood convierte a las personas en personajes. Pero me gustaría dejar una cosa clara sobre la manera en la que puedo describir a alguien. A pesar de que en un capítulo salga mucha gente famosa, mis memorias están escritas con la mirada de una novelista, no con el ojo de un gacetillero.

      ¿Cómo era Mitchum, por cierto?

      Los hombres o son amantes o son hermanos. En los hermanos puedes confiar. Mitchum era un hombre maravilloso. Probablemente demasiado autodestructivo. Odiaba Hollywood. Si te ciñes a un nivel, puedes escribir sobre quien quieras. Guardar ese nivel de respeto y autoexigencia es lo que cuenta.

      Que sus primeras novelas fueran autobiográficas y que muchas de sus protagonistas sean mujeres invita a leer sus libros en clave autobiográfica.

      Eso es ridículo. Lo que ocurre es que escribo tan bien que parece que todo sea real.

      Precisamente porque escribe tan bien, en Las sillitas rojas...

      Mire, la protagonista de ese libro, Fidelma, no tiene nada que ver con mi experiencia. Ni tuve jamás una tienda de ropa ni unos gánsteres me mataron con una palanca a un hijo que llevara dentro. Sin embargo, gente como James Wood, del The New Yorker, que es el mejor crítico vivo, se ha sorprendido de que fuera capaz de transmutarme con tanta intensidad en otra mujer. Creo que esa es la clave, la intensidad. Pero eso lleva a asumir que sus vidas son la mía. Y eso es absurdo.

      Esa presencia es uno de los rasgos de su escritura. Cuando habla de grupos de apoyo a los inmigrantes, parece estar ahí.

      He estado ahí.

      Cuando explica cómo limpia una ventana su protagonista, con agua y sin detergentes que terminan por enjaular el polvo, parece haberlo hecho.

      Eso lo aprendí de mis maestros. De Chéjov. En cada una de sus historias sientes que él es el protagonista porque te sumerge en la vida de sus personajes. Eso es lo que hace que parezca autobiográfico. Pero como dijo Joyce con tanta cabeza: «Toda ficción, toda, es autobiografía fantaseada». Por eso lo que yo hago es creer que soy esa mujer. Pero no lo soy. Si lo fuera, estaría aún más cansada de lo que estoy.

      No es la primera vez que escribe sobre la vida amorosa de un terrorista.

      En House of splendid isolation no era un terrorista, era un combatiente. Mientras que el Dr. Vlad de mi novela surgió de ver cómo sacaban a Radovan Karadzic de un autobús para detenerlo. La detención se produjo tras doce años de cautiverio. Pero en realidad nunca vivió cautivo. Se pasaba las noches en bares. Belgrado no lo entregaba a la corte que lo iba a juzgar. Lo apartaron del Gobierno porque se había convertido en un problema tras la guerra terrible. En cualquier caso, cuando lo vi bajar del autobús, supe que quería escribir sobre la dualidad entre un opresor que puede ser un salvador. Y le aseguro que eso es un viaje largo, una excavación muy ardua.

      El personaje arruina la vida de la protagonista al tiempo que le da sentido proporcionándole la mejor parte.

      Le aporta romanticismo, esa gran palabra. Leí sobre Klaus Barbie y leí sobre la vida oculta de algunos nazis viviendo en Sudamérica: lavando el coche los domingos, celebrando la Navidad con los vecinos. Se integraban completamente en la sociedad. Y su horrendo pasado quedaba oculto. Eso me fascinaba.

      ¿Hace cincuenta años hubiera podido escribir un libro así?

      Creo que el papel del criminal fascinante lo hubiera tenido un hombre con doble vida. Pero por el tipo de mundo tan brutalmente bélico que vivimos hoy —refugiados que no dejamos entrar, gente que lo deja todo, camina miles de kilómetros y no encuentra otra oportunidad—, quería escribir un libro que incluyera mis viejos temas: la importancia del amor y un asunto relevante. Somos testigos de lo que no queremos ver. Ese es el andamio en el que cuelgo la historia humana: el mundo que me rodea.

      «Si compras un canario, debes dejarlo cantar», es la maravillosa explicación que da un anciano sobre su joven y adúltera mujer.

      Estaba con mis hijos y un hombre dijo eso sobre su mujer. Ellos no entendieron lo que quería decir porque tenían doce años.

      ¿Qué tipo de sociedad somos si nos tiene que recordar que el amor es algo sagrado?

      La gente se olvida. Ahora en el mundo hay más dinero. Pero la vida es más difícil. Eso hace que se perciba el amor como algo pasado de moda en lugar de como el profundo sentido de la vida. Mi hijo Sasha se casó tarde y a través de él conocí a mucha gente joven. Se mueren por amar, pero no encuentran amor en los clubes porque no se atreven ni a pensarlo. ¿Sabe por qué? Por esa palabra tan horrible y tan sobreutilizada: no es cool mostrar tus emociones. Lo cool es hacerlas desaparecer. Hemos llegado a pensar en el amor como en algo hueco cuando es lo más profundo a lo que podemos aspirar. Hablo de amar a un hombre, a una mujer, a un animal, a un progenitor, a un héroe o a un escritor, lo que sea.

      ¿Por qué hay tan pocas mujeres con el Premio Nobel de Literatura?

      Cuando se lo dieron a mi amiga, no mi amiga, mi admiradora, Alice Munro, me escribió una carta en la que me decía que nunca hubiera escrito si no hubiera sido por mí. Ella fue la número trece, en una lista de ciento cuatro. Luego se lo dieron a la periodista Svetlana Alexiévich.

      ¿Qué opina del premio a Bob Dylan?

      Creo que fue hilarante que no contestase. Dylan competía con Rushdie, Adonis y un autor de Kenia, Ngugi Wa Thiong’o. No había ni siquiera una mujer entre los finalistas. Eso no puede ser justo.

      ¿Le parece bien premiar a Dylan?

      Me gustan sus letras y la manera en que ha lidiado con la fama, pero un libro tiene ochenta mil palabras y la letra de una canción doce versos. No discuto la intención, la naturaleza de su literatura o su


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