Filosofía para una vida peor. Oriol Quintana Rubio
Читать онлайн книгу.-¡Pensar que he sido capaz de escribir semejante enormidad! Debo sin embargo tener alguna excusa y espero hallarla aún.”
Con ello se confesaba a sí mismo, y a sus lectores una doble verdad, y el origen de todos sus tormentos íntimos: que desde bien joven experimentó una gran lucidez respecto a la inanidad de la condición humana, pero que no supo, o más bien, no quiso, obligarse a andar el camino que la clarividencia muestra: que hay que desear verdaderamente ser nada, dejar atrás los delirios del deseo que nos hace relacionarnos con las cosas como si éstas nos pudieran proporcionar el bien o la pureza; renunciar a todo, incluso a sí mismo.
Ya de mayor, lamentaba no haber sabido tomar ese camino, y sugería entre líneas que a su edad ya había pasado el tiempo de la renuncia. Al final sólo quedaba el apego a sí mismo y la perplejidad de no comprender el porqué de esa negativa a renunciar, dado que toda su vida se había reducido a una obstinada confirmación, penosa y reiterativa, de lo que ya había comprobado desde siempre: que uno no es libre si no abraza el vacío (sus libros, testimonios de esta reiteración de lo ya sabido, con su falta de evolución intelectual, quedan como prueba de todo ello). Este aforismo por sí solo demuestra lo cercano que está el escéptico o el pesimista del santo, figuras en principio contrarias: los primeros, se mueven entre la suspensión del juicio y la negación de cualquier convencimiento. El santo, en cambio, es la figura que afirma radicalmente la existencia del bien, la posibilidad de unir consciencia, existencia y alegría. Si a todo eso añadimos que en la mayoría de las biografías de los santos, como si se tratara ya de un recurso literario del género, casi un tópico, se puede hallar siempre un período, a veces larguísimo, de noche oscura, de abandono, de no saber, la figura de Cioran se nos vuelve diáfana: se trata del hombre que quedó a medio camino. Renunció a los sueños y falsos consuelos que se pueden hallar en esta vida, pero no abrazó el abismo y el vacío que hubieran sido la culminación de esa primera renuncia, y que le habría liberado del dolor de vivir exiliado de un mundo de ilusiones al que ya no podía volver.
Una vez más: quizá no todos se identifiquen con un planteamiento tan radical, y, por ello, no puedan aspirar a esos niveles de pesimismo. Sin embargo hay una verdad universalmente aceptada: hay algo en la vida humana que no funciona (la literatura de autoayuda, por sí sola, constituye prueba suficiente de ello). Hay enfermedades mentales, menos modernas de lo que parecen, pero que solemos atribuir a las formas actuales de vida, como los trastornos alimentarios, que nacen, no sólo del complejo de ser gordo o feo, sino más bien del afán de perfección y pureza: ¿qué otra cosa hace una muchachita perfeccionista cuando se priva de la bajeza del alimento hasta que se convierte en un fantasma descarnado? ¿Y cuántas terapias alternativas no son más que ritos de una imposible purificación? Cuando uno hace una cura dietética, y pasa semanas sin comer, sólo bebiendo savia de árbol mezclada con agua de mineralización débil, está expresando a las claras que está harto de la impureza del alimento y de la vida. Se dirá a sí mismo “esto me irá muy bien para eliminar toxinas”, teniendo una idea muy vaga de lo que éstas puedan ser (mejor): en realidad está deseando una separación más clara entre el bien y el mal, aquello que los alimentos más habituales no nos proporcionan: lo que es bueno para algo es malo para otra cosa. Pero la vida es tóxica. Es un vapor acuoso, una mezcla de toda clase de impurezas que se instalan en la carne: uno quiere tener la sensación que se libra de ello. Otras dietas, las que separan alimentos y permiten ingerir sólo una clase de nutrientes son igualmente una muestra diáfana de la necesidad de pureza: los cambios fisiológicos que un régimen tan drástico tienen por necesidad que producir en el cuerpo son tomados como síntoma y muestra de una liberación de lo impuro. El vegetarianismo neurótico de nuestros contemporáneos (como el del dictador Adolf Hitler, por cierto, y no como el tradicional del hinduismo: su inercia y su raigambre merecen un respeto especial, además de ser, confesadamente, una busca de la perfección espiritual), la obsesión por los alimentos biológicos y libres de pesticidas, libres de antibióticos, libres de la infelicidad de los animales estabulados, que mágicamente, se ha pegado a sus carnes, son otro tanto y más de lo mismo. Todo es un esfuerzo vano y responde a la falta de lucidez. El mismo Cioran dijo (en Ese maldito yo) que la pureza era incompatible con el aliento. Puede que sólo esté al alcance de los santos y de los lactantes. Y, desde luego, no parece que nadie vaya a alcanzarla a base de hacer experimentos con la comida.
Con el anterior planteamiento inicial hemos pretendido señalar la raíz del pesimismo, que es la insatisfacción derivada de comprender que al nacer se nos da la vida, pero se nos priva del bien, de lo incondicional. Pero el pesimismo es un árbol con tronco y numerosas ramas. Sólo en lo que resta de éste capítulo seguiremos rebuscando en las raíces y sólo en el último volveremos a ellas. En los siguientes, indagaremos qué otros aspectos ha tenido el pesimismo contemporáneo y cómo podemos extraer de ellos algunas enseñanzas para una vida que ya no podremos calificar de mejor: lo más probable es que cuanto más conscientes seamos, más nos alejemos de la alegría.
II. La vida como simulacro o el timo vital
Cioran no fue el primer pensador en presentar la existencia humana como algo defectuoso. En realidad, por mucho que se insista en lo negro de sus planteamientos, Cioran se queda corto en explicar hasta qué punto las cosas carecen de valor. Veamos este aforismo y comparémoslo con un planteamiento de otro pensador del siglo IV a. C. Escribió una vez Cioran [Del inconveniente de haber nacido, de 1973, publicado en Taurus, Madrid, 1998]:
“Están filmando: la misma escena se vuelve a empezar varias veces. Un transeúnte, seguramente provinciano, no sale de su asombro: ‘Después de esto, nunca más iré al cine’.
Se podría reaccionar de la misma manera frente a cualquier cosa cuyo secreto se haya penetrado. Sin embargo, por una obnubilación prodigiosa, los ginecólogos se encaprichan de sus clientes, los sepultureros engendran niños, los incurables hacen abundantes proyectos, los escépticos escriben…”
Parece casual que Cioran recurra al cine para exponer de nuevo la idea: la vida es una simulación, nada es auténtico, nada contiene el bien o la realidad que parece contener. Platón, en el siglo IV a.C., describió también el timo vital en unos términos no menos radicales e igualmente cinematográficos. Según él, como es sabido, las personas vivimos en realidad encadenadas desde el nacimiento en el fondo de una caverna. Vivimos de espaldas y muy alejados de la entrada y ninguna luz natural nos llega. Y ni siquiera sospechamos nuestro cautiverio: nuestra condición innata son las cadenas y las tinieblas. Nuestros ojos están eternamente fijados en la pared del fondo, en la que unos hombres manipuladores proyectan las sombras de ciertos títeres que ellos manejan delante de un fuego situado un poco más arriba de nuestras cabezas. A esas sombras, a esta película anterior a toda película, como era de esperar, la llamamos lo real.
Dice la alegoría platónica que a uno de los prisioneros se le hacen saltar las cadenas y se le obliga a salir. Todo ello para su sorpresa y espanto, claro está, puesto que no era consciente de su cautiverio, y a nadie le gusta avanzar hacia lo desconocido. Al salir va quedando cegado por la luz que invade sus ojos poco avezados. Pero al tiempo, y ya en el exterior, puede distinguir lo que le rodea: reconoce en plenitud cada objeto que antes sólo había visto en sombras. Al volver para contarlo a todo el mundo, no recibe más que incomprensión y rechazo, y por su perseverancia en mantener el relato que los demás no quieren escuchar −demasiado perturbador y demasiado lleno de consecuencias para darle la razón− deciden matarlo.
Platón usa este relato para apoyar la teoría que dice que hay dos mundos en realidad, que se corresponden con el interior y el exterior de la caverna. Sólo el mundo inteligible −el que no se capta por los sentidos− merece ser calificado como real: el mundo presente, en el que nos encontramos, sólo está hecho de sombras. Es sin duda una idea chocante, que nos recuerda demasiado a lo que el posterior cristianismo delimitó como la Tierra y el Cielo, lo temporal y lo eterno. Pero ésa no es en absoluto la lectura que debemos hacer. La interpretación que nos interesa es la que hubiera hecho Cioran o cualquier otro pesimista: nuestro mundo presente es, sin ningún matiz ni sombra de duda, lo único real. No existe otra realidad que ésta que nos rodea. Sin embargo, en términos de valor, nuestro mundo, nuestra realidad, es una pura sombra.
Para lograr ver la inanidad de lo que nos rodea,