Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Читать онлайн книгу.

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


Скачать книгу
divan mas alto, habia doce hombres: todos ellos estaban armados de guerra, y en sus costados se veian largas espadas; todos ellos parecian valientes y caballeros, desde el mas viejo cuya barba larga blanca representaba una edad avanzada, hasta el mas jóven, cuya barba gris representaba á uno de esos guerreros para los cuales si bien ha pasado la juventud, no han pasado la agilidad ni la fuerza.

      En el centro de la cámara, sobre almohadones de brocado, habia unas vestiduras reales, una corona de oro y una espada.

      De pié, á ambos lados del divan donde estaban sentados los xeques, habia como hasta una veintena de personas, todas graves, todas vestidas con túnicas talares y de pié; ademas, entre gran número de walíes y arrayaces, con trages de guerra, habia cinco alféreces: el uno tenia un estandarte rojo bordado de oro, en el centro del cual se veia un escudo azul atravesado con una banda de oro en que estaban escritas en árabe estas palabras: Le galid ille Allah (solo Dios es vencedor). Este era el blason de los reyes de Granada. Los otros cuatro alféreces tenian cada uno una bandera: cada una de estas banderas tenia un color distinto: la una era verde, la otra blanca, la otra azul, la otra morada.

      Detrás del divan del centro, que como hemos dicho, era mas alto, y estaba destinado sin duda para el rey, estaban cuatro escuderos: el uno tenia una ancha adarga dorada, el otro una espada de combate, el otro una lanza de dos hierros, el otro en fin, un capacete riquísimo rodeado de una toca blanca.

      Allí estaba, por decirlo así, la córte completa del emir de los monfíes.

      Se nos olvidaba decir que precedian y seguian al emir y á Yaye, wazires, soldados y esclavos: un alférez pronunció en voz alta, y anteponiéndole algunos adjetivos pomposos, el nombre del emir, en el momento en que este llegó á la puerta.

      Los que estaban sentados se pusieron de pié y se inclinaron profundamente, como todos los demás; en el espacio que transcurrió desde que Muley Yuzuf apareció en la puerta hasta que llegó, llevando siempre á su hijo de la mano, al divan del centro, no se vieron mas que cuerpos encorbados y brazos cruzados.

      Aquella era la representacion del despotismo musulman: la profunda zalá ó reverencia con que los buenos creyentes rendian homenaje á su señor, el poderoso emir.

      Muley Yuzuf se sentó: Yaye permaneció de pié á su lado.

      – Que Dios, el Altísimo y Unico, os guarde, mis fieles y valientes vasallos, dijo Muley Yuzuf desde el divan, y vosotros nobles y sabios xeques de mi consejo, sentaos.

      Los xeques se sentaron y los demás se enderezaron.

      – Abu-Daly, mi secretario, dijo el emir, volviéndose á un anciano que estaba á la derecha de él, detrás del divan: entrega la gacela que te hemos hecho escribir, al noble Hussan-ebn-Dhirar, nuestro wisir; y tú, añadió dirigiéndose al wisir, lee á nuestros xeques, á nuestros sabios, á nuestros capitanes, lo que segun nuestra voluntad se contiene en esa gacela.

      El visir desenvolvió el largo pergamino que le habia entregado el secretario, y empezó con voz solemne y campanuda la lectura, en medio de un profundo silencio.

      Muley Yuzuf-Al-Hhamar reconocia segun el contesto de aquella gacela por hijo suyo á Sidy-Yaye-ebn-Al-Hhamar, alegaba las razones que habia tenido para hacerle educar entre los cristianos, y despues exponia su incapacidad, á causa de los años, de seguir gobernando á los monfíes y conduciéndolos al combate, como hasta entonces, por último, expresaba solemnemente su voluntad de abdicar la corona en su hijo, y de que este le sucediese inmediatamente en el mando.

      Apenas hubo terminado el wisir su lectura, cuando todos los circunstantes se inclinaron profundamente, y dijeron en coro como si hubieran sido ensayados para ello:

      – ¡Cúmplase la voluntad del querido de Dios, el invencible, el grande, el sabio, el poderoso Muley Yuzuf-Al-Hhamar!

      Entonces el emir se levantó, tomó de la mano á Yaye, le llevó hasta los almohadones que estaban en el centro de la cámara, y volviéndose á Yaye, dijo solemnemente:

      – Hijo mio Sidy Yaye, escuchad lo que va á deciros vuestro padre, y luego paseando lentamente su mirada en torno suyo, añadió: buenos muslímes, sabios, xeques, wazires, cadies, walies y caballeros, oid lo que va á deciros vuestro señor.

      Todos callaron: ese profundo silencio de la atencion excitada, dominó en la cámara donde estaban reunidos mas de cien hombres.

      – El Altísimo quiere que nada sea eterno é inmutable mas que él: la robusta encina envejece, sus ramas estériles dejan de producir hojas y frutos, y el huracan, al que ha resistido durante cien inviernos, le arrebata á cada empuje una de sus ramas secas; pero junto á la vieja encina hay siempre otra encina robusta y jóven, retoño de ella, y sus fuertes brazos cubiertos de verdor, dan sombra y frescura á la tierra que nutre sus poderosas raices. Todo muere; pero el Altísimo ha querido que al invierno suceda la primavera, á un año otro año, á un cadáver un hombre robusto y jóven. Yo soy la encina que se ha secado, yo soy el invierno que concluye: fuerte y sereno me habeis visto resistir al huracan de la desgracia, me habeis visto fuerte contra la adversidad: hoy mi corazon es jóven, pero mi brazo está cansado y débil: como la encina se despoja al fin para no volver á engalanarse con ella de su diadema de verdura, yo me despojo de la corona que heredé de mi padre, y la pongo sobre la cabeza de mi hijo.

      El anciano tomó de sobre los cogines la corona, y despues de habérsela ceñido un momento, se despojó de ella y la puso sobre la cabeza de Yaye.

      Un murmullo de respeto, una especie de salutacion inarticulada, semejante á uno de esos rezos que se pronuncian en voz baja, salió de las bocas de aquellos hombres.

      – Muley Yaye-ebn-Al-Hhamar, continuó el anciano: la corona que os he ceñido es la representacion de vuestro nombre de rey: al ceñírosla he rodeado vuestra frente de magestad, pero tambien la he rodeado de los cuidados del gobierno: desde hoy no vivís para vos sino para los demás: vos no podeis tener amor mas que para vuestra patria: vos no podeis tener ambicion mas que para vuestro pueblo: vos no debeis pensar mas que en gobernarle en justicia, en procurar que algun dia salga del desgraciado estado en que se encuentra, y en que sus banderas puedan recorrer vencedoras y respetadas los extensos ámbitos en un imperio poderoso y feliz. Jurad que sereis justo y guardador de la ley, que vuestros pensamientos y vuestras obras, solo seran por el bien y la grandeza de vuestros reinos.

      – Lo juro, señor, contestó Yaye.

      Entonces el anciano tomó la espada real, se la ciñó y dijo:

      – Mi padre, al ceñirse esta corona que yo he ceñido tambien, y que ahora ciñe vuestra cabeza, se ciñó esta valiente espada: durante treinta años, esta espada ha estado desnuda en las manos de mi padre, y ha brillado sangrienta contra los enemigos del Islam; durante otros veinte años, desde que murió mi padre hasta este momento, mi brazo ha sabido añadir glorias á esta espada: yo os la entrego (y el anciano ajustó el riquísimo talabarte de la espada á la cintura de Yaye), os la doy contra los enemigos de Dios y de nuestro pueblo; jurad que sereis buen caballero, que jamás desnudareis esta espada contra el bueno, ni el desvalido, que en vuestras manos será un rayo exterminador de infieles, pero nunca un hacha de verdugo, que conservareis y aumentareis su gloria, que jamás la desnudareis sin razon, ni la envainareis con mancha.

      – Os juro, señor, contestó con altivez Yaye, morir antes que manchar con una traicion, una injusticia ó una cobardía, la noble espada de mis abuelos.

      – ¡Sed rey! dijo entonces Yuzuf Al-Hhamar; yo en presencia de Dios y de mi pueblo, renuncio en vos la sagrada potestad de que he estado investido durante treinta años; yo espero que mis buenos y leales vasallos no tendrán que maldecirme por haberlos puesto bajo vuestra espada y vuestra voluntad. Lo que he podido daros os lo he dado; lo que resta que daros, pedidlo al pueblo que habeis de mandar.

      – ¿Me quereis por vuestro rey? dijo Yaye con voz firme y sonora, con la frente alta y resplandeciente de dignidad y de grandeza.

      – ¡Sí! ¡sí! ¡sí! exclamaron por tres veces, en coro los circunstantes.

      – Y en muestra de que asi lo queremos y de que asi antes de ahora lo hemos determinado, dijo Abd-el-Gewar, adelantando hácia el centro: yo gran faqui de los creyentes


Скачать книгу