Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

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Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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chasquido, y un venablo pasó silbando sordamente á mucha distancia de ellos.

      Indudablemente era une seña, no una amenaza, puesto que el viejo se detuvo y agitó por tres veces su alquicel.

      A aquella señal viéronse moverse sombras informes en la entrada de la selva, y adelantar hácia el repecho donde se habian detenido el viejo y el jóven.

      El número de aquellas sombras podia llegar á veinte y cuatro. Dos de ellas llevaban una litera.

      Cuando saliendo de la penumbra de la selva aquellos hombres se pusieron bajo la luz de la luna, pudo verse que sus semblantes eran feroces, casi salvajes: su trage era característico y bravío: llevaban en la cabeza un pequeño turbante blanco; ceñido su cuerpo por un sayo pardo, con mangas anchas, bajo las cuales se veian sus velludos brazos; este sayo, cuya falda apenas les llegaba á las rodillas, estaba ceñido en la cintura por una faja encarnada y anchísima, en la cual estaban sujetos un alfanje corvo y corto, y un par de largos pistoletes; pendiente de un ancho talabarte llevaban á la espalda una aljaba llena de venablos ó saetas; cada uno de estos hombres mostraba en su mano una fuerte ballesta, y por último, unas calzas de lana azul y unas abarcas, cuyos filamentos de cuero rodeaban sus piernas hasta atarse debajo de las rodillas, completaban su severa y enérgica vestimenta.

      Aquellos hombres parecian salteadores, bandidos, gente aparejada á todo linaje de crueldad y de desafuero.

      En efecto, tenian mucho de salteadores, porque aquellos hombres eran monfíes.

      Mas adelante tendremos ocasion de decir lo que estos monfíes eran.

      El anciano habló algunas palabras en árabe con el que parecia jefe de aquella gente, y despues abrió la litera, y entró en ella con el jóven.

      La litera se cerró de tal modo, que los que iban dentro no podian ver el camino por donde se les conducia.

      Inmediatamente cuatro de los monfíes cargaron con la litera, y rodeados de los restantes adelantaron hácia el oscuro pinar, y se internaron en él.

      El lugar donde el jóven y el anciano habian entrado en la litera, quedó solitario.

      Poco despues y durante una hora, aparecieron uno tras otro en el repecho frontero al pinar, doce hombres envueltos en alquiceles blancos.

      Siempre que aparecia uno de aquellos hombres, zumbaba á alguna distancia de él una saeta salida del pinar.

      El hombre se detenia; agitaba por tres veces el extremo de su alquicel, y adelantaba sin recelo, aventurándose en la oscura selva, como en un terreno conocido.

      Poco despues otro hombre envuelto tambien en un alquicel blanco, llegó al mismo punto que los otros, y como junto á los otros, zumbó junto á él otra saeta.

      En vez de agitar aquel hombre por tres veces su alquicel, se volvió, y empezó á trepar apresuradamente el repecho por donde poco antes habia descendido.

      Escuchóse entonces el simultáneo chasquido de algunas ballestas, y el ronco silbar de muchos venablos: el que huia cayó.

      Poco despues algunos monfíes estaban á su alrededor, y le reconocian.

      – Es el alguacil de Mecina de Bombaron, dijo uno de ellos en árabe á sus compañeros; un perro, espía de los cristianos.

      Y arrastrándole por un pié hasta el borde del desfiladero, le arrojó á la profundidad.

      Oyóse un ronco gemido, luego el rebotar pesado del cuerpo sobre las rocas, despues el zumbido de un objeto voluminoso que cae al agua.

      Despues nada. Los monfíes habian desaparecido. Solo quedaba en el sendero del repecho junto á la cortadura, un ancho rastro de sangre, y algunos girones blancos que iluminaban la luna sobre los espinos.

      En aquel mismo punto, sentado en un divan, en una magnífica cámara, teniendo á los piés, sobre la alfombra de pieles de tigre, una hermosa esclava, habia un anciano.

      Este anciano dormitaba; su venerable barba blanca se inclinaba sobre su pecho; sus anchas y régias vestiduras se extendian sobre el divan.

      Entre la toca árabe del anciano, se veian las puntas de oro de una corona de rey.

      La esclava sentada á sus piés, abstraida y pálida, mostraba en sus negros y radiantes ojos una mirada diáfana, y como fija en la inmensidad; de tiempo en tiempo su blanca mano, arrancaba una flevil y fugitiva armonía de las cuerdas de oro de su guzla de marfil.

      Un ruiseñor, encerrado en una jaula riquísima, pendiente de la cúpula, lanzaba tambien de tiempo en tiempo un largo y armónico trino.

      Una lámpara de seda pendiente de la cúpula, arrojaba los reflejos de la ténue luz que contenia, destellando dulcemente en los erretes de diamantes del almaizar del anciano, en el brillante pomo de su yatagan, en la cabellera, y en los ojos de la esclava, en la ancha tunica de brocado de esta, y en los arabescos dorados que enriquecian los arcos sobre que se asentaba la cúpula.

      Era un cuadro de reposo que inspiraba sueño.

      Una imágen de voluptuosidad, que inspiraba amores.

      Un detalle encantador de la vida íntima de los musulmanes.

      El anciano era hermoso, á pesar de su edad.

      La esclava, era un arcángel humano.

      La cámara, era un robo hecho al paraíso.

      Durante algun tiempo, el anciano continuó dormitando, la esclava pensando, trinando el ruiseñor.

      Mas allá todo era silencio.

      De repente se escuchó un golpe vibrante y metálico.

      El ruiseñor calló; el anciano levantó la cabeza; la esclava se puso de pié, dejando ver la arrogante esbeltez de sus formas.

      Retumbó un segundo golpe; el anciano se puso de pié, y mandó con un ademan á la esclava que saliese.

      Esta desapareció por uno de los arcos laterales, como una ilusion de amores.

      Cuando se hubo perdido el ténue eco de los pasos de la esclava, el anciano fué á la puerta de la cámara y la abrió.

      En ella apareció otro anciano, de semblante atezado, de mirada dura y centelleante, pero respetuosa ante la persona que habia abierto la puerta: inclinóse como se inclina un vasallo ante su señor, y dijo:

      – Poderoso emir: vuestro leal siervo Abd-el-Gewar, el faqui, acaba de llegar.

      Coloráronse con una llamarada febril las pálidas mejillas del anciano, arrasáronse sus ojos, y dijo:

      – ¿Y ha venido solo Abd-el-Gewar?

      – No, poderoso emir, le acompaña un jóven.

      – ¿Dónde estan?

      – En la antecámara inmediata.

      – Haz entrar á Abd-el-Gewar.

      – ¿Solo?

      – Solo. Entre tanto da compañía al jóven.

      Inclinóse el anciano, salió, y el emir se dirigió con paso lento, y profundamente pensativo al divan, y se sentó en él.

      Poco despues se abrió la puerta del fondo, y apareció Abd-el-Gewar, que se detuvo un punto, miró al fondo, vió al emir, brilló en sus ojos una expresion de alegría y adelantando con una ligereza superior á sus años, se arrojó á los piés del emir.

      – Que el Señor Altísimo y Unico, te bendiga, señor, exclamó asiéndole las manos.

      – Alza, Abdel, alza, dijo con la voz ligeramente conmovida el emir: alza mi buen amigo, y siéntate.

      Y levantándole, le sentó á su lado en el divan.

      Los dos ancianos se contemplaron frente á frente, y en silencio durante algun tiempo: parecia como que en aquella mútua mirada recordaban todo su pasado: una larga historia de lucha y de sacrificios; los recuerdos de la juventud; las pasiones de la edad viril; los desengaños de la edad madura; aquella mirada mutua, era, como pudiera decirse, una mirada retrospectiva lanzada al mundo que habian


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