El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel

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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Fernández y González Manuel


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alhaja de mucho precio, ha vuelto con otras pero no ha desempeñado ninguna. Esta noche ha ido, toda azorada, asustada, trémula, ha pedido á la señora María mil y quinientos doblones (nunca había pedido tanto), ofreciendo dar por ellos tres mil en el término de un mes. Ya veis si es negocio.

      – ¡Pues hacerlo! ¡hacerlo! – dijo Montiño.

      – Lo haremos á medias, ó mejor dicho á tercias, entre vos, la señora María y yo: quinientos doblones cada uno.

      – ¿Y para eso me habéis buscado, me habéis entretenido y me habéis mentido tanto? – dijo levantándose Montiño con visibles muestras de despedir á Cornejo.

      – Esperad… esperad, que el negocio lo merece – repuso el señor Gabriel con gran calma – . Recordad; yo pido al tío Manolillo esta tarde mil y quinientos doblones por la vida de un hombre principal, que sé de seguro que es don Rodrigo Calderón; don Rodrigo Calderón tiene unas cartas de la reina que la comprometen, y esta noche va á casa de la señora María á pedir mil y quinientos doblones una dama, que aunque no la conocemos, debe ser principalísima. ¿No creéis que debe meditarse esto, señor Francisco? ¿No creéis que en esto danzan las cartas, la reina y el tío Manolillo, y tal vez la reina en persona…?

      – ¿La reina en persona…? ¿Creéis que la reina haya podido ir á casa de la señora María de noche y sola?

      – Yo ya no me admiro de nada, señor Francisco, de nada; además que la dama tapada ofreció como seguridad de los mil y quinientos doblones, mejor, de los tres mil doblones, un recibo en forma de puño y mano de la reina, firmado por ella misma.

      – ¿Pues qué mejor seguridad queréis? haced el negocio, y dejadme en paz á mí; no quiero mezclarme en él, y siento mucho que me hayáis dicho tanto, porque cuando se trata de enredos lo mejor es no saberlos.

      – Pero venid acá; ¿no veis que nosotros solos no podemos hacer ese negocio?

      – ¿Y por qué? ¿Acaso me vendréis á decir, á quererme hacer creer que la señora María y vos no tenéis mil y quinientos doblones?

      – La dificultad no es el dinero, sino la seguridad de él; nosotros no conocemos la letra de la reina, y vos…

      – Yo no la conozco tampoco.

      – Señor Francisco, vos sois más en palacio que cocinero del rey.

      – ¡Y bien! ¿Qué? no quiero meterme en este negocio.

      – O queréis hacerlo vos solo – dijo irritado por la codicia el tío Cornejo.

      – Hablemos en paz, señor Gabriel – dijo el cocinero mayor – , y concluyamos, concluyamos de todo punto. No digáis á nadie lo que á mí me habéis dicho, porque podríais ir á la horca.

      Echóse á temblar aquel viejo lobo, porque le constaba que el cocinero mayor era uno de esos poderes ocultos que, bajo una humilde librea, han existido, existen y existirán en todas las cortes.

      – En cuanto al negocio – añadió Montiño – , no me meto en él; haced lo que queráis, y lo mejor que podéis hacer ahora es… iros.

      Vaciló todavía el señor Gabriel Cornejo, pero una mirada decisiva y un ademán enérgico de Montiño, le decidieron; se despidió hipócritamente deshaciéndose en disculpas, y cuando ya estaba cerca de la puerta, el cocinero del rey, como obedeciendo á una idea súbita, le dijo:

      – Esperad.

      Cornejo se volvió lleno de esperanza.

      – ¿Vais á ver á la señora María?

      – Ciertamente necesito decirla vuestra resolución.

      – Pues decidla, además, que prepare esta misma noche un aposento con lecho en su casa, y que cuando llame á su puerta uno que se nombrará sobrino mío, que le reciba, que yo respondo de los gastos.

      Voló la esperanza causando una dolorosa impresión en el señor Gabriel Cornejo, que se despidió de nuevo murmurando:

      – He sido un imprudente, no debía haber hablado tanto; yo confiaba en su codicia, pero está visto: su avaricia es mayor de lo que yo creía. Quiere hacer el negocio por sí solo.

      Entre tanto el cocinero del rey murmuraba abstraído y pensativo:

      – Es muy posible que sea verdad cuanto ese bribón me ha dicho; yo no me fío de ninguno; un negocio redondo por otra parte, mil quinientos doblones de ganancia, como quien dice, de una mano á otra; pero el asunto es demasiado grave, y la prudencia aconseja no meterse de frente en él… mi sobrino postizo es hombre, según dice mi hermano, capaz de meter un palmo de acero al más pintado, y don Rodrigo Calderón, está en el banquete del duque… después se encerrará en su despacho, y saldrá allá muy tarde por el postigo… ¡Ah, señor sobrino! os voy á procurar una buena ocasión… una ocasión que os hará hombre.

      En aquel momento se abrió la puerta y apareció una dueña.

      – ¡Ah, señor Francisco! ¡Y cuánto trabajo me ha costado encontraros! – dijo la dueña – . He tenido que decir que venía de palacio, con orden de su majestad para vos.

      – ¿Y es cierto…? ¿Traéis orden?

      – Casi, casi. Os traigo una carta.

      – Dadme acá, doña Verónica, dadme acá.

      La dueña entregó una carta al cocinero mayor, que éste abrió con impaciencia.

      «Tenéis un sobrino – decía – que acaba de llegar á Madrid; enviadle al momento á palacio. Tened en cuenta, que se trata de un negocio de Estado; que espere junto á la puerta de las Meninas, por la parte de adentro. Pero luego, luego.»

      Esta carta no tenía firma.

      – ¿Quién os ha dado esta carta, doña Verónica? No conozco la letra, no tiene firma. ¿Estáis de servicio?

      – ¡Ay! ¡sí, señor! Y yo no sé qué hay esta noche en palacio: las damas andan de acá para allá. La camarera mayor está insufrible, y la señora condesa de Lemos tan triste y pensativa… algo debe de haber sucedido grave á la señora condesa.

      – ¿Pero quién os ha dado esta carta?

      – La señora condesa de Lemos.

      – La condesa de Lemos no es alta, ni blanca, ni… no, señor – murmuró Montiño.

      – Ea, pues, quedad con Dios, señor Francisco – dijo la dueña – . No me hallo bien fuera de palacio; es ya tarde y está la noche tan obscura…

      – ¿Os han dicho que llevéis contestación?

      – No, señor.

      – Pues id con Dios, doña Verónica, id con Dios. Voy á mandar que os acompañen.

      – No, no por cierto: vengo de tapadillo; adiós.

      – Dios os guarde.

      La dueña se envolvió completamente en su manto, y salió.

      – Que me confundan si entiendo una palabra de esto – dijo Montiño – . ¿Si será verdad?.. ¿si será la reina la que necesite en palacio á mi sobrino?.. ¡pero señor!.. ¿cómo conocen ya á mi sobrino en palacio?

      Montiño tomó el partido de no devanarse más los sesos; para tomar este partido tomó también una resolución.

      – Es preciso – dijo – que mi sobrino vaya á palacio con las cartas de la reina.

      Y saliendo del aposento en que se encontraba, atravesó la repostería y se entró en el otro aposento donde estaba su sobrino.

      CAPÍTULO VIII

      DE CÓMO AL SEÑOR FRANCISCO LE PARECIÓ SU SOBRINO UN GIGANTE

      Hacía ya tiempo que el joven había acabado de comer y hacía su digestión recostada la silla contra la pared, puestos los pies en el último travesaño del mueble, y entregado á un pensamiento profundo.

      Al


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