La Furia De Los Insultados. Guido Pagliarino

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La Furia De Los Insultados - Guido Pagliarino


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del enemigo.

      Vittorio, entreviendo por la tronera la torreta del tanque empezando a girar dirigiendo el cañón hacia el blindado, gritó a los suyos que abandonaran el vehículo y se emboscaran en los callejones de la Via Battisti y, al dar la orden, él mismo se dirigió a la salida, bajando el primero. Luego razonaría que, después de todo, retrasarse no habría servido para que los demás salieran más rápidos. En realidad, había prevalecido sencillamente su instinto de conservación.

      El disparo del cañón retumbó un instante después de que el comandante Bennato hubiera salido el último. El proyectil explotó con precisión en la parte expuesta del vehículo al que había apuntado el artillero. Debido a esta explosión también estalló la bomba anticarro Panzerwurfmine que estaba antes en el Panzerfaust del granadero, arma que hasta un momento antes había estado sobre su espalda pero que se había quitado para huir más rápido. El blindado italiano fue lanzado hacia atrás y se incendió, embistiendo y aplastando a los cuatro patriotas más cercanos, mientras esquirlas densas y grandes se proyectaban devastadoras a su alrededor. También falleció el comandante Bennato, que, golpeado en el cuello por una lacha ardiente, murió por el golpe con la cabeza destrozada. El granadero fue destrozado por la bomba Panzerwurfmine y las esquirlas del Panzerfaust, del que estaba demasiado cerca. Los agentes Tertini y Pontiani, alcanzados en la espalda por multitud de fragmentos, murieron minutos después, desplomados sobre el adoquinado. Solo se salavaron al subcomisario, el brigada y la joven, que consiguieron entrar, apenas un momento antes de la explosión, en el callejón más cercano. Al mismo tiempo, a causa del muy violento desplazamiento del aire, se derrumbaron los débiles muros externos de dos viejas edificaciones que se encontraban a los lados del blindado, arrastrando con ellos a los residentes y sepultándoles mortalmente. Vittorio y sus dos compañeros atravesaron corriendo el pequeño patio en el que se habían refugiado y, a continuación, pasando bajo un arco trasversal en un muro, entraron en el patio de otro caserío. Aquí la joven, que ya había abandonado la ametralladora MG al principio de la precipitada retirada, se deshizo de las ristras de munición que llevaba en bandolera y estaba a punto de dejar también la bolsa con la radio, pero Vittorio le detuvo y, sin decir palabras, la puso a cargo del brigada.

      â€”Podría servirnos —dijo.

      El trío volvió sobre sus pasos, pasando con cuidado de un del patio a otro y luego a otro hasta llegar a la Via del Claustro, desprovista de alemanes, que terminaba y todavía hoy termina en la Via Monteoliveto, donde vivía la joven. Era precisamente en su casa donde pretendía refugiarse. Por el contrario, los dos policías trataban de llegar a la Via Medina, siguiendo la Via Monteoliveto, más allá del cruce con el Corso Umberto I, y volver a la comisaría.

      Vittorio se asomó a la Via Monteoliveto y echó una ojeada a derecha e izquierda. Advirtió con decepción que, no muy lejos a su derecha, en el cruce de la vía con el Corso Umberto I, había un puesto de control de un pelotón de Waffen SS,25 dotado con camionetas, motocarros y un cañón anticarro automóvil de 47 mm. Panzerjäger, modelo anticuado fruto de la adaptación de un tanque todavía más antiguo y arma poco eficaz frente a los carros armados modernos, pero mortal contra vehículos no acorazados y edificios. Los vehículos habían sido aparcados por los alemanes uno detrás del otro a lo largo del Corso Umberto I, en las intersecciones de este con Via Medina y Via Monteoliveto. Era evidente que el objetivo era impedir a los vehículos el ingreso en el corso o que lo atravesaran. Como el cañón anticarro se dirigía hacia Via Medina, Vittorio supuso correctamente que el objetivo del bloqueo era obstaculizar a vehículos y hombres que salieran de la comisaría. También imaginó que, para impedir el paso de automóviles en ambas direcciones, debía haber otro puesto más al otro lado de la comisaría, cerca del punto donde se había desarrollado el combate de los patriotas con los granaderos alemanes.

      Por tanto, ni hablar de atravesar el Corso Umberto I y unirse a los colegas que quedaran en la sede. Ahora se trataba de resguardarse todos en casa de la joven. Como el brigada iba de uniforme, antes de que el trío se pusiera a la vista en la Via Monteoliveto con el riesgo de ser advertido por los alemanes, D’Aiazzo pesó en dar al funcionario su chaqueta de lanital26 totalmente gris, para que se la pusiera sobre la guerrera, escondiéndola algo y cubriendo la bolsa de la radio que, colgada del cuello, pendía delante del abdomen del suboficial. Así se hizo. Marino también ocultó en el pecho el gorro militar, bajo la guerrera y la chaqueta antes de abrocharse los botones.

      La casa de la joven estaba a la izquierda de la Vía del Claustro al mismo lado de la Via Monteoliveto en la que desembocaba aquella. Los tres se colocaron a unos treinta metros uno de otro, con la joven por delante, después el brigada y por último el subcomisario. Como había recomendado este, caminaron lentamente, por si los veían los nazis del puesto de bloqueo, algo que era seguro, pero sin duda no despertaron sospechas, dado que ningún alemán abandonó el cruce para detenerlos y verificar sus documentos.

      El edificio era pequeño, con solo dos apartamentos encima, de los cuales el más aireado era el primer piso, con techos de tres metros, mientras que el otro, donde vivía la joven con sus padres, era un entresuelo de unos dos metros cincuenta. Estaba encima de una tienda en la calle que miraba a la Via Monteoliveto a través de una puertecilla a la izquierda del pequeño portal del edificio, todavía más a la izquierda, con una verja en ese momento con el cierre metálico echado. La casita era propiedad de un vendedor ambulante de fruta y verdura que vivía en el primer piso y utilizaba la tienda para su actividad mientras alquilaba el entresuelo a la familia de la joven.

      La joven abrió el pequeño portal y entró en este, que olía a cerrado, dejando la puerta entreabierta y aguardando a sus compañeros. Entraba un poco de aire fresco por la abertura. Los dos hombres llegaron uno detrás de otro. Vittorio cerró tras él la puerta e inmediatamente, con la joven a la cabeza, el grupo subió las escaleras que llevaban al entresuelo.

      Como indicaba la placa junto a la puerta del apartamento, la familia se llamaba Scognamiglio.

      â€”Te apellidas Scognamiglio, ¿y tu nombre es …? —preguntó Vittorio a la joven.

      â€”Mariapia.

      â€”Encantado, Mariapia —Le sonrió, abandonando la expresión preocupada que tenía en el rostro desde que salió de la comisaría—. Soy el subcomisario Vittorio D’Aiazzo.

      â€”… Y yo el brigada Marino Bordin —intervino su ayudante, permaneciendo muy serio, al contrario que su superior, casi altivo, evidentemente orgulloso de su grado.

      Aunque las facciones de Mariapia no se mostraban ya ceñudas, el rostro no se le había tranquilizado: su expresión había pasado de tenebrosa a triste.

      Abrió la puerta de la casa con su llave, que llevaba en un portamonedas de tela de cáñamo en el único bolsillo profundo de su falda grisácea de cafioc,27 sostenida por un cinturón negro opaco de cuoital,28 sobre la que llevaba una camiseta de color azulado también de cafioc. La joven llevaba en los pies calcetines grises de lanital dentro de dos botas negras de coriacel,29 con las suelas de goma igualmente negras extraídas de viejas cubiertas de automóvil directamente por el artesano fabricante.

      Como observaron los dos policías, el apartamento tenía tres espacios y un corredor. Este, de un par de metros de largo, recorría la casa en toda su longitud, terminando en un ventanuco sin postigos. Las tres habitaciones estaban a la izquierda de la entrada, en ese momento tenían las puertas cerradas, pero, como se intuía desde allí, asomaban a la Via Monteoliveto. A la derecha había un balcón que flanqueaba el pasillo y quedaba por encima de un espacio de huerta tan largo como el edificio y con el triple de profundidad, con manzanos y ciruelos desperdigados, abundantes hortalizas y tres filas cortas y paralelas de viñas: también esa porción de tierra pertenecía al vendedor ambulante. En un extremo del balcón,


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