Episodios Nacionales: El terror de 1824. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: El terror de 1824 - Benito Pérez Galdós


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en el cinto; pero al entrar en las poblaciones colgaba el látigo y blandía la cruz, incitando a todos a que la besaran. Esto hacía en el momento en que le vemos por la plazuela adelante. Su mulo no podía romper sino a fuerza de cabezadas y tropezones la muralla de devotos patriotas, y él afectando una seriedad más propia de mascarón que de fraile, echaba bendiciones. El demonio metido a evangelista no hubiera hecho su papel con más donaire. Viéndole fluctuaba el ánimo entre la risa y un horror más grande que todos los horrores. Los tiempos presentes no pueden tener idea de ello, aunque hayan visto pasar fúnebre y sanguinosa una sombra de aquellas espantables figuras. Sus reproducciones posteriores han sido descoloridas, y ninguna ha tenido popularidad, sino antes bien, el odio y las burlas del país.

      Cuando el bestial fraile, retrato fiel de Satanás a caballo, llegó junto al grupo de que hemos hablado, recibió las felicitaciones de las tres personas que lo formaban y él les hizo saludo marcial alzando el Crucifijo hasta tocar la sien.

      – Bienvenido sea el padre Marañón – dijo el jefe de la Comisión Militar acariciando las crines del mulo, que aprovechó tal coyuntura para detenerse. – ¿A dónde va tanto bueno?

      – Hombre… también uno ha de querer ver las cosas buenas – replicó el fraile. – ¿A qué hora será eso mañana?

      – A las diez en punto – contestó Regato. – Es la hora mejor.

      – ¡Cuánta gente curiosa!… No me han dejado rezar, Sr. Chaperón – añadió el fraile inclinándose como para decir una cosa que no debía oír el vulgo. – Usted, que lo sabe todo, dígame ¿conque es cierto que se nos marcha el Príncipe?

      – ¿Angulema? Ya va muy lejos camino de Francia. ¿Verdad, padre Marañón, que no nos hace falta maldita?

      – ¿Pues no nos ha de hacer falta, hombre de Dios? – dijo el fraile andante soltando una carcajada que asemejó su rostro al de una gárgola de catedral despidiendo el agua por la boca. – ¿Qué va a ser de nosotros sin figurines? Averigüe usted ahora cómo se han de hacer los chalecos y cómo se han de poner las corbatas.

      – Los tres y otros intrusos que oían rompieron a reír, celebrando el donaire del Trapense.

      – Queda de general en jefe el general Bourmont.

      – Por falta de hombres buenos a mi padre hicieron alcalde – dijo Chaperón. – Si Bourmont se ocupara en otra cosa que en coger moscas, y se metiera en lo que no le importa, ya sabríamos tenerle a raya.

      – Me parece que no nos mamamos el dedo – repuso el fraile. – Y me consta que Su Majestad viene dispuesto a que las cosas se hagan al derecho, arrancando de cuajo la raíz de las revoluciones. Dígame usted, ¿es cierto que se ha retractado en la capilla?

      – ¿Quién, Su Majestad?

      – No, hombre, Rieguillo.

      – De eso se trata. El hombre está más maduro que una breva. ¿No va usted por allá?

      – ¿Por la capilla?… No me quedaré sin meter mi cucharada… Ahora no puedo detenerme: tengo que ver al obispo para un negocio de bulas y al ministro de la Guerra para hablarle del mal estado en que están las armas de mi gente… Con Dios, señores… ¡arre!

      Y echó a andar hacia la calle de Toledo, seguido del entusiasta cortejo que le vitoreaba. Chaperón, después de dar las últimas órdenes a los aparejadores y de volver a observar el efecto de la bella obra que se estaba ejecutando, marchó con sus amigos hacia la calle Imperial, por donde se dirigieron todos a la cárcel de Corte. En la plazuela había también gente, de esa que la curiosidad, no la compasión, reúne frente a un muro detrás del cual hay un reo en capilla. No veían nada, y sin embargo, miraban la negra pared, como si en ella pudiera descubrirse la sombra, o si no la sombra, misterioso reflejo del espíritu del condenado a muerte.

      Los tres amigos tropezaron con un individuo que apresuradamente salía de la Sala de Alcaldes.

      – ¡Eh! no corra usted tanto, Sr. Pipaón – gritole el de la Comisión militar. – ¿A dónde tan a prisa?

      – Hola, señores; salud y pesetas – dijo el digno varón deteniéndose. – ¿Van ustedes a la capilla?…

      – No hemos de ser los últimos, hombre de Dios. ¿Qué tal está mi hombre?

      – Va a comer… Una mesa espléndida, como se acostumbra en estos casos. Conque Sr. Chaperón, Sr. Regato…

      – ¡A dónde va usted que más valga! – dijo Chaperón deteniéndole por un brazo. – ¿Hay trabajillo en la oficina?

      – Yo no trabajo en la oficina, porque estoy encargado de los festejos para recibir al Rey – repuso Bragas con orgullo.

      – ¡Ah! no hay que apurarse todavía.

      – Pero no es cosa de dejarlo para el último día. No preparamos una chabacanería como las del tiempo constitucional, sino una verdadera solemnidad regia como lo merecen el caso y la persona de Su Majestad. El carro en que ha de verificar su entrada se está construyendo. Es digno de un Emperador romano. Aún no se sabe si tirarán de él caballos o mancebos vistosamente engalanados. Es indudable que llevarán las cintas los voluntarios realistas.

      – Pues se ha dicho que nosotros tiraríamos del carro – dijo Romo con énfasis, como si reclamara un derecho.

      – Ahí tiene usted un asunto sobre el cual no disputaría yo – insinuó Regato blandamente. – Yo dejaría que tiraran los caballos.

      – Ya se decidirá, señores, ya se decidirá a gusto de todos – dijo Bragas con aires de transacción. – Lo que me trae muy preocupado es que… verán ustedes… me he propuesto presentar ese día doscientas o trescientas majas lujosamente vestidas. ¡Oh! ¡qué bonito espectáculo! Costará mucho dinero ciertamente; pero ¡qué precioso efecto! Ya estoy escogiendo mi cuadrilla. Doscientas muchachas bonitas no son un grano de anís. Pero yo las tomo donde las encuentro… ¿eh? De los trajes se encarga el Ayuntamiento… Me han dado fondos. ¡Caracoles! es una cuestión peliaguda… espero lucirme.

      – Este Pipaón es de la piel de Satanás… ¿De dónde van a sacar ese mujerío?

      – Yo daría la preferencia a los arcos de triunfo – dijo Romo. – Es mucho más serio.

      – ¿Arcos?… Si ha de haber cuatro. Por cierto que el Sr. Chaperón nos ha hecho un flaco servicio llevándose para la horca los grandes mástiles que sirven para armar arcos de triunfo.

      – Hombre, por vida del Santísimo Sacramento – dijo Chaperón mostrando un sentimiento que en otro pudiera haber sido bondad, – ya servirán para todo. Pues qué, ¿vamos a ahorcar a media España?

      – Entre paréntesis, no sería malo… Conque ahora sí que me voy de veras.

      Estrechó Pipaón sucesivamente la mano de cada uno de sus tres amigos.

      – Ya nos veremos luego en las oficinas de la Comisión.

      – Pues qué, ¿hay algo nuevo?

      – Hombre no se puede desamparar a los amigos.

      – ¡Recomendaciones! – vociferó el brigadier mostrando su fiereza. – Por vida del Santísimo, que eso de las recomendaciones y las amistades me incomoda más que la evasión de un prisionero. Así no hay justicia posible, señor Pipaón, así la justicia, los castigos y las purificaciones no son más que una farsa.

      El terrible funcionario se cruzó de brazos, conservando fuertemente empuñado el símbolo de su autoridad.

      – Es claro – añadió Romo por espíritu de adulación – , así no hay justicia posible.

      – No hay justicia posible – repitió Regato como un eco del cadalso.

      – Amigo Chaperón – dijo el astuto Bragas con afabilidad y desviando un poco del grupo al Comisario para hablarle en secreto, – cuando hablo de amigos me refiero a personas que no han hecho nada contra el régimen absoluto.

      – Sí, buenos pillos son sus amigos de usted.

      – No


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