El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel

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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Fernández y González Manuel


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doña Catalina!

      – Ya sé, ya sé que un ambicioso puede estar enamorado de un rey, mirando en su favor el logro de su ambición; pero no he querido jugar del vocablo; no: don Rodrigo está enamorado de su majestad… la reina.

      – ¡Ved lo que decís!.. ¡ved lo que decís, doña Carolina! – exclamó la camarera mayor anonadada por aquella imprudente revelación, y creyendo encontrar en la misma una causa hipotética de la desaparición de la reina de sus habitaciones.

      – A nadie lo diría más que á vos, señora – dijo con una profunda seriedad la joven ni os lo diría á vos, si hasta cierto punto no tuviese pruebas.

      – ¡Pruebas!

      – Oíd: hace dos años, cuando estuvimos en Balsaín, solía yo bajar de noche, sola, á los jardines.

      – ¡Sola!

      – En el palacio hacía demasiado calor. Acontecía además, para obligarme á bajar al jardín, que… en las tapias había una reja.

      – ¡Ah!

      – Una reja bastante alta, para que pueda confesar sin temor que por aquella reja hablaba con un caballero, más discreto por cierto, más agudo, y más valiente y honrado que el conde de Lemos.

      – Sin embargo, creo que hace dos años ya estábais casada.

      – ¿Y qué importa? yo no amaba á aquel caballero, ni aquel caballero me amaba á mí.

      – Os creo, pero no comprendo…

      – Pero comprenderéis que cuando os confieso esto, os lo confesaría todo.

      – ¿Pero cómo podías bajar á los jardines?

      – Por un pasadizo que empezaba en la recámara de la reina, y terminaba en una escalera que iba á dar en los jardines.

      – ¡Ah! ¡también hay pasadizos en el palacio de Balsaín!

      – Un pasadizo de servicio, que todo el mundo conoce.

      – ¡Ah! ¡sí! ¡es verdad!

      – Pues bien: la noche que me tocaba de guardia en la recámara de la reina, cuando su majestad se había acostado; abría silenciosamente la puerta de aquel pasadizo y me iba… á la reja.

      – Hacíais mal, muy mal.

      – No se trata de si hacía mal ó bien, sino de que sepáis de qué modo he podido tener pruebas… de los amores ó al menos de la intimidad de don Rodrigo Calderón con la reina.

      – ¡Amores ó intimidad!.. – murmuró la duquesa – ¡Dios mío! ¿pero estáis segura?

      – ¿Que sí lo estoy? Una noche, cuando yo me volvía de hablar con mi amigo secreto, al pasar por detrás de unos árboles oí dos voces que hablaban, la de un hombre y la de una mujer.

      – Y eran…

      – Cuando arrastrada por mi curiosidad me acerqué cuanto pude de puntillas, conocí… que la mujer era la reina, que el hombre era don Rodrigo Calderón.

      – ¡Y hablaban de amores!

      – Al principio… es decir, cuando yo llegué, no; conspiraban.

      – ¡Que conspiraban!

      – Contra mi padre.

      – ¡Ah! – exclamó la duquesa.

      – Recuerdo que su majestad estaba vestida de blanco, y que don Rodrigo tenía un bello jubón de brocado; el traje de la reina me extrañó, porque recordé que cuando entramos á desnudarla tenía un vestido negro.

      – Pero… ¿cómo… á propósito de qué conspiran… la reina y don Rodrigo contra el duque Lerma?

      – La reina se quejaba de que mi padre dominaba al rey; y que no se hacía más que lo que mi padre quería; que las rentas reales se iban empeñando más de día en día; que la reina estaba humillada; que nuestras armas sufrían continuos reveses; que, en fin, era necesario hacer caer á mi padre de la privanza del rey, para lo cual debían unir sus esfuerzos la reina y don Rodrigo.

      – ¡Ah! ¡ah! por el amor… ¿hablaron de amor?..

      – Don Rodrigo pidió una recompensa por sus sacrificios á la reina.

      – Y la reina…

      – La reina le dijo: ¡esperad!

      – ¡Pero una esperanza!..

      – Mi buena amiga: cuando una mujer pronuncia la palabra ¡esperad! como la pronunció la reina, es lo mismo que si dijese: hoy no, mañana.

      – Sin embargo, la reina, por odio al duque de Lerma, ha podido bajar hasta decir á un hombre que pudiese servirla contra el duque: ¡esperad! ¡pero bajar más abajo!

      – La reina tiene corazón.

      – Es casada.

      – Está ofendida.

      – El rey la ama.

      – El rey ama á cualquiera antes que á su mujer.

      – Tengo pruebas del amor del rey hacia la reina; pruebas recientes.

      – Lo que inspira la reina al rey no es amor, sino temor, y procura engañarla sin conseguirlo. El rey quiere á todo trance que le dejen rezar y cazar en paz, y la lucha entre la reina y mi padre le desespera.

      Quedóse profundamente pensativa la duquesa.

      – Os repito – dijo recayendo de nuevo en su porfía – que no tengo la más pequeña duda de que la reina inspira á su majestad un profundo amor.

      – Ya os he dicho y os lo repito: no se ama á un tiempo á dos personas.

      – ¿Y el rey?..

      – El rey ama á una mujer que… preciso es confesarlo, por hermosa, por discreta, por honrada, merece el amor de un emperador. ¡Pero vos estáis ciega, doña Juana! ¿no habéis comprendido que el rey está enamorado hasta la locura de doña Clara Soldevilla, verdadero sol de la villa y corte, y que vale tanto más, cuanto más desdeña los amores del rey?

      – ¡Pero si doña Clara es la favorita de la reina! ¿Queréis que la reina esté ciega también?

      – La reina sabe que si el rey ama á doña Clara, doña Clara jamás concederá ni una sombra de favor al rey, y la reina, con el desvío de doña Clara á su majestad, se venga del desamor con que siempre su majestad la ha mirado.

      – Vamos: no, no puede ser; vos os equivocáis… tenéis la imaginación demasiado viva, doña Catalina.

      – Quien tiene la culpa de todo esto, es mi padre.

      A esta brusca salida de asunto, ó como diría un músico, de tono, la duquesa no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.

      – ¡Qué decís! – exclamó.

      – Mi padre, con la manía de rodearse de gentes que le ayuden, se fía demasiado de las apariencias y comete… perdonadme, doña Juana, porque yo sé que sois muy amiga y muy antigua amiga de mi padre, pero su excelencia comete torpezas imperdonables.

      – ¡Dudáis también de la penetración, de la sabiduría y de la experiencia de vuestro padre! Yo creo que si seguimos hablando mucho tiempo acabaréis por confesar que dudáis de Dios.

      – Creo en Dios y en mi padre.

      – Se conoce – dijo la duquesa no pudiendo ya disimular su impaciencia – que os galanteaba con una audacia infinita, antes de que os casárais, don Francisco de Quevedo.

      Coloreáronse fugitivamente las mejillas de la joven.

      – ¿Y en qué se conoce eso?

      – En que os habéis hecho… muy sentenciosa.

      – Achaques son del tiempo; hoy todo el mundo sentencia, hasta el bufón del rey; ¡y qué sentencias dice á veces el bueno del tío Manolillo! El otro día decía


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