Las Cruzadas. Carlos de Ayala Martínez

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Las Cruzadas - Carlos de Ayala Martínez


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por cuatro condes catalanes. Según el monje, uno de esos condes, Bernardo de Besalù, prometió a sus compañeros de campaña que sus exiguas fuerzas –500 guerreros– obtendrían la victoria frente a los 20.000 hombres con los que habrían de enfrentarse gracias a la intervención de san Miguel, ya que él solo se encargaría de derribar a 5.000 enemigos, pero es que, además, en aquella ocasión no actuaría en solitario: la Virgen María en persona se encargaría de eliminar otros 5.000, e igual número sería neutralizado por el apóstol san Pedro. Ante tal coalición, la victoria cristiana estaba garantizada y, de hecho, así le fue comunicado a un clérigo del santuario siciliano de San Miguel, en Monte Gargano, por la propia Virgen María.

      Miniatura con un enfrentamiento entre caballeros cristianos y el ejército musulman. Destacan las imponentes armaduras de los cristianos frente a la pobreza del armamento musulmán

      Santiago, el apóstol de España, es otra figura celestial de fundamento bíblico que podría encuadrarse en la categoría de santos guerreros a la que pertenece san Miguel. Su “actividad militar” es, sin embargo, algo posterior a la de este último, escapando en parte a la cronología que estamos ahora estimando. Es cierto que desde muy antiguo –pensemos en el himno de Mauregato de finales del siglo VIII– se le invocaba como santo protector de la monarquía asturiana, pero esas invocaciones no se transforman hasta comienzos del siglo XII en milagrosas apariciones sobre blanco corcel para apoyar la acción de los monarcas. Así ocurre, por vez primera, en la Crónica Silense, que al narrar la toma de Coimbra por Fernando I en 1064, informa de los ruegos del monarca al apóstol –al que el texto define ya como miles Christi– y de su aparición sobre caballo blanco anunciando la caída de la ciudad en manos cristianas. Con todo, todavía entonces Santiago no hacía patentes sus cualidades guerreras. Habrá que esperar a la conocida falsificación del Privilegio de los Votos, no anterior a mediados del siglo XII, para que aparezca la clásica y combativa evocación de Santiago junto a las fuerzas del rey Ramiro I en la legendaria batalla de Clavijo. A partir de entonces comenzaría su representación iconográfica, como la pionera del relieve de la catedral compostelana, en ningún caso fechable con anterioridad a la segunda mitad del siglo XII.

      Un tercer grupo de santos guerreros lo constituyen esforzados y belicosos príncipes que no tardarían en ser canonizados tras su desaparición. Es cierto que algunos de ellos no murieron con las armas en la mano, pero en vida fueron indiscutibles campeones armados de la fe. Como tal, la hagiografía de finales del siglo X nos presenta al joven y valeroso rey anglosajón Edmundo, que en 870 murió martirizado a manos de los daneses paganos por no renegar de su fe. Otros monarcas, en cambio, no solo habrían hecho de su vida militar un testimonio de fe cristiana, sino que alcanzaron la muerte precisamente guerreando contra el infiel, constituyendo este acto en sí mismo la prueba martirial que confirma su subida a los altares. Es un paso más en el proceso de sacralización del uso de las armas, que con anterioridad a 1050 cuenta ya con algún interesante ejemplo. Paradigmático es el caso de Olav II de Noruega; miembro de la familia real, se hizo con el trono de su reino tras recibir el bautismo hacia 1015 y contribuyó de manera decisiva a la cristianización de su país, lo cual unido a la fuerte centralización política que llevó a cabo, favoreció un amplio movimiento opositor liderado por la aristocracia pagana y animado por el rey danés Knut el Grande, que acabó destronándolo en 1028. Fue precisamente al intentar recuperar su trono cuando Olav pereció en la batalla de Stiklarstajir en 1030: la iglesia noruega lo proclamó santo, en medio de una creciente fama milagrera, apenas transcurrido un año.

      En efecto, a mediados del siglo XI el uso de las armas, lejos de ser un serio obstáculo para alcanzar la perfección cristiana, podía en determinados supuestos ser un mérito para ello. En este sentido, y precisamente en las décadas centrales de aquella centuria, el cronista francés Raúl Glaber nos narra un curioso episodio sobre el que pocos autores han reparado y que se sitúa cronológicamente muy poco antes del año 1000, en el momento en que la amenaza de Almanzor sumía en el desconcierto a la España cristiana y generaba intentos de desesperada reacción entre sus reyes. Uno de ellos, Bermudo II de León (984-999), procuró neutralizar la amenaza incrementando sus efectivos con milicias de fuera del reino, incluso de más allá de los Pirineos. Pues bien, el cronista nos dice que entre los participantes extrapeninsulares presentes en el ejército del rey leonés se pudo observar la presencia en cierta ocasión de unos monjes gascones que, respondiendo no tanto a la llamada de la gloria militar como al amor hacia sus hermanos cristianos, empuñaron las armas y murieron en el combate; más tarde una milagrosa aparición en su monasterio de procedencia certificaba el carácter de mártires santos que habían adquirido dadas las circunstancias de su muerte. No cabe mayor identificación entre uso de las armas y consagración religiosa. Estamos ante un temprano ejemplo, ciertamente aún anacrónico, de “monje-guerrero” que el espíritu cruzado tardará aún más de setenta años en “inventar”, pero que nos descubre ya cómo el divorcio entre protagonismo militar activo y edificante vida religiosa comienza claramente a superarse ante el nacimiento de una nueva espiritualidad que no excluye el uso de las armas.

      El conocimiento y la generalización del culto a santos guerreros fue un medio efectivo, sin duda el más contundente, para afianzar esa nueva espiritualidad. Pero cabe aludir a un segundo cauce, en realidad íntimamente ligado al anterior. Nos referimos a las ceremonias litúrgicas de bendición de armas y de los estandartes –vexilla– bajo los que eran desplegadas. El tema es más complejo de lo que parece a simple vista y se relaciona con el problema de la protección de las iglesias y monasterios en un contexto de clara desarticulación social y desorden público como es precisamente el del período del que ahora nos estamos ocupando, es decir, los más de 150 años que transcurren entre finales del siglo IX y mediados del XI. Lo que algunos han llamado la “anarquía feudal”, fruto del paulatino deterioro de las pocas instituciones públicas que sobrevivieron en Occidente a la desaparición del Imperio Carolingio, es un período de extraordinaria violencia en el que la depredación y obtención de botín se convierten en forma y medio de vida para quienes estaban en posesión de un mínimo equipo militar de caballero. La sociedad se vio, de este modo, sometida a la extorsión y la violencia por parte de esa militia mundi que, en ciertos medios eclesiásticos, llegaría a ser identificada como la militia diaboli. No hace falta decir que nos hallamos ante el reverso de los santos guerreros, aquellos que precisamente debían servir de modelo alternativo para el desarrollo de una militia Christi secular y, por consiguiente, desvinculada de la heroicidad contemplativa del monje y de la vida de sus claustros.

      Pues bien, son dependencias monásticas, iglesias y los bienes que unas y otras atesoraban el objetivo prioritario de los violentos y su mundanizada caballería. Clérigos y monjes acudieron entonces a sus santos patronos para que les protegieran, unos santos que cada vez más coincidían con las advocaciones belicosas a las que hemos aludido un poco más arriba. Pero las intervenciones milagrosas de los santos no siempre se producían, y desde iglesias y monasterios surgió la idea de crear pequeños ejércitos con que proteger sus bienes y, naturalmente, a ellos mismos. Quienes ingresaban en estos grupos armados lo hacían, a su vez, bajo la protección del titular de la correspondiente iglesia, y sus armas, así como el estandarte que los identificaba, eran bendecidas de modo que su uso no solo se convertía en legítimo sino incluso en santo, porque santo era el fin que lo determinaba, el de la defensa de personas y bienes eclesiásticos. A cambio, estos milites ecclesiae recibían tierras y otras retribuciones temporales por parte de sus protegidos. Con cierta frecuencia esas “mesnadas sacralizadas” no eran sino los hombres dependientes de ciertos caballeros especialmente destacados cuyos señoríos se hallaban ubicados en las cercanías de la institución que debían proteger. Se trataba de los advocati, una especie de representantes judiciales de los intereses de la institución protegida a la que, naturalmente, defendían con el uso de las armas. Estos advocati, cuando ellos mismos no acababan convirtiéndose en los primeros extorsionadores de los bienes que debían preservar, se erigían en auténticos milites Christi de reconocida ejemplaridad.

      A través de esta vía, la del loable oficio de quienes defendían con las armas bendecidas los santuarios de Dios, la sociedad empezó a acostumbrarse a no ver en cualquier acción militar un hecho cuanto menos impuro que exigía compensación satisfactoria: aplicar la violencia


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