La alhambra; leyendas árabes. Fernández y González Manuel

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La alhambra; leyendas árabes - Fernández y González Manuel


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únicamente brillaban en su cabeza entre su toca, las puntas de su corona, y la empuñadura de su espada entre su faja.

      Durante algun tiempo permaneció inmóvil en su benévola contemplacion; luego adelantó y fué á sentarse silenciosamente en el mismo divan en que estaba replegada Bekralbayda, pero á cierta distancia.

      Entonces la jóven pareció despertar de un sueño, se estremeció, levantó la cabeza, fijó una mirada ansiosa en el rey Nazar, y cruzando la manos, esclamó:

      – ¡Ah, señor!

      – ¡Yo te amo! dijo negligentemente el rey Nazar.

      Bekralbayda se puso de pie, mas pálida aun que lo que estaba, aterida, muda, como aniquilada; guardó durante algunos momentos silencio, y luego esclamó:

      – ¡Pero yo no puedo amarte… no!.. ¡no puedo amarte como tú quieres que te ame… no! ¡Allah, el grande, el poderoso Allah lo sabe: no puedo amarte así!

      – Cuando te confesé mi amor, dijo reposadamente el rey Nazar, tú me contestaste…

      – ¡Mentí! ¡mentí! esclamó toda asustada Bekralbayda.

      – Cuando te confesé mi amor, continuó impasible el rey, me dijiste, quiero ser sultana.

      – ¡Ah, misericordioso Dios! ¡Mentí!

      – Yo te dije: en buen hora sea: Dios te ha dado en sus bondades una hermosura superior á la de las mugeres de la tierra; eres una hurí que el Altísimo ha permitido aliente en las entrañas de una muger: digna eres de ser sultana: mi esposa la sultana Wadah, ha enloquecido… está apartada de mí: tú ocuparás el lugar de la sultana Wadah, que por su locura se la puede considerar muerta.

      – ¡Ah, poderoso señor!

      – Tú sabes que la locura de la sultana Wadah es verdad.

      – La sultana Wadah es muy desdichada: la sultana Wadah llora una hija perdida.

      – ¡Una hija! esclamó, levantándose aterrado, trémulo, herido como por un rayo por aquella terrible revelacion, el rey Nazar. ¿Quién te ha dicho que la sultana Wadah ha perdido una hija?

      – ¡Qué! ¿no has perdido tú tambien tu hija, poderoso señor? esclamó aterrada por su imprudencia Bekralbayda.

      – Yo no he tenido de la sultana Wadah mas que un hijo: el príncipe Juzef, contestó con voz cavernosa el rey Nazar.

      – ¡Oh! ¡yo me he engañado! ¡yo me he engañado! esclamó trémula la jóven.

      – Tú no sabes mentir: dijo severamente el rey.

      – ¡Ah, señor!

      – Tú eres cándida y pura como la azucena de los valles.

      – Yo me he engañado.

      – Pero… ¿por qué te has engañado?

      – Yo he visto á la sultana buscar una rosa blanca.

      – ¡Ah!

      – Yo la he escuchado decir…

      – ¡Oh! ¿qué has escuchado?..

      – ¡Mi rosa blanca! ¡la rosa de mis entrañas!

      – ¿Y no has escuchado mas?

      – ¿Y á qué puede llamar una muger la flor de sus entrañas, sino á su hija? esclamó cubriéndose de un vivísimo rubor Bekralbayda.

      – Sí, sí, te has engañado, dijo el rey Nazar reprimiéndose, volviendo á la tranquila y benévola espresion de su semblante, y sentándose de nuevo en el divan: ¡la rosa blanca! esa es una manía de la sultana.

      – ¡Infeliz! murmuró Bekralbayda.

      – La locura de la sultana Wadah me obliga á tomar otra esposa, te dije: puesto que quieres ser sultana, lo serás.

      – ¡Yo mentia! repitió Bekralbayda.

      – Luego, continuó el rey, añadiste: no me basta ser sultana: yo quiero que me dés un alcázar tan hermoso como no le hayan visto ojos humanos: cuando me dés ese alcázar seré tuya.

      – ¡Ah! ¡no! ¡no!

      – Yo he mandado fabricar este alcázar, una de cuyas pequeñísimas partes es la que ocupamos…

      – ¡Pues bien! acaba ese alcázar, señor… y entonces…

      – Este alcázar, que será la maravilla de las gentes, no puedo terminarlo yo, ni lo verá terminado mi hijo ni mi nieto; si para cuando esté terminado este alcázar has de darme tus amores… seria preciso que Dios parase para nosotros solos el tiempo y que le apresurase para los demás.

      – Pero lo que yo te he prometido no me obliga hasta que hayas cumplido tu promesa: hasta que hayas terminado el Palacio-de-Rubíes: si para entonces hemos muerto, la culpa no es mia.

      – ¡Cuán mal parece la mentira en boca tan hermosa! dijo el rey Nazar.

      Ruborizóse Bekralbayda.

      – ¡Ah señor! si yo miento, esclamó arrojándose á sus pies, es porque la mentira es la única arma que tengo para defenderme de tí.

      El rey Nazar la levantó dulcemente y la sentó junto á sí.

      – ¿Piensas, la dijo, que si yo quisiera te podrias defender de mí?

      – El generoso, el grande, el vencedor, el magnífico Nazar, no puede ni debe amar á una desdichada que no puede amarle.

      – Y… ¿por qué no puedes amarme?

      – ¡Porque amo á otro! esclamó con desesperacion Bekralbayda, ¡porque mi alma está en la suya! ¡porque llevo en mis entrañas la flor de mis amores!

      Y Bekralbayda se cubrió el rostro con las manos y rompió á llorar.

      El rey Nazar sintió que sus ojos se arrasaban: se dominó, apartó las manos de la jóven de su rostro, y no pudiendo contenerse, inflamado de un amor inmenso, no á la muger, sino á la madre de su nieto, la atrajo á sí y la estrechó entre sus brazos esclamando conmovido:

      – ¡Ah! ¡hija mia! ¡hija de mi alma!

      Y luego, como pesaroso de haberse dejado arrastrar de su corazon, separó de sí á Bekralbayda, compuso su semblante, recobró su impasibilidad, aunque aparente, y dijo:

      – ¿Amas á un hombre y eres madre?

      – Tú me has llamado hija, señor; esclamó con ansiedad Bekralbayda.

      – ¡Yo! ¡que yo te he llamado hija! ¡no sabes que te quiero para esposa!

      – ¡Y serias tú, poderoso sultan de los creyentes, esposo de una muger que ama á otro hombre, que ha sido suya, y que es madre!

      – Yo te amo sobre todas las cosas: no importa que ames, si morando en mi alcázar no vuelves á ver al hombre á quien amas, no importa que seas madre… porque todos creerán que ese hijo es mio: eres mi esclava.

      – ¡Me matarás! ¡puedes matarme! ¡pero no puedes hacer que yo olvide mi amor, que yo le ofenda! ¡no! ¡no! esclamó Bekralbayda desesperada.

      – Escucha, dijo el rey: te cubriré de oro y perlas: te daré esclavas á millares: te rodearé de cuanta grandeza puede disponer un rey tan poderoso como yo.

      – ¡No! esclamó con energía Bekralbayda.

      – No volverás á ver á ese hombre.

      – Pero le guardaré su amor, mi pureza dentro de mi alma como en un santuario.

      – Yo buscaré á ese hombre y le mataré.

      – El querrá morir mejor que verme en tus brazos.

      – Cuando nazca tu hijo te lo quitaré.

      – Me volveré loca como la sultana Wadah, y llamaré en mi delirio á la flor de mis amores, pero no seré tuya.

      El rey Nazar se estremeció.

      – ¿Y si


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