Episodios Nacionales: Luchana. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Luchana - Benito Pérez Galdós


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ha sido en Hortaleza, donde buscó más bien descanso que escondite el animoso general vencido: averiguado su paradero por las turbas rencorosas, le acosaron hasta dar con él, matándole villanamente. ¡Y creíamos que la revolución de opereta venía embolada! Me cuenta Nicomedes que este crimen estúpido, inútil, indisculpable, perpetrado a sangre fría después de la fácil victoria del pueblo, es obra de una pandilla de jamancios, algunos de los cuales estaban en el Saladero cuando nos encerró allí la señora incógnita por nuestros pecados. Frecuentaban en noches de tumulto las reuniones de Tepa. Tú les conocerás. Lamentan hoy los revolucionarios que cuatro sinvergüenzas canallas hayan desvirtuado la bonita leyenda de este movimiento popular, que empezó con la tenacidad, hasta cierto punto simpática, de los urbanos, y concluyó con el audaz golpe, hasta cierto punto caballeresco, de los sargentos de la Guardia Real. Pero yo veo que si no hay función sin tarasca, no puede haber motín sin coces. Desconfía de la revolución que se pone guantes, porque entorpecida de las manos, te acaricia con las patas. Ea, no más. Adiós».

      VIII

      Esta y las anteriores cartas de tal modo perturbaron el espíritu del Sr. de Calpena, que no dormía con sosiego, asaltado de pensamientos contradictorios. No poco le inquietaba la noticia del disfavor de Negretti en la corte de Carlos, y como no había contestado el tal a tres cartas que Fernando le llevaba escritas durante su largo encantamiento en La Guardia, era lógico suponer que ya no estaba al servicio del Pretendiente. ¿A dónde se dirigiría para dar cumplimiento a la empresa en que no sólo su amor, sino su honor y su dignidad estaban empeñados? Este problema se le presentaba, pues, obscuro y dificultoso. Por otra parte, dábanle ánimo ciertas expresiones vagas de la incógnita, y las reticencias, algo menos nebulosas, del buen Hillo: indudablemente se había influido con Mendizábal para que este recabara de Negretti el consentimiento, desenlace trivial de la comedia de costumbres moralizadoras. Las visitas de Hillo a D. Juan Álvarez no podían tener otro objeto. Todos los caminos se le franqueaban al enamorado joven, y se le abrían las puertas de su ventura con áureas llaves; querían trocarle su drama emocional y caballeresco en cuento infantil, de esos en que sale un hada benéfica que en un dos por tres lo arregla todo graciosamente. ¡Fácil y cómodo final! Pero tanta dicha era por punzantes dudas acibarada. ¿Dónde estaba Negretti? Si Mendizábal sabía su residencia, ¿cómo Hillo no tuvo la previsión de averiguar dato tan importante para comunicarlo a su Telémaco? Y si D. Juan Álvarez no lo sabía, ninguna eficacia podía tener su noble mediación.

      Analizando estas dificultades, pensaba en Rapella, que a fuer de intrigante y entrometido farsantón, habría sido el más útil guía en tal laberinto. Pero ignoraba el paradero del siciliano, a quien dos veces había escrito sin obtener respuesta. Probablemente había desempeñado su comisión política, y vuéltose a Madrid, a Nápoles, o al quinto infierno. En medio de estas confusiones, sentíase agitado el buen Calpena por un sentimiento de calidad desconocida, que despacito y por lentos avances se le iba metiendo en el corazón, en aquellas regiones de él que hasta entonces permanecieron vacías. ¿Qué podía ser más que el afecto puro y hondo de la señora incógnita que le llamaba, que le atraía, cual si le estuvieran tirando, tirando, de un hilo misterioso, el cual era más fuerte mientras en mayor tensión lo ponían? ¡Y qué instinto tan seguro el de la invisible al aplicar a su protegido el tratamiento de la libertad! Si por el sistema de la tiranía policiaca no logró hacerse querer, el nuevo régimen establecía la feliz concordia entre el pueblo y la autoridad, en cierto modo de derecho divino. Fernando la quería ya; pensaba en ella en sus insomnios; trataba de darle fisonomía y visible ser en su imaginación, y a ratos anhelaba ardientemente aproximarse a ella, maldiciendo airado la prolongación del misterio. ¿Por qué no se le revelaba de una vez para siempre? ¿Por qué ignoraba él lo que Hillo sin duda sabía ya? ¿Había alguna poderosa razón para perpetuar el juego de máscaras? ¿Se enojaría la divinidad si él resueltamente se aproximaba y con cariñosa mano arrancaba el velo? No: era lo más prudente dejar que la dama tapase y descubriese, según su deseo y conveniencia, pues la oportunidad de un acto de tal naturaleza sólo ella podía apreciarla. Lo que indudablemente persistía en el ánimo de Calpena, bien mirado el problema por todas sus facetas y aspectos diferentes, era la resolución de obedecer a su gobernadora en cuanto le ordenase; obediencia que debía de ser el signo más claro de gratitud por haber ella transigido en el magno negocio de los amores. Pues la Corona aceptaba lealmente el principio democrático, el pueblo sumiso celebraba firme y honrada alianza con el Trono. ¡Feliz concordia, que es el sueño de las naciones! En España no es sueño, es pesadilla, y al despertar de ella duelen los huesos.

      Señaló por fin D. Fernando, entrado Septiembre, un día que debía ser término fatal de su encantamento, pues ya su vida en La Guardia no era descanso, sino ocio. Aún insistía Demetria en que no estaba bien curado de su patita coja, y le incitaba a esperar a la época de la vendimia; pero él, estimando delicadamente estas insinuaciones como dictadas de la cortesía, no se dio a partido, y dispuso todo para su marcha. Como nada debe ocultarse, sépase que recompensó a los servidores de la casa con tan desusada largueza, que por mucho tiempo perduró en La Guardia la fama de la generosidad del caballero Don Fernando, a quien tenían por uno de los mayores potentados del mundo. A D. José María de Navarridas dio también una buena pella para que la repartiese entre los pobres del pueblo, y tuvo además la feliz idea de hacer sus visitas a cada una de las casas que conocía, sin olvidar las más humildes, lo que acabó de fijar en el ánimo del vecindario la opinión de la hidalguía y verdadera grandeza del huésped de Castro.

      Y se alegraba este de haber dispuesto tan en sazón su partida, porque según le dijo una tarde el cura, llevándole aparte con misterio, pronto debían llegar a La Guardia los Idiáquez y Urdanetas, hijo y madre, que venían a vistas con aparatoso séquito de criados. También vendría el abuelo paterno del D. Rodrigo, D. Beltrán de Urdaneta; pero este señor, muy anciano ya, aunque todavía templado y entero, no haría más que tornar descanso de un par de días en La Guardia, para seguir después hacia el valle de Mena, donde vivía su hija Valvanera, casada con uno de los ricos Maltranas, y madre de numerosa prole. No sentía malditas ganas Calpena de encontrarse con aquella familia, a pesar de la aureola de virtudes de que la rodeaba el bonísimo Navarridas, y se alegraba de llevar dirección contraria, para no topar con ellos en el camino. Venían de Oriente los Idiáquez, como los Reyes Magos, y él se iba hacia Miranda de Ebro (Occidente).

      El día de la partida, avanzado ya Septiembre, fue para todos muy triste. Habiendo determinado el viajero salir a la caída de la tarde, revelaron todos su pena a la hora de comer con una inapetencia desusada en aquella casa. Habían regalado las niñas a D. Fernando un caballo hermoso, con los mejores arreos que daba de sí la industria del país; fineza que agradeció, como es de suponer, en tales circunstancias, prometiéndose corresponder a ella con otra superior en cuanto llegase a Madrid. Y como manifestara deseos de tomar a su servicio, para llevársele, al mozo de la casa de Castro llamado Sabas, uno de los que acompañaron a las niñas en el viaje a Oñate, accedió Demetria gozosa, y el hombre, ya maduro, de probada lealtad y diligencia, no vaciló en admitir la propuesta, pues no había para él mayor gusto que emplearse en el cuidado y servicio de tan noble caballero. Las cuatro serían cuando abandonó D. Fernando la ilustre morada de Castro. Multitud de personas fueron a despedirle. Las niñas, con Doña María Tirgo, D. José Navarridas y el Sr. de Crispijana, bajaron de la villa al camino, y al llegar a este se apeó D. Fernando para seguir todos a pie un buen trecho, pues la tarde estaba fresca y convidaba a dar un paseíto. Hablaron, como es de rúbrica en estos casos, de la próxima vuelta. «Ya, ya: ¡si seremos tan tontas que creamos que vuelve por aquí! Deseando está él perdernos de vista» decía Demetria. Y Navarridas: «No, mujer; no digas tal. ¿Pues no ha de volver? Me lo ha prometido, y las promesas de caballeros de esta calidad son como una escritura ante notario…». «Sí, sí, fíese usted de escrituras ni de promesas». Y Gracia: «También a mí me ha dado palabra de volver, y si no vuelve, no tiene él la culpa, sino la novia, que le atará a la pata de una silla». Y doña María Tirgo: «Dejadle, tontuelas, que ya sabrá él lo que tiene que hacer. Venga o no venga, cuando ande por esas cortes y en esas grandezas, se acordará de estas pobres aldeanas, que se han esmerado en hacerle la vida agradable». Calpena sentía un nudo en su garganta; deseaba poner fin a la despedida, que se iba haciendo en extremo patética, y no sabía ya qué decir ni con qué tonos y actitudes expresar la emoción vivísima que le embargaba.


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