Misericordia. Benito Pérez Galdós

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Misericordia - Benito Pérez Galdós


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tengo dicho que no me traigas sobras de ninguna casa, pues prefiero la miseria que me ha enviado Dios, a chupar huesos de otras mesas… como te conozco, no dudo que habrás traído algo. ¿Dónde tienes la cesta?».

      Viéndose cogida, Benina vacilé un instante; mas no era mujer que se arredraba ante ningún peligro, y su maestría para el embuste le sugirió pronto el hábil quite: «Pues, señora, dejé la cesta, con lo que traje, en casa de la señorita Obdulia, que lo necesita más que nosotras.

      –Has hecho bien. Te alabo la idea, Nina. Cuéntame más. ¿Y un buen solomillo, no pusiste?

      –¡Anda, anda! Dos kilos y medio, señora. Sotero Rico me lo dio de lo superior.

      –¿Y postres, bebidas?…

      –Hasta Champaña de la Viuda. Son el diantre los curas, y de nada se privan… Pero vámonos adentro, que es muy tarde, y estará la señora desfallecida.

      –Lo estaba; pero… no sé: parece que me he comido todo eso de que has hablado… En fin, dame de almorzar.

      –¿Qué ha tomado? ¿El poquito de cocido que le aparté anoche?

      –Hija, no pude pasarlo. Aquí me tienes con media onza de chocolate crudo.

      –Vamos, vamos allá. Lo peor es que hay que encender lumbre. Pero pronto despacho… ¡Ah! también le traigo las medicinas. Eso lo primero.

      –¿Hiciste todo lo que te mandé?—preguntó la señora, en marcha las dos hacia la cocina—. ¿Empeñaste mis dos enaguas?

      –¿Cómo no? Con las dos pesetas que saqué, y otras dos que me dio D. Romualdo por ser su santo, he podido atender a todo.

      –¿Pagaste el aceite de ayer?

      –¡Pues no!

      –¿Y la tila y la sanguinaria?

      –Todo, todo… Y aún me ha sobrado, después de la compra, para mañana.

      –¿Querrá Dios traernos mañana un buen día?—dijo con honda tristeza la señora, sentándose en la cocina, mientras la criada, con nerviosa prontitud, reunía astillas y carbones.

      –¡Ay! sí, señora: téngalo por cierto.

      –¿Por qué me lo aseguras, Nina?

      –Porque lo sé. Me lo dice el corazón. Mañana tendremos un buen día, estoy por decir que un gran día.

      –Cuando lo veamos te diré si aciertas… No me fío de tus corazonadas. Siempre estás con que mañana, que mañana…

      –Dios es bueno.

      –Conmigo no lo parece. No se cansa de darme golpes: me apalea, no me deja respirar. Tras un día malo, viene otro peor. Pasan años aguardando el remedio, y no hay ilusión que no se me convierta en desengaño. Me canso de sufrir, me canso también de esperar. Mi esperanza es traidora, y como me engaña siempre, ya no quiero esperar cosas buenas, y las espero malas para que vengan… siquiera regulares.

      –Pues yo que la señora—dijo Benina dándole al fuelle—, tendría confianza en Dios, y estaría contenta… Ya ve que yo lo estoy… ¿no me ve? Yo siempre creo que cuando menos lo pensemos nos vendrá el golpe de suerte, y estaremos tan ricamente, acordándonos de estos días de apuros, y desquitándonos de ellos con la gran vida que nos vamos a dar.

      –Ya no aspiro a la buena vida, Nina—declaró casi llorando la señora—: sólo aspiro al descanso.

      –¿Quién piensa en la muerte? Eso no: yo me encuentro muy a gusto en este mundo fandanguero, y hasta le tengo ley a los trabajillos que paso. Morirse no.

      –¿Te conformas con esta vida?

      –Me conformo, porque no está en mi mano el darme otra. Venga todo antes que la muerte, y padezcamos con tal que no falte un pedazo de pan, y pueda uno comérselo con dos salsas muy buenas: el hambre y la esperanza.

      –¿Y soportas, además de la miseria, la vergüenza, tanta humillación, deber a todo el mundo, no pagar a nadie, vivir de mil enredos, trampas y embustes, no encontrar quien te fíe valor de dos reales, vernos perseguidos de tenderos y vendedores?

      –¡Vaya si lo soporto!… Cada cual, en esta vida, se defiende como puede. ¡Estaría bueno que nos dejáramos morir de hambre, estando las tiendas tan llenas de cosas de substancia! Eso no: Dios no quiere que a nadie se le enfríe el cielo de la boca por no comer, y cuando no nos da dinero, un suponer, nos da la sutileza del caletre para inventar modos de allegar lo que hace falta, sin robarlo… eso no. Porque yo prometo pagar, y pagaré cuando lo tengamos. Ya saben que somos pobres… que hay formalidad en casa, ya que no haigan otras cosas. ¡Estaría bueno que nos afligiéramos porque los tenderos no cobran estas miserias, sabiendo, como sabemos, que están ricos!…

      –Es que tú no tienes vergüenza, Nina; quiero decir, decoro; quiero decir, dignidad.

      –Yo no sé si tengo eso; pero tengo boca y estómago natural, y sé también que Dios me ha puesto en el mundo para que viva, y no para que me deje morir de hambre. Los gorriones, un suponer, ¿tienen vergüenza? ¡Quia!… lo que tienen es pico… Y mirando las cosas como deben mirarse, yo digo que Dios, no tan sólo ha criado la tierra y el mar, sino que son obra suya mismamente las tiendas de ultramarinos, el Banco de España, las casas donde vivimos y, pongo por caso, los puestos de verdura… Todo es de Dios.

      –Y la moneda, la indecente moneda, ¿de quién es?—preguntó con lastimero acento la señora—. Contéstame.

      –También es de Dios, porque Dios hizo el oro y la plata… Los billetes, no sé… Pero también, también.

      –Lo que yo digo, Nina, es que las cosas son del que las tiene… y las tiene todo el mundo menos nosotras… ¡Ea! date prisa, que siento debilidad. ¿En dónde me pusiste las medicinas?… Ya: están sobre la cómoda. Tomaré una papeleta de salicilato antes de comer… ¡Ay, qué trabajo me dan estas piernas! En vez de llevarme ellas a mí, tengo yo que tirar de ellas. (Levantándose con gran esfuerzo.) Mejor andaría yo con muletas. ¿Pero has visto lo que hace Dios conmigo? ¡Si esto parece burla! Me ha enfermado de la vista, de las piernas, de la cabeza, de los riñones, de todo menos del estómago. Privándome de recursos, dispone que yo digiera como un buitre.

      –Lo mismo hace conmigo. Pero yo no lo llevo a mal, señora. ¡Bendito sea el Señor, que nos da el bien más grande de nuestros cuerpos: el hambre santísima!».

      VII

      Ya pasaba de los sesenta la por tantos títulos infeliz Doña Francisca Juárez de Zapata, conocida en los años de aquella su decadencia lastimosa por doña Paca, a secas, con lacónica y plebeya familiaridad. Ved aquí en qué paran las glorias y altezas de este mundo, y qué pendiente hubo de recorrer la tal señora, rodando hacia la profunda miseria, desde que ataba los perros con longaniza, por los años 59 y 60, hasta que la encontramos viviendo inconscientemente de limosna, entre agonías, dolores y vergüenzas mil. Ejemplos sin número de estas caídas nos ofrecen las poblaciones grandes, más que ninguna esta de Madrid, en que apenas existen hábitos de orden, pero a todos los ejemplos supera el de doña Francisca Juárez, tristísimo juguete del destino. Bien miradas estas cosas y el subir y bajar de las personas en la vida social, resulta gran tontería echar al destino la culpa de lo que es obra exclusiva de los propios caracteres y temperamentos, y buena muestra de ello es doña Paca, que en su propio ser desde el nacimiento llevaba el desbarajuste de todas las cosas materiales. Nacida en Ronda, su vista se acostumbró desde la niñez a las vertiginosas depresiones del terreno; y cuando tenía pesadillas, soñaba que se caía a la profundísima hondura de aquella grieta que llaman Tajo. Los nacidos en Ronda deben de tener la cabeza muy firme y no padecer de vértigos ni cosa tal, hechos a contemplar abismos espantosos. Pero doña Paca no sabía mantenerse firme en las alturas: instintivamente se despeñaba; su cabeza no era buena para esto ni para el gobierno de la vida, que es la seguridad de vista en el orden moral.

      El vértigo de Paquita Juárez fue un estado crónico desde que la casaron, muy joven, con D. Antonio María Zapata, que le doblaba la edad, intendente de ejército, excelente persona, de holgada posición por su casa,


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