Las Cruzadas. Carlos de Ayala Martínez

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Las Cruzadas - Carlos de Ayala Martínez


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aflora tímidamente, aunque con persistencia, en el campo de las regulaciones canónico-normativas.

      Las primeras formulaciones doctrinales de la guerra santa cristiana llamadas a una larga existencia legitimadora se basaron en el concepto de “guerra justa”, presente en la cultura clásica romana y de modo especial en el pensamiento ciceroniano. Para Cicerón, ya en el siglo I a.C., la guerra justa era aquella que declaraba una autoridad legítima, que obedecía a una causa moralmente aceptable, que por consiguiente no podía ser evitada y que se llevaba a cabo mediante procedimientos lícitos. A esa guerra justa se aludirá, siglos después, en el frontispicio del arco de Constantino que, situado junto al Coliseo romano, conmemora la victoria del emperador cristiano frente a Majencio en Puente Milvio.

      Es san Ambrosio en el último tercio del siglo IV el que de manera más clara asume el pensamiento ciceroniano intentando adecuarlo a parámetros bíblicos. Si las guerras de Moisés y David fueron justas es porque, siguiendo la voluntad de Dios, se acomodaron a criterios de defensa, necesidad y mesura. Pero será un aventajado admirador de la elocuencia ambrosiana, san Agustín, obispo africano de Hipona, quien, en las primeras décadas del siglo V, desarrollará estas mismas ideas aunque con matizaciones de hondo significado. Asume, desde luego, las premisas ciceronianas de la guerra justa, pero explicita que para que realmente sea tal, su declaración debe partir del mismo Dios a través de sus legítimos representantes, de modo que su carácter necesario respecto a la paz quebrantada y reparador de injusticias flagrantes, es su consecuencia natural. De este modo, no caben motivaciones inconfesables como la mera expansión territorial o la apropiación de nuevas riquezas, sino solo la recta intención; y tampoco es contemplable ninguna acción bélica concreta que no esté dictada por el deber de la moral cristiana. La corrección reparadora es, pues, el objetivo de unas guerras que solo pueden ser justas cuando constituyen auténticos actos de amor. Quedaba así perfilada en sus trazos esenciales la doctrina cristiana de la guerra santa.

      Pero esa doctrina tardaría en calar en el ánimo de los príncipes y guerreros cristianos. Desde luego era totalmente ajena a las provincias orientales del antiguo Imperio Romano cuando en 571 los cristianos armenios, sojuzgados por los persas sasánidas, apelaron al emperador cristiano de Bizancio, Justino II, para que los liberara de la opresión pagana; era la excusa que los griegos necesitaban para intervenir en la estratégica Armenia, y la guerra debió adquirir pronto una coloración sagrada, a la que sin duda ayudó la firme actitud de dos mil jóvenes cautivas sirias que, según se cuenta, prefirieron inmolarse ahogadas en el río Tigris a soportar la pérdida de su fe y de su virginidad bajo el dominio persa. Medio siglo después, otro emperador bizantino, el gran Heraclio (610-641), protagonizó también contra los persas lo que muchos autores no dudan en calificar de auténtica guerra santa y algunos pocos, incluso, de cruzada. Por supuesto que tampoco en este caso es probable la directa influencia occidental de la doctrina agustiniana, pero en la acción llevada a cabo por Heraclio nos encontramos con circunstancias y justificaciones que nos recuerdan las posteriores guerras santas de connotaciones cruzadas. Para empezar, casi al mismo tiempo que Heraclio asumía por la fuerza de un golpe de Estado la corona, los persas iniciaban una ofensiva territorial que supuso la amputación de más de dos tercios del Imperio Bizantino: toda Siria, incluida Palestina, y el granero egipcio se rindieron a la soberanía persa, en tanto lo poco que quedaba en pie del régimen amenazaba con derrumbarse como consecuencia de una crisis política y económica sin precedentes. En este ambiente de anarquía, las tropas persas, con la activa colaboración de la colonia judía, saquearon cruelmente Jerusalén en 614, tras un asedio de más de veinte días. Fue ésta una fecha muy triste para el imperio cristiano. Las fuentes cercanas a los acontecimientos hablan de los persas como de “bestias furiosas” entregadas al pillaje y a la sistemática destrucción de los santuarios cristianos, y entre ellos el más importante y emblemático de todos, el del Santo Sepulcro erigido por Constantino. Algunos hablaron de 60.000 cristianos muertos, pero había algo que, para la conciencia de muchos, era todavía casi peor: los invasores se llevaron consigo a Ctesifonte como botín de su sacrílega victoria las preciosas reliquias de la cruz de Cristo, la lanza del centurión romano que atrevesó su cuerpo y la esponja con que se intentó aliviar su sed. Al sufrimiento de la guerra y a sus funestas consecuencias humanas y materiales, había que unir la humillación inferida al mismo Dios que, sin dudarlo, los cristianos debían reparar. No conocemos bien todos los extremos de la propaganda oficial bizantina, pero es más que probable que la contraofensiva esgrimiera como argumento clave la reconquista cristiana y la restitución del propio honor de Dios. Por lo pronto, el emperador, que decidió acaudillar personalmente a sus tropas, dispuso de todo el caudal económico que pudo movilizar a su favor el patriarca de Constantinopla, y no olvidemos que la Iglesia bizantina era extraordinariamente rica. Este hecho, desde luego, influyó en el éxito de las operaciones. Lo cierto es que seis años después de iniciadas, en 628, Heraclio obtenía un rotundo éxito frente a los persas que obligó a éstos, sumidos en una honda crisis política, a negociar una paz que contemplaba expresamente la devolución de la Vera Cruz y del resto de las reliquias de la crucifixión, junto naturalmente a los territorios ocupados. La restitución de los símbolos de la cristiandad a la Ciudad Santa supuso el fin de esta guerra de profundo significado religioso, aunque muy pronto el emperador victorioso volvería a ver sus provincias orientales nuevamente sumidas en la dominación de otro enemigo extranjero llamado a catalizar en el futuro el más genuino espíritu de cruzada, los musulmanes.

      Con todo, la guerra santa cristiana, guerra por Dios en defensa de sus fieles, tardaría aún en asumir las connotaciones propias de la cruzada. Hasta que lo hiciera, al menos en Occidente, la guerra santa más bien obedeció a un supuesto legitimador ajeno al pensamiento agustiniano, el de la extensión misionera del cristianismo entre los paganos. La campaña llevada a cabo por Carlomagno contra los sajones constituye un buen ejemplo al respecto. Según los Anales reales, la campaña tenía por objeto la victoria y el sometimiento de los sajones a la religión cristiana o sencillamente su destrucción. La crueldad de tan sagrado objetivo se manifestó con especial crudeza en 782, cuando un alzamiento del líder sajón Widukin acabó con el exterminio de 4.500 personas degolladas en Verden, según un procedimiento que recuerda modelos veterotestamentarios de venganza, modelos que sirvieron siempre de referencia a un monarca que hizo de su identificación con el bíblico David la clave de su propia legitimación. Que estamos ante una manifestación de la “guerra santa misionera” lo subrayan dos circunstancias. Por un lado, las condiciones impuestas a los vencidos y que, según el cronista Eginhardo, se reducen fundamentalmente a dos: el abandono del culto a los demonios y otras ceremonias paganas, y la adopción de los sacramentos de la fe y la religión cristiana. Por otro lado, también lo demuestra el cruel contenido de la Capitulare de Partibus Saxonie, impuesta a los vencidos, que aplicaba el mismo castigo –pena de muerte– para quien no aceptara el bautismo y para quien no observara el ayuno cuaresmal.

      De todas formas, sería en Occidente y bajo la cobertura ideológica de la guerra justa tal y como la concebía san Agustín donde poco a poco iría abriéndose paso la idea de cruzada. Desde el siglo IX tenemos ya ejemplos de lo que algunos especialistas consideran como antecedentes serios de las cruzadas venideras. No es un tema que suscite plena unanimidad, pero es evidente que a mediados de aquella centuria un obispo de Roma, el papa León IV (847-855), aquel que fortificó la basílica de San Pedro creando la llamada “ciudad leonina”, se aplicó a la defensa de la Ciudad Eterna, peligrosamente amenazada por los ataques piráticos de los musulmanes, y lo hizo garantizando que quien muriera en tal empresa lo haría por la verdadera fe, la salvación de la “patria” y la defensa de los cristianos que en ella habitaban. Independientemente que podamos empezar ya a considerar la identificación de Roma con la patria de la cristiandad, lo cierto es que por vez primera un papa asumía decididamente el tema de la sacralización de la guerra como un medio de salvación. Estos dos aspectos se encuentran mucho más claramente desarrollados en el interesante pontificado de uno de sus inmediatos sucesores, concretamente en el de Juan VIII (872-882). En efecto, cuando en 877 se dirigía al emperador de los francos, Carlos el Calvo,


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