Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV. Benito Pérez Galdós
Читать онлайн книгу.la blancura de su tez, el fino corte de todas las líneas de su cara, la expresión de sus dulces y patéticos ojos, la negrura de sus cabellos y otras muchas indefinidas perfecciones que no escribo, porque no sé cómo expresarlas; calidades que se comprenden, se sienten y se admiran por el inteligente lector, pero cuyo análisis no debe éste exigirnos, si no quiere que el encanto de esas mil sutiles maravillas se disipe entre los dedos de esta alquimia del estilo, que a veces afea cuanto toca.
No conservo cabal memoria de sus vestidos. Al acordarme de Amaranta, me parece que los encajes negros de una voluminosa mantilla, prendida entre los dientes de la más fastuosa peineta, dejan ver por entre sus mil recortes e intersticios el brillo de un raso carmesí, que en los hombros y en las bocamangas vuelve a perderse entre la negra espuma de otros encajes, bolillos y alamares. La basquiña del mismo raso carmesí y tan estrecha y ceñida como el uso del tiempo exigía, permite adivinar la hermosa estatua que cubre; y de las rodillas abajo el mismo follaje negro y la cuajada y espesa pasamanería terminan el traje, dejando ver los zapatos, cuyas respingadas puntas aparecen o se ocultan como encantadores animalitos que juegan bajo la falda. Este accidente hasta llega a ser un lenguaje cuando Amaranta, atenta a la conversación, aumenta con el encanto de su palabra los demás encantos, y añade a todas las elocuencias de su persona la elocuencia de su abanico.
Esto en cuanto a la condesa. Refiriéndome a Lesbia, si quiero acordarme de su vestido, todo me parece azul. Figúrensela Vds. con mantilla blanca y guarda-pies azul bordado de encajes negros; y si no es cierto que estuviera así, tampoco es inverosímil que pudiera estarlo.
Antes de la noche a que me refiero, había visto hasta tres veces a las dos lindas mujeres en casa de mi ama. Desde luego comprendí que una y otra eran personas muy metidas en los enredos de la corte, aunque en las clandestinas tertulias de mi casa poco dejaban traslucir. Algunas veces, sin embargo, disputaban las dos en tales términos y con tan mal disimulado ensañamiento que me pareció no existía entre ellas la mejor armonía. También mentaban de vez en cuando los negocios públicos, y a tal o cual persona de la real familia: pero en tales casos siempre daba el tema el señor marqués y tío de Amaranta, personaje que no podía estar en sosiego, si no realzaba a todas horas su personalidad, sacando a relucir a tontas y a locas los negocios diplomáticos en que se creía muy experto.
La noche a que corresponde mi narración, había asistido también el celebérrimo tío, de quien ante todo diré que parecía cosido a las faldas de su sobrina, pues la acompañaba a todas partes, sirviéndole de rodrigón en la iglesia, de caballero en el paseo y de pareja en los bailes. No sé si he dicho que Amaranta era viuda. Si antes lo dije, dese por repetido.
El marqués (callemos el título por las mismas razones que nos movieron a disfrazar el de las damas) era un viejo de mas de sesenta años, que había ejercido varios cargos diplomáticos. Elevado por Floridablanca, sostenido por Aranda, y derribado al fin por Godoy, conservó rencorosa pasión contra este ministro, y por esta causa todas sus disertaciones, que eran interminables, giraban sobre el capitalísimo tema de la caída del favorito. Su carácter era vano, aparatoso y hueco, como de hombre que habiéndose formado de sí mismo elevado concepto, se cree destinado a desempeñar los más altos papeles. Por su grandilocuencia, que no era inferior a la flojedad efectiva de su ánimo, servía como objeto de agudísimas burlas entre sus amigos, y en todos los círculos que frecuentaba, se divertían oyéndole decir: ¿Qué hará la Rusia…? ¿Secundará el Austria tan atroz proyecto? ¡Un gran desastre nos amaga…! ¡Ay de las potencias del Mediodía…! y otras igualmente misteriosas, con que se proponía darse importancia, cuidando siempre en su estudiada reserva de decir las cosas a medias, y de no dar noticias claras de nada, para que los oyentes, llenos de dudas y oscuridades, le rogasen con insistencia que fuese más explícito.
He dado estos detalles para que se comprenda qué clase de espantajos había entonces para regocijo de aquella generación. En cuanto a mí, siempre me han hecho gracia estos tipos de la vanidad humana, que son sin disputa los que más divierten y los que más enseñan.
Como hombre poco dispuesto a transigir con las novedades peligrosas, y enemigo del jacobinismo, el marqués se esforzaba en conseguir que su persona fuese espejo fiel de sus elevados pensamientos, así es que miraba con desdén los trajes de moda, y tenía gusto en sorprender al público elegante de la corte y villa con vestidos anticuados de aquellos que sólo se veía ya en la veneranda persona de algún buen consejero de Indias. Así es que si usó hasta 1798 la casaca de tontillo y la chupa mandil, en 1807 todavía no se había decidido a adoptar el frac solapado y el chaleco ombliguero, que los poetas satíricos de entonces calificaban de moda anglo-gala.
Me falta añadir que el marqués, con su anti-jacobinismo y su peluca empolvada, digna de figurar en las Juntas de Coblentza, había sido hombre de costumbres bastante disipadas. En la época de mi relación la edad le había corregido un poco, y todas sus calaveradas no pasaban de una benévola complicidad en todos los caprichos de su sobrina. No vacilaba en acompañarla a sus excursiones y meriendas en la pradera del Canal o en la Florida, con gente de categoría muy inferior a la suya. Tampoco ponía reparos en ser su pareja en las orgías celebradas en casa de la González o la Prado, pues tío y sobrina gustaban mucho de aquella familiaridad con cómicos y otra gente de parecida laya. Excusado es decir que tales excursiones eran secretas y tenían por único objeto el esparcir y alegrar el espíritu abatido por la etiqueta. ¡Pobre gente! Aquellos nobles que buscaban la compañía del pueblo para disfrutar pasajeramente de alguna libertad en las costumbres estaban consumando, sin saberlo, la revolución que tanto temían, pues antes de que vinieran los franceses y los volterianos y los doceañistas, ya ellos estaban echando las bases de la futura igualdad.
VI
Lesbia, dando golpecitos con su abanico en el hombro de Isidoro, decía:
– Estoy muy enfadada con usted Sr. Máiquez, sí señor, muy enfadada.
– ¿Porque he representado mal esta tarde? – contestó el actor. – Pepilla tiene la culpa.
– No es eso – continuó la dama, – y me las pagará Vd. todas juntas.
Al oír esto, Isidoro inclinó la cabeza. Lesbia acercó su rostro, y habló tan bajo, que ni yo ni los demás entendimos una palabra; pero por la sonrisa de Máiquez se adivinaba que la dama le decía cosas muy dulces. Después continuaron hablando en voz baja, y el uno atendía a las palabras del otro con tal interés, daban tanta fuerza y energía al lenguaje de los ojos, se ponían serios o joviales, tristes o alborozados con transición tan ansiosa y brusca, que al más listo se le alcanzaba la injerencia del travieso amor en las relaciones de aquellos dos personajes.
Para que todo se sepa de una vez, diré que el diplomático no miraba con malos ojos a la González; mas ésta no podía contestar a sus tiernas insinuaciones, porque harto tenía que hacer atendiendo al íntimo diálogo que sostenían Lesbia e Isidoro. A mi ama un color se le iba y otro se le venía, de pura zozobra: a veces parecía encendida en violenta ira; a veces dominada por punzante dolor, pugnaba por distraerles, ingiriendo en su conversación conceptos extraños, y al fin, no pudiendo contenerse, dijo con muy mal humor.
– ¿No concluirá tan larga confesión? Si siguen ustedes así, entonaremos el yo, pecador.
– ¿Y a ti qué te importa? – dijo Máiquez con semblante sañudo y con aquel despótico tono que usaba con los desdichados subalternos de su compañía.
Mi ama se quedó perpleja, y en un buen rato no dijo una palabra.
– Tienen que contarse muchas cosas – dijo Amaranta con malicia. – Lo mismo sucedió el otro día en casa. Pero estas cosas pasan, señor Máiquez. El placer es breve y fugaz. Conviene aprovechar las dulzuras de la vida hasta que el horrible hastío las amargue.
Lesbia miró a su amiga… Mejor dicho, ambas se miraron de un modo que no indicaba la existencia de una apacible concordia entre una y otra.
El secreto entre Isidoro y la dama continuaba cada vez más íntimo, más ardoroso, más impaciente. Parecía que el tiempo se les abreviaba entre palabra y palabra, no permitiéndoles decirlo todo. Amaranta se aburría, el Marqués dirigía con ojos y boca inútiles flechas al enajenado corazón de mi ama, y ésta cada vez más inquieta, mostrando en su