El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel
Читать онлайн книгу.soltó una alegre carcajada.
Por fortuna, nadie había en la galería por donde atravesaba.
– Ahora – dijo para sí la condesa, continuando en su marcha y en su pensamiento – es necesario que esta carta llegue á manos de mi padre, sin que la lleve yo… ¡bah! renuncio á mi venganza á trueque de que mi padre y señor pudiera reconocerme; preferiría irme á él con la cara descubierta, y mostrarle la carta de don Rodrigo. Pero mi padre, que deja estar en su destierro á su sobrino, mi señor esposo, por no disgustar á su servicialísimo don Rodrigo, sería capaz de desairar á su hija y de no creerla, porque su muy querido don Rodrigo no se disgustase. Ahora, haciéndole sospechar que don Rodrigo le engaña, que le hace traición, su excelencia, que es tan receloso, que en todas partes ve peligros, perderá de seguro á su muy amado confidente. ¿Quién os ha mandado, don necio soberbio, meteros conmigo? ¡Bien empleado os estará todo lo que os suceda, y en vano os devaneréis los sesos para saber de dónde ha venido el golpe!
La joven sonrió satisfecha de su pensamiento.
– Doña Clara Soldevilla estará en la sala de las Meninas; acaso ella, que es valiente, que por nada se detiene, que aborrece de muerte á don Rodrigo Calderón, llevará con placer esta carta á mi padre, en cuanto sepa que esta carta puede hacer daño á don Rodrigo. Es necesario inventar otra historia para engañar á doña Clara, aunque es necesario que sea más ingeniosa que la que he contado á la camarera mayor, porque doña Clara tiene mucho ingenio. Y bien – dijo dándose un golpe en la frente – : ya tengo la historia. Utilicemos el ruidoso asunto de los amores del príncipe don Felipe con la querida de don Rodrigo; eso es, adelante.
La condesa entró en una cámara solitaria y llamó.
Presentósela inmediatamente una venerable dueña.
– ¿Qué me manda vuecencia? – dijo aquella ruina con tocas.
– Decid á doña Clara Soldevilla que venga.
– Doña Clara no está en el cuarto de las Meninas, señora – dijo la dueña.
– ¿No está acaso de servicio?
– No, señora; está en su cuarto enferma.
– ¡Ah! ¿está enferma? – exclamó la condesa con un despecho, que la dueña tomó por interés.
– Afortunadamente, señora, la indisposición de doña Clara es un ligero resfriado.
– Me alegro mucho: me habíais dado un susto. ¿Y dónde tiene su cuarto doña Clara?
– Vive sola con una dueña y una doncella, más allá de la galería de los Infantes; si vuecencia quiere que la guíe…
– No; no me es urgente ver á doña Clara; la veré mañana. ¿Conque decís que vive…
– En la crujía obscura que está más allá de la galería de los Infantes, en el número 10. Además, la puerta está pintada de verde.
– Muy bien, gracias; retiráos.
– La dueña hizo una cumplidísima reverencia, y se retiró, casi sin volver la espalda á la condesa, que, en el momento en que se vió sola, tomó una bujía de sobre una mesa, y abriendo una puerta de servicio, se encontró en un estrecho corredor, pasado el cual, entró en una ancha galería, medio alumbrada par algunos faroles y enteramente desierta, á excepción de un centinela tudesco, que se paseaba gravemente en la galería y que, al ver á la condesa, se detuvo y al pasar ella por delante de él, dió un golpe con el cuento de la alabarda en el suelo, á cuyo saludo contestó la joven con una ligera inclinación de cabeza.
La condesa se perdió por una pequeña puerta al fondo.
La galería que acababa de atravesar era la de los Infantes; el lugar en que había entrado, era una galería densamente lóbrega, en la cual resonaban los pasos de la condesa de una manera sonora.
La de Lemos iba ceñida á la pared del lado izquierdo, con la bujía levantada, mirando los números pintados sobre las puertas, y ya había recorrido un gran espacio sin encontrar el número 10, ni la puerta verde, cuando oyó al fondo de la galería ruido de pasos lentos y marcados, como los de un hombre que anda pesadamente y con dificultad.
Miró la de Lemos al lugar de donde provenía el ruido, y sólo vió la área luminosa de la linterna.
El que la llevaba estaba envuelto en la sombra.
La condesa se detuvo contrariada, porque hubiera querido que nadie la viera en aquellos lugares, y se detuvo irresoluta.
El de la linterna se detuvo también.
– ¿Quién va? – dijo con un acento breve, descuidado y ligeramente sarcástico; esto es: con un acento que parecía estar acostumbrado de tal modo á expresar el sarcasmo, que le dejaba notar hasta en la frase más indiferente.
– ¡Ah! ¡Dios mío! ¿si será? ¡pero no! ¡no puede ser! ¡si estaba preso! ¿Quién va? – añadió con interés la condesa.
– ¡Ah! – dijo el hombre – ; yo soy, Diógenes trasegado, que anda en busca de un hombre y no le hallo.
– Y yo soy una dama andante, que busca á una mujer y no la encuentra.
Acercábanse entretanto los dos interlocutores.
– Pero hallo una mujer – dijo el de la linterna – , lo que no es poco, y me doy por bien hallado.
– Y yo – dijo la condesa con afecto – encuentro un hombre, y me doy por satisfecha.
– ¡Ah! ¡doña Catalina!
– ¡Ah! ¡don Francisco!
A este punto, don Francisco y doña Catalina estaban á muy poca distancia el uno del otro, y se enviaban mutuamente al rostro la luz de la bujía y de la linterna.
Era don Francisco un hombre como de treinta años, de menos que mediana estatura, y más desaliñadamente vestido que lo que convenía á un caballero del hábito de Santiago, cuya cruz roja mostraba sobre el ferreruelo. Tenía la actitud valiente del hombre que nada teme y se atreve á todo; mostraba los cabellos un tanto más largos que como se llevaban en aquel tiempo; la frente alta, ancha, prominente, atrevida; la ceja negra y poblada, y al través del vidrio verdoso de unas anchas antiparras montadas en asta negra, dejaba ver dos grandes ojos negros, de mirada fija, chispeante, burlona y grave á un tiempo, inteligente, altiva, picaresca, desvergonzada, escudriñadora: mirada que se reía, mirada que suspiraba, mirada pandæmonium, si se nos permite esta frase, á cuyo contacto se encogía el alma de quien era mirado por ella, temorosa de ser adivinada ó de ser lastimada; aquellos dos ojos estaban divididos por una nariz aguileña de no escaso volumen, y bajo aquella nariz y un poblado bigote, y sobre una no menos poblada pera, sonreía una boca en que parecía estereotipada una sonrisa burlona, pero con la burla de un sarcasmo doloroso.
Este hombre era don Francisco de Quevedo y Villegas, gran filósofo, gran teólogo, gran humanista, gran poeta, gran político, gran conspirador, caballero del hábito de Santiago, señor de la torre de Juan Abad, epigrama viviente, desvergüenza ambulante, gran bufón de su siglo, que acogía con carcajadas convulsivas las verdades que le arrojaba á la cara.
Era, en fin, ese grande ingenio, cuyas obras leemos con deleite, perdonándole su cinismo, su escepticismo, su desvergüenza; ese grande ingenio á quien amamos, por lo que nos entretiene y por lo que nos enseña; ese hombre, á quien acaso ennoblecemos, ó á quien no comprendemos tal vez; esa colosal figura, colocada la mitad en luz y la mitad en sombra.
– ¿Vos por aquí, don Francisco? – dijo la condesa sin disimular su alegría, alegría semejante á la de quien de una manera inesperada tiene un buen encuentro.
– San Marcos llora; allá le dejo entregado á su viudez, y á los canónigos escandalizados de que Lerma se haya atrevido á tanto: allá se quedan llorando, porque ya no tienen quien les haga llorar… de risa, y yo me vengo aturdido á la corte, porque ya no tengo al lado, en un consorcio infame, á quien me hacía reir de… rabia.
– ¡Siempre tan