La guerra de Catón. F. Xavier Hernàndez Cardona

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La guerra de Catón - F. Xavier Hernàndez Cardona


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pero siempre ha trabajado en la costa íbera. Y él es siracusano, y Siracusa fue una ciudad aliada de Aníbal durante la guerra. ¿Quién mejor que él para ir arriba y abajo y tener información de primera mano?

      Lucio dudó sobre lo que tenía que hacer. Podía hacerlo detener y neutralizarlo. Podía intentar darle información falsa… pero eso, en aquellos momentos, no tenía ningún sentido, la expedición romana era una evidencia. Consideró que lo más inteligente era no hacer nada, ni siquiera dejarse ver. Pero sí que debía prevenir las posibles acciones de Creonte, el Polifemo.

      ─ ¿Y qué hará ahora Creonte? Probablemente constatará personalmente los efectivos romanos, y su calidad. Transmitirá la información por una vía rápida, es decir por barco, y después tratará de efectuar algún sabotaje para retrasar o dificultar la partida del ejército consular.

      Durante todo el día IV antes de los idus de maius Lucio estuvo al acecho. Inspeccionando el campamento, habló con los centuriones y paseó por el puerto. Al día siguiente, el III antes de los idus de maius, justo antes del embarque, Catón reunió a los mandos y dio noticias de las incidencias del día y la noche anteriores. La gente del Polifemo había hecho su trabajo.

      ─ De acuerdo, de acuerdo, estos eran los días nefastos, los lémures, todo esto alguien lo puede tener en cuenta, pero nosotros estamos por encima de esas tonterías. ¿Quién nos ha golpeado? Seguro que no han sido los lémures. Tres centuriones, tres... han sido asesinados, los tres degollados como lechones. Al parecer, estaban con mujeres. Yo había dado órdenes estrictas al respecto y no se han cumplido. Por otro lado, han intentado incendiar algunas naves. A medianoche una barca ha ido lanzando por encima de las bordas teas resinosas. Nuestros marineros de guardia han impedido que cuatro naves ardieran. Uno de los manípulos de nuestra primera legión tomó vino, o lo que sea, en mal estado, hoy se está retorciendo con el estómago destrozado. Finalmente, parece que los astrólogos se han puesto de acuerdo. Los legionarios que ayer consultaron el zodiaco están aterrados. A todos les vaticinaron el más terrible fin para nuestro ejército, y, finalmente, no parece que nuestros aliados masaliotas nos hayan recibido con mucho entusiasmo. ¿Alguna idea?

      Los mandos callaron y bajaron los ojos. Lucio entendió perfectamente lo que pasaba y advirtió a Catón.

      ─ Los masaliotas, como medio mundo, serían más felices si Roma no existiera. Somos como un pariente incómodo. El resto de lo acontecido es guerra sucia, los agentes de Aníbal nos atacan con todos los medios… Físicos, eliminando a nuestros oficiales; o psíquicos, sembrando la desmoralización. Pero no podemos detenerlos, Masalia es una ciudad libre y estamos en paz con Cartago. Lo mejor es que nos vayamos, lo antes posible...

      La flota zarpó a media mañana. Por la noche ancló frente a la bella ciudad de Ágatha, y al día siguiente empezaron a flanquear el territorio sordón. Las columnas de humo que se observaban tierra adentro indicaban que la noticia de la llegada del ejército invasor corría a toda prisa. Puerto Veneris fue la siguiente etapa, cerca ya de la imponente muralla natural de Pirene. Al día siguiente, el XVII antes de las kalendas de junius, la flota encaró la etapa final flanqueando el templo de la Venus Pirenaica. En el extremo de la cumbre una hoguera enviaba algún mensaje.

      Desde el puente de la nave capitana, Catón y Lucio contemplaron, con el corazón encogido, los gigantescos peñascos de Pirene hundiéndose en el mar. El miedo y la inquietud ante las fuerzas de la naturaleza impactaban también entre los legionarios. El paisaje era impresionante, roca viva por todas partes con formas caprichosas y siniestras que evocaban, sin duda, el paisaje del Hades. Bajo las claras aguas se podían imaginar los cientos de barcos que se habían estrellado contra las rocas. Los lémures y espíritus de los marineros ahogados desde la noche de los tiempos aún vagaban entre las espumosas aguas. Finalmente, hacia la décima hora, apareció ante ellos la bahía de Rhode, una fina línea de arena enmarcada por un diáfano cielo azul. En el extremo prácticamente se podía intuir Emporion. La flota viró a la derecha buscando, en el fondo de la bahía, la antigua ciudad de Rhode. Los gritos de júbilo de los expedicionarios estallaron en todos los barcos. El infernal paisaje quedaba superado, habían atravesado los límites entre la Galia e Hispania.

      Rhode, con sus arenas blancas, se abría acogedora, protegida del viento boreal por la muralla pirenaica. Las casetas del lugar parecían abandonadas. Desde el mar, Rhode era una aldea fantasma.

      Una liburna emporitana que patrullaba a la espera de la flota romana les dio la bienvenida. Los griegos se acercaron al quinquerreme de Catón para presentar al cónsul los respetos de la ciudad. Lucio ordenó al centurión de la guardia que desembarcara y efectuara un primer reconocimiento. Un par de botes dejaron dos docenas de legionarios en la playa desierta. El centurión y la tropa avanzaron con mucha prudencia. No se veía nada extraño, con toda probabilidad la gente se había escondido a la espera de acontecimientos.

      De pronto, aparecieron docenas de jinetes íberos. Desde los barcos, miles de expedicionarios contemplaron con horror, impotencia e incredulidad lo que estaba pasando. Los íberos llegaron aullando como lobos. Sus armaduras eran de cuero ennegrecido y al frente destacaba un estandarte con negras colas de caballo. Varios perros de combate, que más parecían lobos, acompañaban a los guerreros. Catón, al escuchar el griterío abandonó por un momento a los emporitanos justo a tiempo para ver cómo la cabeza de uno de sus centuriones saltaba por los aires. El cónsul quedó lívido, la bienvenida era, sin duda, durísima. Los legionarios desembarcados fueron descuartizados en un momento. Un extraño silencio se apoderó del cuerpo expedicionario. Los romanos procedieron a efectuar un nuevo desembarco, pero los agresores habían desaparecido. Un par de manípulos de la primera legión procedieron a ocupar la ciudad y su ciudadela, luego desembarcaron las tropas para descansar. Al día siguiente las legiones embarcarían para alcanzar la etapa final. Sin embargo, Catón ordenó a sus legados asesores y a su guardia que embarcaran en el quinquerreme para partir, inmediatamente, hacia Emporion.

      Indika, campamento de Emporion. La Tierra Libre se prepara para luchar contra el invasor. Maius, junius. Año 558 (mayo y junio del 195 a. C.).

      Tras la expedición a Tibissi, Tildok descansó unos días en Qart-afell, después, con su compañera Melk y su perro Kus, marchó hacia Emporion para unirse al ejército íbero y convertirse en el hombre de confianza del jefe militar Himilcón. La disciplina en el campamento era extrema. Al amanecer, al son de las caracolas se levantaban todos los guerreros. Después de un frugal desayuno comenzaba la instrucción en orden cerrado. Himilcón se quejaba amargamente.

      ─ Ya lo ves Tildok, nuestra gente adquiere adiestramiento, saben maniobrar a la perfección en orden cerrado. Nuestra falange de hoplitas es comparable a la macedónica o, incluso, a esos diabólicos manípulos romanos. Pero sólo son un millar de combatientes. Tengo la promesa de los caudillos de que volverán entrenados y que realizarán ejercicios durante el invierno, pero ya sabes cómo acaban estas promesas... Cuando llegue el verano tendremos muchos guerreros, pero no estarán preparados para maniobras conjuntas.

      ─ Pues es lo que tenemos Himilcón ─respondió Tildok─. Nuestros caudillos van cada uno por su cuenta. Este núcleo que tenemos aquí, mercenarios, layetanos y cosetanos, son el puño de nuestro ejército. Si llegan los romanos, ellos estarán en la vanguardia.

      Tras la instrucción los combatientes trabajaban en la fortificación del campamento. Sectores de la empalizada fueron sustituidos por parapetos de piedra. También mejoraron las tiendas y barracas de alojamiento y las cisternas se arreglaron y llenaron, poco a poco, para garantizar una reserva de agua. Casi sin interrupción hileras de asnos trasladaban ánforas cargadas de agua hasta la cima del campamento. Igualmente, los antiguos silos fueron saneados y dotados con grano. Los ingenieros púnicos, por otra parte, trabajaban en la construcción de tres balistas con capacidad para alcanzar las murallas disparando desde el recinto campamental.

      La percepción de Tildok del conflicto fue cambiando. En un primer momento pensó que era posible una salida negociada. Ahora estaba seguro de que Roma impondría el exterminio de su pueblo. No se podía elegir, la resistencia a ultranza era la única posibilidad. Convencido de la importancia del enfrentamiento se dedicó a entrenar, con más intensidad, a sus 300


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