La de Bringas. Benito Pérez Galdós

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La de Bringas - Benito Pérez Galdós


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del Rey, la hermana del mayordomo segundo, el inspector general con su hija, y paseaban juntos conversando frívolamente. Cuando estaban enteramente solos, el digno funcionario solía confiar a Rosalía sus disgustos domésticos, que últimamente habían llegado a turbar la venturosa serenidad de su carácter.

      ¡Oh! El gran Pez no era feliz en su vida conyugal. La señora de Pez, por nombre Carolina, prima de los Lantiguas (aunque equivocadamente se ha dicho en otra historia que descendía del frondoso árbol pipaónico), se había entregado a la devoción. La que en otro tiempo fue la misma dulzura, habíase vuelto arisca e intratable. Todo la enfadaba y estaba siempre riñendo. Con tantos alardes de perfección moral y aquella monomanía de prácticas religiosas, no se podían sufrir sus rasgos de genio endemoniado, su fiscalización inquisitorial ni menos sus ásperas censuras de las acciones ajenas. Pasaban meses sin que ella y su marido cambiasen una sola palabra. Era la casa como un club por el disputar constante y las reyertas fundadas en cualquier bobería. «Si la batalla fuera exclusivamente entre ella y yo,—decía Pez—, lo llevaría con paciencia—pero de poco tiempo acá intervienen con calor nuestros hijos». Las pobres niñas no se mostraban deseosas de seguir a su mamá por aquel camino de salvación… Naturalmente, eran jóvenes y gustaban de ir al teatro y frecuentar la sociedad. ¡Qué escándalos, qué sofocos, qué lloriqueos por esta incompatibilidad del solaz mundano y de los deberes religiosos! No pasaba día sin que hubiese alguna tremolina y también síncopes, por los cuales era preciso llamar al médico y traer estas y las otras drogas… Pez procuraba transigir, concordar voluntades; pero no conseguía nada. En último caso, siempre se inclinaba del lado de las pobres chicas, porque le mortificaba verlas rezando más de la cuenta y haciendo estúpidas penitencias. Si ellas eran muy cristianas y católicas, ¿a qué conducía el volverlas santas y mártires a quemarropa? Por su parte, D. Manuel conceptuaba indispensable el freno religioso para el sostenimiento de la sociedad y el orden. Siempre había defendido la Religión y le parecía muy bien que los gobiernos la protegieran, persiguiendo a los difamadores de ella. Llegaba hasta admitir, como indispensable en el régimen político de su tiempo, la mojigatería del Estado, pero la mojigatería privada le reventaba.

      Lo más grave de todo era la lucha de Carolina con sus hijos varones. El pequeño no podía librarse aún de la tutela materna, y estaba todo el día en la iglesia con su librito en la mano. Pero Joaquín, que ya tenía veintidós años, abogado, filósofo, economista, literato, revistero, historiógrafo, poeta, teogonista, ateneísta, ¿cómo se podía someter a confesar y comulgar todos los domingos? Federico también era muy precoz y hacía articulejos sobre el Majabarata. El trueno gordo estallaba cuando uno u otro decían algo que a su mamá le parecía sacrilegio. ¡Cristo la que se armaba! Un día, comiendo, tiró Carolina del mantel, rompió los platos, derramó el contenido de ellos y la sal y el vino, y se encerró en su cuarto, donde estuvo llorando tres horas. A las pobrecitas Rosa y Josefa que hasta el Otoño anterior habían vestido de corto, las obligaba a confesar todos los meses. ¡Inocentes!, ¿qué pecados podían tener, si ni siquiera tenían novio?

      Lo peor era que la displicente señora echaba a Pez la culpa de la irreligiosidad de la prole. Sí, él era un ateo enmascarado, un herejote, un racionalista, pues se contentaba con oír misa sólo los domingos, casi desde la puerta, charlando de política con D. Francisco Cucúrbitas. Creía que con hacer una genuflexión cuando alzaban, arrodillarse sobre el pañuelo y garabatearse en el pecho y la frente la señal de la cruz, bastaba. Para eso valía más ser protestante. En todo el tiempo que llevaba de casada no le había visto acercarse ni una sola vez al tribunal de la penitencia. Sus devociones habían sido puramente decorativas, como llevar hacha en una procesión o sentarse en los bancos de preferidos cuando se consagraba un obispo… En fin, con estas tonterías de su mujer, estaba el pobre Pez, no en el agua, sino sofocado y aburridísimo. Bien sabía él quién había metido a Carolina en este fregado del misticismo, y no era obra que su prima Serafinita de Lantigua, que gozaba opinión de santa. Hablando en plata, la tal prima era una calamidad. En la iglesia veíanse diariamente a las seis de la mañana Carolina y Serafinita, y allí se despachaban a su gusto. En casa, la señora de Pez, cambiando a veces el estilo conminatorio por el comparativo, ponía por modelo a sus hijos la virtud de Luisito Sudre, el de Tellería, que era un santo en leche, y ya se daba zurriagazos en sus rosadas carnes. Al pobre Pez le decía constantemente que se mirase en el espejo de D. Juan de Lantigua, el gran católico, el gran letrado y escritor, tan piadoso en la teoría como en la práctica, pues no hacía nada contrario al dogma; ni su cristiandad era de fórmula, sino sincera y real; hombre valiente y recto, que no se avergonzaba de cumplir con la Iglesia y de estarse tres horas de rodillas al lado de las beatas. No era como Pez, como toda la caterva moderada, que hace de la religión una escalera para subir a los altos puestos; no era como esos hombres que se enriquecen con los bienes del Clero y luego predican el Catolicismo en el Congreso para engañar a los bobos; como esos hombres que llevan a Cristo en los labios y a Luzbel en el corazón, y que creen que dando algunos cuartitos para el Papa ya han cumplido. ¡Farsa, comedia, abominación!

      En fin, D. Manuel había tomado en aborrecimiento su domicilio, y estaba en él lo menos posible. La tranquilidad no existía para él más que en la oficina, donde no hacía más que fumar y recibir a los amigos, y en casa de alguno de estos, como Bringas, por ejemplo. ¡Oh!, ¡cuánto envidiaba la paz del hogar de D. Francisco y aquella dulce armonía entre los caracteres de uno y otro cónyuge! Él había sido feliz en sus tiempos; pero ya no. Et in Arcadia ego. Era un paria, un desterrado, y pedía por favor que le tuvieran cariño y aun que le mimaran, para consolarse de la tormentosa vida que llevaba en su casa.

      Contaba Pez estas cosas a Rosalía con gran vehemencia, y ella le oía con interés vivísimo y con lástima. Charlando, charlando, apenas sentían el correr de las horas, y cuando del hondo patio salía la sombra lenta, mezclada de un fresquecillo húmedo; cuando la luz solar se dilataba en las alturas y empezaban a clavetear el cielo las pálidas estrellas, D. Francisco, dejando los laboriosos pelos, aparecía frotándose los ojos, y tomaba parte en la conversación.

      XIV

      Desde que el primo Agustín emigró a Burdeos, los de Bringas no iban al teatro sino de tarde en tarde, ocupando localidades de amigos enfermos o de aquellos que se aburrían de la repetición excesiva de una pieza dramática. No recuerdo si eran los lunes o los martes cuando Milagros hacía la gracia de quedarse en casa. D. Francisco iba a estas reuniones con su mujer; pero últimamente se sentía tan fatigado que Rosalía tuvo que ir sola con Paquito. En Mayo, la proximidad de los exámenes obligaba al discreto joven a no desamparar sus estudios, y entonces acompañaba a su mamá hasta el portal de la casa de Tellería, volviéndose a la suya y a la fatiga de sus libros. Pez era el encargado de llevar a la señora de Bringas al domicilio conyugal a las doce o la una de la noche, y por el camino, que desde el primer trozo de la calle de Atocha a Palacio no es muy largo, rara vez dejaba D. Manuel de entonar la jeremiada de sus disturbios domésticos. Cada noche relataba episodios más lastimosos, y conseguía mover borrascas de compasión en el pecho de Rosalía.

      Cuando esta llegaba a su vivienda, ya don Francisco, fatigadas vista y cabeza por haber leído dos o tres periódicos después del trabajo del cenotafio, se había metido en la cama y dormitaba tosiendo unos ratos y roncando otros. Después de dar una vuelta por el cuarto de los niños para ver si estaban desabrigados o si Isabelita tenía pesadilla, Rosalía charlaba un poco con su marido, mientras iba soltando una por una sus galas, sus faldas y aquella máquina del corsé donde su carne, prisionera, reclamaba con muy visibles modos la libertad. Aunque tenía mucho gusto en ir a las tertulias de Milagros, la rutina de adular a su marido inspirábale conceptos algo contrarios a la verdad; pero bien se lo pueden perdonar en gracia de los juicios maravillosamente exactos que hacía sobre cosas y personas observadas por ella en los salones de Tellería.

      «Hijito, si tú no vuelves, yo no voy más allá. Me fastidia la tertulia de Milagros lo que no puedes figurarte… Aquello no es para mí. ¡Se ven unas cosas…! ¡Por cierto que me reí más…! La pobre Milagros, como tiene tanta confianza conmigo, todo me lo cuenta y sé sus apuros como si los pasara yo misma. Es una sofocación, y yo no sé cómo esa mujer tiene alma para recibir gente sin poseer medios para nada. Esta noche no ha dado más que cuatro melindres, cuatro porquerías… ¡qué vergüenza! Figúrate lo que saldrán diciendo los gorrones que no


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