Filosofía para una vida peor. Oriol Quintana Rubio

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Filosofía para una vida peor - Oriol Quintana Rubio


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es justamente la más celebrada y recordada. Si además tenemos en cuenta que a buena parte de los enemigos contra quienes escribió se los ha llevado el viento de la historia, parecería pues que sus obras hubieran perdido toda vigencia. En efecto, ¿qué queda de los jansenistas, de quienes Voltaire se burló en numerosas ocasiones? Se trataba de un grupo de cristianos puritanos, que extendieron su influencia en Francia, y que entre otras rarezas se daban a manifestaciones histéricas y convulsiones, y aseguraban recibir comunicaciones divinas y curaciones milagrosas. Hace siglos que desaparecieron, y el histerismo religioso ha quedado como algo residual. Atacó a los jesuitas, orden religiosa que no ha desaparecido, pero cuya influencia es infinitamente más pequeña hoy en día que en el siglo XVIII. Ya casi nadie lee a Leibniz, el filósofo que sostenía que “vivimos en el mejor de los mundos posibles”, ya no existen los socinianos (otro grupo cristiano) y a nadie le interesa el deísmo como le interesó a él. El lector necesita decenas de notas a pie de página para entender bien las polémicas que encierran sus escritos, para saber quiénes era los receptores de sus dardos envenenados. Y sin embargo, los libros de autoayuda, en su recalcitrante optimismo, lo ponen de nuevo de actualidad.

      En el relato volteriano, Cándido es un joven que vive y es educado en el palacio de su tío, en Westphalia. El tío le acogió en el seno de su familia a pesar de ser hijo bastardo de su hermana, y le dio la mejor educación posible a través de un profesor particular, un filósofo llamado Dr. Pangloss, el cual, según el autor, enseñaba “la metafísico-teólogo-cosmolonigología”. Esta doctrina puede resumirse así [edición y traducción de Mauro Armiño para Espasa-Calpe]:

      “Está demostrado, decía, que las cosas no pueden ser de otro modo: porque, estando hecho todo para un fin, todo está hecho necesariamente para el mejor fin. Observad que las narices han sido hechas para llevar antiparras, por eso tenemos antiparras. Las piernas están visiblemente instituidas para ser calzadas, y por eso tenemos calzas. Las piedras han sido formadas para ser talladas, y para hacer castillos con ellas, por eso monseñor tiene un bellísimo castillo; el mayor barón de la provincia debe ser el que mejor alojado esté; y, estando hechos los cerdos para ser comidos, nosotros comemos puerco todo el año: por consiguiente, quienes afirmaron que todo está bien, dijeron una tontería; había que decir que todo está lo mejor posible”.

      Cuando Cándido es sorprendido intentando conquistar a su prima hermana Cunegunda, es expulsado del castillo. Cuando profesor y discípulo se reencuentren, nada de esto importará puesto que la desgracia se habrá cebado con el castillo de Thunder-ten-tronckh: un grupo de soldados búlgaros han entrado a saco, asesinando al barón, a la baronesa y a la misma Cunegunda, por quien Cándido todavía suspiraba. Pangloss está enfermo de sífilis, y, aunque logra curarse gracias a la ayuda de un comerciante benefactor, ninguno de los dos escapan de nuevas calamidades. En su viaje a Portugal, siguiendo a este mismo benefactor que les ha acogido como criados, y previo naufragio, sufren las consecuencias del terremoto que asoló la ciudad de Lisboa en aquél entonces (concretamente, el 1 de noviembre de 1755). Todo este tiempo intenta Pangloss mantener viva la llama del optimismo, que saca a relucir cada vez que el dúo protagonista sale mínimamente a flote tras cada jugarreta del destino. Éste los separará y volverá a reunir otra vez a lo largo del relato. Cándido intentará de todo corazón ser fiel a la doctrina panglossiana, pero tras conocer a un nuevo filósofo, un tal Martín, y por la acumulación de desgracias, su lealtad intelectual no podrá menos que flaquear progresivamente. En su peripecia recorre medio mundo, ya sea huyendo de los enemigos que se ha creado involuntariamente, ya sea persiguiendo a su amada Cunegunda, a quien nunca pierde la esperanza de reencontrar.

      Y sus aventuras son variadas e interesantes: incluyen conocer la mítica ciudad de El Dorado, matar a un jesuita, cenar con reyes destronados, tratar con mujeres que sobrevivieron al canibalismo, hacerse amigo de esclavos negros, ir a América, Francia, Venecia, Inglaterra, Constantinopla. Se trata, pues, de una novela de formación casi canónica, en la que el protagonista aprende a través del sufrimiento y se hace un hombre. Sólo la tremenda ironía de sus páginas hace que se aleje de lo convencional.

      Las desgracias que los protagonistas deben sostener son tales que incluso Pangloss abandona su doctrina, y sólo la sostiene al final de la novela por no contradecir lo que siempre había defendido, pero sin creer verdaderamente en ella. La moraleja del cuento, que se resume en la famosa expresión final “tenemos que cultivar nuestro huerto” tiene su miga. Los protagonistas se instalan en unas tierras de Constantinopla para cultivar la tierra y practicar otros oficios con los que ganarse la vida sin pretensiones. Parecería que Voltaire, que había compartido el optimismo propio de la Ilustración, época en la que existía una exagerada confianza en la capacidad del hombre de construir un mundo sin supersticiones, un mundo de progreso tecnológico y cultural que desterrara la ignorancia y la necesidad, rechazara con ella su anterior creencia. La frase “tenemos que cultivar nuestro huerto” es una afirmación implícita de la redención personal a través del trabajo, que es el instrumento más adecuado para alejar los males del “hastío, el vicio y la necesidad”. En boca del filósofo Martín, afirma igualmente Voltaire que trabajar sin razonar es “el único medio para hacer soportable la vida”. Hay pues una renuncia casi explícita a intentar mejorar el mundo, como consecuencia de dejar de creer que el mundo pueda ser mejorado. Incluso se afirma claramente la idea de que la vida no es buena, que es mala, pero que según y cómo se puede lograr que sea meramente soportable: a base de no pensar. Es un camino, pues, que va desde la mentira de un optimismo injustificado hasta una inconsciencia autoimpuesta. Pensar, como vivir, duele. Desengañarse produce sufrimiento, y es casi natural que quien ha visto sus ideas refutadas a sangre y fuego, prefiera renunciar a cualquier idea: así no será necesario volver a desengañarse.

      III. Puede que no estemos destinados a la felicidad

      El bueno de Pangloss se obstina, aunque sólo sea exteriormente, en sostener que todo está ordenado hacia el bien. A pesar de todo lo que ha sufrido, todavía es capaz de hallar argumentos. Al fin y al cabo, ¿no se encuentran los protagonistas, al final de la novela, en una situación casi idílica, llevando una vida simple, sin lujos ni adornos, pero a la que no le falta nada de lo esencial? Lo cierto es que siempre se pueden hallar razones para el optimismo: ante el menor atisbo de bienestar, se puede afirmar que todo el mal padecido ha servido para ese gramo de bien. Y a la inversa: uno puede siempre vivir con miedo y temiendo lo peor, y no permitirse disfrutar jamás de ninguna tranquilidad interna por temor neurótico a perderlo todo. Seguramente por ello es partidario Cándido de no pensar en nada. No quiere pasar de creer que todo tiene solución a lo contrario, que ni parece cierto ni tampoco ofrece ningún consuelo. Lo anunciábamos antes: para algunos, cualquier filosofía que no sirva para consolar el alma humana es inútil, como una medicina que no funciona. Ahora bien, cualquier palabra dicha con la intención de reafirmar uno u otra postura (el optimismo injustificado y el pesimismo neurótico) no curará en absoluto ninguna alma, y si ofrece algún consuelo, lo hará sólo de una manera parcial y temporal, como una droga hacia la que se desarrolla tolerancia: cada vez se necesitan mayores dosis para el mismo efecto. Así, tanto los optimistas como los pesimistas forzados encuentran siempre confirmaciones a sus esperanzas o temores, pero nunca verdadero consuelo a su inquietud. Por ello existen lectores compulsivos de autoayuda, y son muy numerosos, y si no encontramos lectores compulsivos de lo otro es porque basta con abrir un periódico para que un adicto al desastre pueda obtener su dosis diaria de desgracia.

      Este libro, por supuesto, quiere situarse fuera de ambos extremos. La filosofía se practica porque uno no puede evitarlo: las consecuencias de lo que uno descubra están en segundo término; lo que le mueve a uno es la curiosidad de responder preguntas. No pretendemos, pues, refutar los libros de autoayuda, que suelen ser infantiloides y estar mal escritos, a base de decir lo contrario de lo que éstos suelen defender, es decir, proponiendo que todo está mal y que no vamos a ninguna parte. No se trata de defender de antemano que no hay nada que hacer.

      Si la mayoría de los libros de autoayuda son malos es porque están escritos para defender cierta ideología, y no para indagar sobre la existencia humana con libertad: son una forma de propaganda.

      Es fácil señalar cómo éstos prescinden de las circunstancias en las que el lector se pueda encontrar. En su unilateralidad, los libros de autoayuda, tal como hemos dicho,


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