Amparo (Memorias de un loco). Fernández y González Manuel

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Amparo (Memorias de un loco) - Fernández y González Manuel


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si usted no es su madre, al menos la ha criado usted.

      – Por lo mismo quiero que sea feliz, dijo la trapera con su duro acento, que me causaba una sensación fría, punzante, indefinible.

      – ¿Y para que sea feliz la vende usted?

      – La mujer no es feliz más que vendiéndose; vendiéndose muy cara mientras es hermosa, arrancando al amor que compra, dinero para cuando sólo puede buscarse la caridad; ¡la caridad!..

      Y después de haber pronunciado con acento de blasfemia su última palabra, se bebió de un trago una copa de aguardiente.

      – Pues usted, la dije con desprecio, no ha sabido, por lo que se ve, aprovechar sus buenos tiempos.

      – Es que yo no me he vendido, me contestó con una expresión singular: por lo mismo la vendo a ella.

      – Creo que ella no piensa venderse.

      – Hará lo que yo quiera.

      – Pues bien: me encargo de esa muchacha.

      – No me gustan las palabras de sentido ambiguo. Sepamos claramente de lo que tratamos. ¿Cuándo ha conocido usted a Amparo?

      – Esta noche.

      – ¿La ha hablado usted?

      – Muy poco.

      – ¿Y cómo entenderemos eso de encargarse usted de ella?

      – Creo que puede ocuparse en otro trabajo más cómodo y beneficioso, que en el de recoger trapos.

      – Sí, ciertamente.

      – Por ejemplo: puede entrar en un taller.

      – Es verdad: repuso aquella mujer, cuyo semblante se había cubierto con la expresión de la mayor reserva; pero es el caso, que cosiendo se gana muy poco, y que hay que pasar por un aprendizaje, durante el cual nada se gana.

      – ¿Cuánto suele durar ese aprendizaje?

      – Acaso un año.

      – No hablemos más: venga usted conmigo.

      Pagué: salimos del café y llevé a aquella mujer a mi casa.

      Mi criado Mauricio se asombró al verme entrar con tan mala compañía, y mucho más cuando me encerré con ella en mi gabinete.

      – De hoy en adelante, la dije, puede usted contar con doce duros mensuales. Además, como supongo que carecerán ustedes de todo, tome usted estos dos billetes de a mil reales, y empléelos en ropas y utensilios. Todos los meses venga usted por la cantidad que asigno a Amparo.

      – ¡Gracias, dijo fríamente aquella mujer, y se despidió de mí.

      Cuando me quedé solo, busqué el cuaderno donde estaban consignadas mis obligaciones, y anoté lo siguiente:

      «Doscientos cuarenta reales para Amparo.»

      Yo había hecho esto por temperamento, por costumbre, no por caridad.

      Me acosté y me dormí.

      Cuando desperté al día siguiente, había perdido el recuerdo de aquella aventura.

      Entró Mauricio y me dijo:

      – Ahí está una muchacha que pregunta por usted. Vino a las diez y ha vuelto otras tres veces a ver si se había usted levantado.

      – ¡Una muchacha! exclamé con extrañeza.

      – Sí, sí, señor, y no es maleja: dice que se llama Amparo.

      – ¡Ah! Que entre, que entre.

      Poco después entró Amparo.

      La acompañaba su perro.

      Venía peinada y limpia, pero muy pobre y muy ligeramente vestida.

      Me saludó con gracia y con la misma digna lisura con que hubiera saludado a un conocido antiguo.

      Sonreía tristemente y estaba encendida, sobreescitada.

      El perro fijaba en mí una atenta e inteligente mirada.

      – Perdone usted, caballero, me dijo Amparo, si he venido a incomodarle, pero he creído que debía venir a verle.

      – ¿Y por qué, hija mía?

      – ¿Por qué? ¿Con qué objeto ha dado usted dinero a la señora Adela? me contestó con precipitación y con vergüenza.

      – No hablemos de eso, la dije, la señora Adela lo sabe.

      – Nada me ha dicho, sino que ya no recogeremos más trapos; que compraremos vestidos y camas.

      – ¡Cómo! ¿No teníais camas?

      – No, señor: ese es mucho lujo para nosotras, dijo sonriendo tristemente: cuando se ha trabajado mucho, y sobre todo, cuando, se está acostumbrado a ello, se duerme muy bien sobre un ruedo.

      De la misma manera que otros se muestran neciamente soberbios con su opulencia, Amparo se mostraba noblemente orgullosa con su miseria.

      – Y bien, repuse: si nada te ha dicho esa mujer, ¿cómo sabes que yo la he dado dinero?

      – Anoche, cuando usted se alejó con ella, apagué mi farol y me fui detrás: esperé a que saliesen ustedes del café, los seguí y vi que entraban en esta casa. Esta mañana cuando la señora Adela me enseñó dos papeles encarnados, cuando leí…

      – ¿Sabes leer?

      – Sí, señor, contestó sin el más leve asombro de vanidad Amparo; cuando leí lo que en aquellos papeles estaba impreso y vi que eran billetes de banco… dinero, adiviné que aquel dinero venía de usted.

      – Y bien, ¿qué?

      – Necesito saber con qué objeto se ha desprendido usted de esa cantidad.

      – ¡Bah! ¡bah! ¿Con qué objeto? Con el de que no pases más noches malas; con el de que aprendas un oficio y puedas ser la honrada mujer de un artesano.

      – El padre Ambrosio me ha dicho que hay en el mundo personas caritativas; pero me ha dicho también que muchas veces se toma la caridad por pretexto.

      – ¿Y quién es el padre Ambrosio?

      – Un religioso exclaustrado de la Merced, que vive hace muchos años en la misma casa de vecindad donde yo vivo; un digno ministro del Altísimo; mi padre; la guía que Dios me ha dado viéndome desamparada en el mundo.

      – ¡Ah! ¡un religioso!

      – El infeliz no ha podido hacer otra cosa que enseñarme a leer y a escribir y procurar encaminarme a la virtud. Es muy pobre, pero… ¡es un sabio! Lo poco que sé se lo debo, y, sobre todo, él me ha hecho conocer que la mayor riqueza es la honra; la mayor felicidad tener la conciencia tranquila; el mayor mérito a los ojos de Dios, sufrir resignadamente la pobreza.

      – De modo que tú, pobre, miserable, destinada a un trabajo rudo y penoso, mal alimentada, mal vestida, sin fuego con que calentarte, sin lecho en que dormir, ¿estás resignada con tu suerte?

      – Sí, señor, contestó Amparo repitiendo su triste sonrisa.

      – ¡Oh! Tú no conoces al mundo, eres muy joven; estás soñando.

      – Me he criado en una casa de vecindad y tengo ya catorce años.

      – ¿Pretendes tener experiencia?

      – ¡Oh! ¡sí! Yo sé que si quisiera podría vivir cómodamente, vestir hermosas telas, concurrir a los teatros y a los paseos. Sé, porque la señora Adela me lo ha dicho, que un hombre muy rico está enamorado de mí. Lo sé tanto, como que me he visto maltratada muchas veces porque me he negado… a ser feliz, como dice la señora Adela.

      – ¡Oh! ¡Tan joven y ya conoces el mundo!

      – ¿No he de conocerle si me he criado entre lodo?

      – Pero tu lenguaje es escogido, Amparo: tus maneras riñen con tu posición, pareces una señorita disfrazada.

      – Lo


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