Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV - Benito Pérez Galdós


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sin falta. Me han dicho que ocurrieron [38] ciertas dilacioncillas; pero ya están vencidas, a Dios gracias. La semana que viene, sin falta.

      Cierto día le dije:

      – Usted, D. Celestino, no ha conseguido ya lo que deseaba, porque es hombre encogido y no se lanza… pues… no se lanza.

      – ¿Qué es eso de lanzarse, chiquillo? – me preguntó.

      – Pues… a mí me han dicho que hoy conviene pedir veinte para que den cinco. Además, váyase el mérito con mil demonios: lo que conviene es tener desvergüenza para meterse en todas partes, buscar la amistad de personas poderosas; en fin, hacer lo que los demás han hecho para subir a esos puestos en que son la admiración del mundo.

      – ¡Ah, Gabriel! – dijo doña Juana. – Tú eres un ambiciosillo a quien alguien ha trastornado el juicio. Lo que menos crees tú es que te has de ver por ensalmo en la corte, cubierto de galones y mandando y disponiendo desde la secretaría del despacho.

      – Justo y cabal, señora mía – dije yo riendo y atento a lo que expresaba el semblante de Inés, con quien repetidas veces había hablado del mismo asunto. – Aunque estoy en el mundo sin padre ni madre, ni perro que me ladre, yo creo que bien puedo esperar lo que otros han tenido sin ser más sabios que yo. De menos hizo Dios a Cañete a quien hizo de un puñete.

      – Tú tienes disposición, Gabriel – dijo gravemente don Celestino; – y mucho será que de un día para otro no te veamos convertido en personaje. Entonces no te dignarás hablarnos, ni vendrás a casa; pero hijo, es preciso que aprendas los clásicos latinos, sin lo cual no hallarás abierta ninguna de las puertas de la fortuna; y además te aconsejo que aprendas a tañer la flauta, porque la música es suavizadora de las costumbres, endulza los ánimos más agrios, y predispone a la benevolencia para con los que la manejan bien. Y si no, aquí me tienes a mí, que de seguro nada habría conseguido si de antiguo no cultivara mi entendimiento en aquellas dos divinísimas artes.

      – No echaré en saco roto la advertencia – repuse – pues todos sabemos a qué debe su encumbramiento el hombre más poderoso que hay hoy en España después del Rey.

      – ¡Calumnias! – exclamó irritado el sacerdote. – Mi paisano, amigo y mecenas, el señor Príncipe de la Paz, debe su elevación a su gran mérito, y a su sabiduría y tacto político, y no a supuestas habilidades en la guitarra y las castañuelas, como dice el estólido vulgo.

      – Sea lo que quiera – añadí yo, – lo cierto es que ese hombre, de humildísimo guardia ha subido a cuanto hay que subir. Bien claro está.

      – Pues no dudes que tú harás otro tanto – dijo con ironía doña Juana. – De hombres se hacen los obispos, como dijo el otro.

      – Verdad es – repuse siguiendo la broma – y juro que he de hacer a D. Celestino arzobispo de Toledo.

      – Alto allá – dijo el clérigo seriamente. – No aceptaré yo un cargo para el que me reconozco sin méritos. Bastante tendré yo con una capellanía de Reyes Nuevos o el arcedianato de Talavera.

      Así siguió entre veras y burlas la conversación, hasta que saliendo de la salita doña Juana y el buen presbítero, nos dejaron solos a Inés y a mí.

      – Cómo se ríen de mis proyectos, niñita mía – le dije. – Pero tú comprenderás que un muchacho como yo no debe contentarse con servir a cómicos por toda su vida. A ver: de todo lo que yo puedo ser, Dios mediante, ¿qué te gustaría más? Escoge: ¿te gustaría que fuese capitán general, príncipe coronado, con vasallos y ejército, señor de muchas tierras, primer ministro que quite y ponga los empleados a su antojo, obispo?… No, obispo no, porque entonces no podría casarme contigo, para hacerte llevar en carroza de doce caballos…

      Inés se puso e reír, como quien oye un cuento de esos cuyo chiste consiste en la magnitud de lo absurdo.

      – Ríete de mí, pero contesta: ¿qué quieres más?

      – Lo que quiero – dijo con dulce voz y suspendiendo la costura, – es verte general, primer ministro, gran duque, emperador o arzobispo; pero de tal modo que cuando te acuestes por la noche en tu colchoncito de plumas puedas decir: hoy no he hecho mal a nadie ni nadie ha muerto por mi causa.

      – Pero reinita – dije yo interesándome más cada vez en aquel coloquio – si llego a ser eso que tú dices, (pues bien podría suceder) ¿qué importa que mueran por mí o por el bien del Estado tres o cuatro prójimos que nada significan en el mundo?

      – Bueno – repuso ella, – pero que los maten otros. Si tú llegas a ser eso que has dicho, y para mantenerte en un puesto que no mereces, necesitas sacrificar a muchos desgraciados, buen provecho te haga.

      – ¡Qué escrupulosa eres, Inesilla! – dije. – Si te hiciera caso, mi vida se encerraría entre cuatro paredes. ¿Qué es eso de sacrificar desgraciados? Yo voy a mi negocio, y los demás… como yo no he de matar a nadie. Y sobre todo, si hago daño a alguno serán tantos los que reciban beneficios de mi mano, que todo quedará compensado y mi conciencia en santa paz. Veo que tú no te entusiasmas como yo, ni piensas lo que yo pienso. ¿Quieres que te sea franco? Pues oye. A mí se me ha metido en la cabeza que cuando tenga más años, he de ocupar una posición… qué sé yo… me mareo pensando en esto. No te puedo decir ni cómo he de llegar a ella, ni quién me dará la mano para subir de un salto tantos escalones; pero ello es que yo cavilo en esto, y me figuro que ya me estoy viendo elevado a la más alta dignidad por una dama poderosa que me haga su secretario, o por un joven que me crea listo para ayudarle en sus asuntos…; no te enfades, chiquilla, que cuando tales cosas se ocurren y uno tiene la cabeza llena a todas horas de los mismos pensamientos, al fin tiene que salir cierto, como éste es día.

      Inés no se enfadaba, sino que reía. Después marcando con su aguja el compás gramatical de su discurso me dijo:

      – Pues mira: si tú hubieras nacido en cuna de príncipes, no te digo que no. Pero has de saber que si tú, que eres un pobrecillo hijo de pescadores y no tienes más ciencia que leer mal y escribir peor, llegas a ser hombre ilustre y poderoso, no porque saques talento y sabiduría, sino porque a una señora caprichosa o a un vejete rico se le ocurra protegerte, como a otros muchos de quienes cuentan maravillas; has de saber, digo, que tan fácilmente como subas volverás a caer, y hasta los sapos se reirán de ti.

      – Eso será lo que Dios quiera – respondí. – Caeremos o no: pues aunque ignorantes, no nos faltará nuestra gramática parda.

      – ¡Qué necio eres! Mira a mí me han dicho… no, nadie me lo ha dicho: pero lo sé… que en el mundo al fin y al cabo, pasa siempre lo que debe pasar.

      – Reinita – dije, – en eso te equivocas, porque nosotros deberíamos ser ricos, y no lo somos.

      – Todos creerán lo mismo, hijito, y es preciso que alguno esté equivocado. Pues bien: todas las cosas del mundo concluyen siempre como deben concluir. No sé si me explico.

      – Sí te entiendo.

      – A mí me han dicho… no, no me lo han dicho: lo sé desde hace mil años… yo sé que en el mundo todo lo que pasa es según la ley… porque, chiquillo, las cosas no pasan porque a ellas les da la gana, sino porque así está dispuesto. Las aves vuelan y los gusanos se arrastran, y las piedras se están quietas, y el sol alumbra, y las flores huelen, y los ríos corren hacia abajo y el humo hacia arriba, porque así es su regla… ¿me entiendes?

      – Lo que es eso todos lo sabemos – respondí menospreciando la ciencia de Inesilla.

      – Bien, muchacho – continuó la profesora: ¿crees tú que una tortuga puede volar, aunque esté meneando toda la vida sus torpes patas?

      – No, seguramente.

      – Pues tú pensando en ser hombre ilustre y poderoso, sin ser noble, ni rico, ni sabio, eres como una tortuga que se empeñara en subir volando al pico más alto de Guadarrama.

      – Pero, reina y emperatriz – dije yo, – si no pienso subir solo, sino que pienso encontrar, como otros que yo me sé, una personita que me suba en un periquete.


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