Amparo (Memorias de un loco). Fernández y González Manuel

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Amparo (Memorias de un loco) - Fernández y González Manuel


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no había leído el tal libro; pero supuse que sería un libro de devoción como otros tantos.

      – ¿Y qué más? añadí.

      – La Biblia.

      – ¡Habrás leído, pues, el Cantar de los cantares!

      Amparo me miró profundamente y se ruborizó, lo que demostraba que había leído aquel libro, que tenía talento y que había comprendido la intención de mi pregunta.

      – El Cantar de los cantares es un admirable libro simbólico, me dijo.

      – ¿Y no has leído más?

      – Sí; sí, señor, los sermonarios de Bossuet y de Fenelón.

      – ¿Y nada profano?

      – Sí; sí, señor, la historia universal de Anquetil, el Telémaco, el padre Mariana y las poesías de nuestros clásicos.

      – ¿Y novelas?

      – Ninguna… ¡ah! sí: las de doña María de Zayas, los ejemplares de Cervantes y el Quijote, esa admirable novela.

      Y había una lisura tal en la expresión de Amparo al contestarme; tal falta, tal negación de pretensiones, que era necesario creer que no sólo tenía talento, sino también elevación de ideas: ¡y junto a esto tal conformidad, tal resignación con lo ingrato de su fortuna!

      Yo, que me había interesado por ella por compasión, empecé a interesarme por afecto, y por un momento sentí que mi hastío por la vida desaparecía; comprendí que había encontrado algo a que podía consagrarme dignamente: a hacer el porvenir de aquella joven tan simpática, tan merecedora de amparo, yo era entonces impío y me dije: – Ya que la casualidad la ha procurado un buen hombre que la eduque, yo, que soy rico, haré lo demás: el sacerdote por una parte, y el calavera de buen corazón por otra, haremos de ella un prodigio.

      Y dentro de mi corazón adopté a aquella niña.

      Una adopción paternal, pura, desinteresada.

      Había en Amparo algo que dilataba mi alma.

      Ni yo podía pensar de otra manera: la corrupción de la mujer por medio del oro, me repugnaba: la rechazaban mi corazón y mi dignidad, y como jamás pensamos voluntariamente en lo que nos repugna, ni reparé que en Amparo existían los gérmenes de una gran hermosura, ni me incitó su pureza, ni miré en ella más que un ser débil digno de protección.

      Por lo mismo, me apresuré a tranquilizarla respecto a mis intenciones.

      La hablé con la elocuencia del sentimiento, con su forma poética, porque estaba seguro de ser comprendido por ella: con toda la espontaneidad de mi franqueza y de mi desinterés, y logré que Amparo se tranquilizase completamente.

      – ¡Ah! me dijo con los ojos arrasados de lágrimas: ¡Dios se lo pague a usted!

      Y Amparo me asió las manos, las estrechó contra su boca, y las cubrió de lágrimas.

      Después salió.

      Mustafá, que durante esta escena había estado echado sobre la alfombra, se levantó, me miró, movió lentamente la cola, y siguió a la niña.

      Empecé a sentir una vaga, pero dulce ansiedad: Amparo había causado en mí una impresión profunda, me había hecho experimentar una sensación desconocida.

      La recordaba (no podré deciros de qué modo) pero su recuerdo me dilataba el alma.

      Era el amor de un padre satisfecho de su hija.

      Dejé de pensar en la muerte.

      Me detuve en el camino del suicidio.

      Dejé de concurrir a los lupanares.

      Arreglé mi vida.

      Causé una dolorosa sorpresa en mis administradores, anunciándoles que iba a dedicarme al cuidado de mis intereses.

      Hice todo esto bajo la influencia de este pensamiento: – He adoptado a un ser a quien debo procurar hacer feliz.

      Amparo había hecho en mí una revolución: me había reconciliado con la vida.

      En recompensa, yo varié de plan respecto a su porvenir: la práctica de un oficio mecánico me parecía indigna de ella.

      Aspiraba en su nombre a más.

      Algunos podrán creer esto exagerado; sí lo es, está en armonía con la exageración de mi carácter; yo siento de una manera poderosa, y para sentir me bastan pocas impresiones.

      Amparo me había impresionado fuertemente.

      No sabía donde vivía.

      Un día encargué a Mauricio que la buscase.

      Mauricio empleó cuantos medios se conocen para encontrar una persona de la cual se saben el nombre, las señas y la condición.

      Gracias a lo bien montada que está la policía en España, Mauricio, que era uno de los mozos más listos que he conocido, no pudo dar con ella.

      Preguntó a los traperos y le contestaron que no la conocían.

      Fue al Ayuntamiento y sólo constaban allí el nombre y el número de Amparo como trapera.

      Amparo empezó a hacérseme una dificultad: indudablemente a fin de mes, la señora Adela vendría en busca de su asignación; pero yo no quería esperar aquel plazo.

      Habían pasado quince días desde mi aventura.

      Era por la mañana y Mauricio entró alegre.

      – Ya la tenemos, exclamó.

      – ¿A quién?

      – A la señorita Amparo.

      – ¡Cómo! ¿sabes dónde vive?

      – Está en la antesala.

      – ¡Ah! exclamé saliendo de mi gabinete y atravesando la sala; entre usted, señora, entre usted.

      Amparo entró.

      Venía sencillamente vestida, un manto de sarga, un cordón de pelo al cuello con una pequeña cruz dorada, un pañuelo de seda sobre los hombros, una bata de percal, y un delantal negro; me pareció más alta y más bella: venía encendida, alegre, con un bulto bajo el manto; me saludó con una sonrisa sumamente afectuosa y entró en el gabinete, sobre una de cuyas mesas dejó el bulto que traía bajo el manto, y que produjo un sonido metálico.

      – ¿Qué es eso? la dije.

      – Esto es que Dios me favorece, me contestó: son tres mil reales que he ganado a la lotería.

      – ¡Ah! exclamé adivinando su intención.

      – Tres mil reales que traigo a usted.

      – ¿Y para qué quiero yo eso?

      – ¿Para qué? me contestó mirándome gravemente, para que se reintegre usted de los dos mil reales que dio a la señora Adela.

      – ¡Ah! ¿eres orgullosa?

      – No por cierto, ¡sino que habrá tantos otros desdichados!

      Se me nubló el semblante, y Amparo se apresuró a decir:

      La caridad debe ser discreta; la caridad indiscreta hace más daño que beneficio; yo ya tengo todo lo que podía desear; un cuartito alegre, una cama blanda, ropa blanca y dos vestidos de calle. Trabajo; trabajo con ardor, y dentro de poco seré oficiala. Emplee usted esos dos mil reales en amparar otra desdicha, y los mil restantes guárdelos usted para dárselos doce a doce duros a la señora Adela: hay para cuatro meses; dentro de cuatro meses ganaré una peseta, que era cuanto deseaba. Con que… no hablemos más. Ahí se queda eso. Tengo que comer y estar a las tres en el taller.

      Y escapaba.

      – Espera, la dije, ¿no quieres tener nada mío?

      – ¡Oh? sí, sí… el recuerdo… y el agradecimiento. ¿No basta eso?

      – Bien, me quedo con ese dinero, aunque sería mejor que los mil reales restantes


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