Episodios Nacionales: El terror de 1824. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: El terror de 1824 - Benito Pérez Galdós


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– afirmó Sola poniendo en la mesa pan y vino. – Aguarde usted un momento, que no le haré esperar.

      Al poco rato volvió con una cazuela de sopas, cuyo gratísimo olor despertó en Sarmiento las más dulces sensaciones y una generosa reconciliación con la vida.

      – Debe usted recordar, Srta. D.ª Sola – dijo el preceptor, cuando la joven le ataba las dos puntas de la servilleta detrás del cogote, – que yo fuí encarnizado enemigo de su padre de usted, porque jamás he transigido ni podré transigir con las perras ideas absolutistas.

      – Lo recuerdo, sí; pero eso no hace al caso.

      – Es que mi delicadeza – añadió Sarmiento tomando la cuchara, – no me permite aceptar un banquete… Con usted personalmente no hay resentimiento… pero ¿a qué negarlo? Usted y yo no podemos ser amigos hoy ni nunca… dígolo para que no se crea que adulo, que me dejo seducir y sobornar por este fino obsequio, que agradezco.

      – Cene usted, cene usted… – dijo Solita llenándole el vaso. – La mucha conversación podrá ser perjudicial a su cabeza, que según me han dicho, no está del todo buena.

      – Cenaré, señora, puesto que usted lo toma tan a pechos… Conste que yo no he mendigado esta cena; conste que me han traído aquí por fuerza; que no he solicitado esta amistad, conste, en fin, que no podemos ser amigos.

      – Aunque no quiera serlo mío, yo me empeño en serlo de usted y lo he de conseguir – dijo Soledad sonriendo, y hablando al viejo en el tono que se emplea con los chiquillos.

      – Dale, dale – repuso Sarmiento engullendo aprisa. – Conque amiguitos, ¿eh? ¡Chilindrón!… Como si no hubiera pasado nada…Usted no tiene memoria, sin duda.

      – Verdaderamente no tengo mucha para el daño recibido.

      – Su dichosito papaíto de usted y yo éramos como el agua y el fuego… Mi deber era perseguirle, denunciarle, no dejarle respirar… Yo siempre cumplo mi deber, yo soy esclavo de mi deber. Pertenezco a mi patria, una idea, ¿me entiende usted?

      – Entiendo.

      – Con nada transijo. El enemigo de la patria es mi enemigo, y la hija del enemigo de mi patria es mi enemiga. ¿Qué dice usted a eso?

      – Que no ha tratado a las sopas como enemigas de la patria.

      – No ciertamente, porque hace mucho tiempo que no las había comido tan buenas.

      – Ahora voy por la perdiz.

      – ¿Perdiz?… Vamos, esto parece un cuento de brujas… Si se empeña usted… pero conste que yo no he pedido la perdiz; que yo no he mendigado nada, que…

      Un momento después Sola partía la perdiz, ofreciéndola pedazo tras pedazo al hambriento anciano.

      – Está sabrosísima… Pero con la sorpresa de esta cena había olvidado… ¿Cuándo ha llegado usted, Sra. D.ª Solita? ¿Qué tal le ha ido en su viaje?

      – He llegado esta mañana. Los de Cordero me hablaron de usted… Dijéronme que estaba usted loco…

      – ¡Loco yo!

      – O poco menos. Que andaba usted mal de fondos.

      – Eso sí que es como el Evangelio.

      – Que había perdido usted a su hijo Lucas.

      – También ¡ay! es verdad.

      – Esperé verle a usted y ofrecerle algo de lo poco que yo tengo.

      – Gracias…

      – Pero usted había salido antes que yo llegara. Había ido, según me dijeron, a correr por las calles divirtiendo a los chicos, y sirviendo de entretenimiento, con sus discursos, a los desocupados de los cafés y de la Puerta del Sol.

      – ¡Yo!

      – Descansé un poco. Todo el día lo he empleado en arreglar mi casa. He buscado una sirviente, he hecho parte de lo mucho que hay que hacer cuando se ha tenido todo abandonado a causa de una ausencia de cinco meses. Ya muy entrada la noche sentí pasos en la escalera y después lamentos y quejidos como de una persona enferma. Salimos y hallamos al gran D. Patricio tendido boca abajo. Los vecinos salieron, y unos decían: «¡Buena turca ha cogido!» otros: «¡Ya las pagó todas juntas!». ¡Cómo reían algunos!… «El maldito viejo ya echó su último discurso…». «¡Qué feísimo está!». Don Juan de Pipaón dijo: «No tiene sino hambre. Denle a oler sopas y verán cómo resucita…». Me pareció que esta opinión era la más razonable. Entre el mancebo de los Corderos, mi criada y yo entramos el cuerpo desmayado en mi casa, que estaba seis escalones más arriba, le tendimos en ese sofá…

      – Conste que yo no entré por mi pie, que no pedí… – dijo Sarmiento con viveza arqueando las cejas.

      – Le abrigamos bien, vino el veterinario del sotabanco y dijo que usted padecía estos desvanecimientos desde que había dado en el hito de hablar mucho y no comer… Yo había cenado ya: al momento dispuse otra cena para el nuevo huésped.

      – Traído por fuerza; es decir, acogido, secuestrado, usurpado durante su desmayo.

      – Mandé venir un médico, mientras hacía la cena – añadió Sola observando con la mayor complacencia el buen apetito de Sarmiento. – Yo creí que al pobre hombre no le vendrían mal estos cuidados. Yo dije para mí: «Cuando se ponga bueno y se le despeje la cabeza, abrirá de nuevo la escuela, se llenarán sus bolsillos, y podrá vivir otra vez solo y holgado en su casa. Entretanto le conservaré en la mía, si quiere, y partiré con él lo poco que tengo».

      – ¡Cuidarme, conservarme aquí, darme asilo!… – murmuró D. Patricio con cierto aturdimiento.

      – Me han dicho que el casero le va a plantar a usted en la calle esta semana.

      – Ese troglodita será capaz de hacerlo como lo dice.

      – En aquel cuarto le he preparado a usted una cama – manifestó Soledad, señalando una alcoba cercana.

      D. Patricio miró y vio un lecho, cuyas cortinas blancas le deslumbraron más que si fueran rayos de sol.

      – ¡Una cama!… ¡para mí!… ¡para mí que hace cinco meses duermo en el suelo!…

      – Aquí podrá usted vivir. Yo estoy sola, quizás lo esté por mucho tiempo – añadió la joven poniendo delante del anciano un plato de uvas. – La casa es demasiado grande para mí… No tendrá usted que ocuparse de nada… le cuidaré, le alimentaré.

      – ¡Me cuidará, me alimentará!… Repito que esto es magia.

      – Es caridad… ¿Por ventura no entienden de caridad los patriotas?

      – Sí entendemos, sí – replicó Sarmiento tan aturdido ya que no sabía qué decir. – ¡La caridad! sublime sentimiento. Pero no ha de sobreponerse al tesón ni a la fijeza de ideas. La caridad puede llegar a ser un mal muy grande si se emplea en los enemigos de la patria, en los ministros del error… ¿Qué le parece a usted?

      – Que las uvas no deben de ser ministros del error, según las ha cogido usted.

      – Están riquísimas… Yo ¿cómo negarlo? agradezco a usted sus obsequios… Quizás pueda algún día corresponder a tantas finezas con otras igualmente delicadas… Conque dice que me dará una cama…

      – Aquella…

      – Y desayuno…

      – También.

      – Y comida…

      – Y cena. Soy pobre; pero tengo para vivir algún tiempo. Después Dios nos dará más. Ya ve usted que si a veces quita, también da cuando menos se espera.

      – Es cierto, sí, es cierto – dijo Sarmiento con viva emoción que se apresuró a disimular. – Pero me asombra una cosa.

      – ¿Qué?

      – La poca memoria de usted.

      – ¿Poca memoria?


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