La de Bringas. Benito Pérez Galdós

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La de Bringas - Benito Pérez Galdós


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poco en dirección a otro grupo de parroquianas, la marquesa siguió catequizando a su amiga con este susurro:

      –No se prive usted de comprarla si le gusta… y en verdad, es muy barata… Basta que venga usted conmigo para que no tenga necesidad de pagarla ahora. Yo tengo aquí mucho crédito. No le pasarán a usted la cuenta hasta dentro de algunos meses, a la entrada del verano, y quizás a fin de año.

      La idea del largo plazo hizo titubear a Rosalía, inclinando todo su espíritu del lado de la compra… La verdad, mil setecientos reales no eran suma exorbitante para ella, y fácil le sería reunirlos, si la prendera le vendía algunas cosas que ya no quería ponerse; si además economizaba, escatimando con paciencia y tesón el gasto diario de la casa. Lo peor era que Bringas no había de autorizar un gasto tan considerable en cosa que no era de necesidad absoluta.

      Otras veces había hecho ella misma sus polkas y manteletas, pidiendo prestada una para modelo. Comprando los avíos en la subida de Santa Cruz, empalmando pedazos, disimulando remiendos, obtenía un resultado satisfactorio con mucho trabajo y poco dinero. ¿Pero cómo podían compararse las pobreterías hechas por ella con aquel brillante modelo venido de París?… Bringas no autorizaría aquel lujo que sin duda le había de parecer asiático, y para que la cosa pasara, era necesario engañarle… No, no; no se determinaba. El hecho era grave, y aquel despilfarro rompería de un modo harto brusco las tradiciones de la familia. Mas ¡era tan hermosa la manteleta…! Los parisienses la habían hecho para ella… Se determinaba, ¿sí o no?

      XI

      Se determinó, sí, y para explicar la posesión de tan soberbia gala, tuvo que apelar al recursillo, un tanto gastado ya, de la munificencia de Su Majestad. Aquí de las casualidades. Hallábase Rosalía en la Cámara Real en el momento que destapaban unas cajas recién llegadas de París. La Reina se probó un canesú que le venía estrecho, un cuerpo que le estaba ancho. La real modista, allí presente, hacía observaciones sobre la manera de arreglar aquellas prendas. Luego, de una caja preciosa forrada de cretona por dentro y por fuera… una tela que parecía rasete… sacaron tres manteletas. Una de ellas le caía maravillosamente a Su Majestad; las otras dos no. «Ponte esa, Rosaliíta… ¿Qué tal? Ni pintada». En efecto, ni con medida estuviera mejor. «¡Qué bien, qué bien!… A ver, vuélvete… ¿Sabes que me da no sé qué de quitártela? No, no te la quites…». «Pero Señora, por amor de Dios…». «No, déjala. Es tuya por derecho de conquista. ¡Es que tienes un cuerpo…! Úsala en mi nombre, y no se hable más de ello». De esta manera tan gallarda obsequiaba a sus amigas la graciosa soberana… Faltó poco para que a mi buen Thiers se le saltaran las lágrimas oyendo el bien contado relato.

      Si no estoy equivocado, la deglución de esta gran bola por el ancho tragadero de D. Francisco acaeció en Abril. Tranquila descansaba Rosalía en la idea de lo remoto del pago, creyendo poder reunir la suma en un par de meses, cuando allá por los primeros días de Mayo… ¡zas!, la cuenta. Por entonces fue el casamiento de la Infanta Isabel, y estaba la Pipaón muy entretenida, sin acordarse de su compromiso ni de la cuenta de Sobrino. Quedose yerta al recibirla, y miraba con alelados ojos el papel sin acertar a salir del paso con una respuesta u observación cualquiera, porque pensar que saldría con dinero era pensar lo imposible… Nunca se había visto en trance igual, porque Bringas tenía por sistema no comprar nada sin el dinero por delante. Al fin, tartamudeando, dijo al condenado hombre de la cuenta que ella pasaría a pagarla «mañana… no, al otro día; en fin, un día de estos».

      Por fortuna, Bringas no estaba en casa. Dos o tres días vivió Rosalía en grande incertidumbre. Cada vez que sonaba la campanilla, parecíale que llegaba otra vez el dichoso hombre aquel con el antipático papelito… ¡Si Bringas se enteraba…! Pensando esto, su zozobra era verdadero terror, y empezó a discurrir el modo de salir del paso. Pocos días antes había tenido casi la mitad del dinero; pero confiada en que no la pasarían la cuenta, habíalo gastado en cosillas para los niños. No le gustaba componerse ella sola, sino que tenía vanidad en emperejilar bien a sus hijos para que alternaran dignamente con los niños de otras familias de la ciudad. En estos pitos y flautas, a saber, unos cuellitos, un arreglo de sombrero, medias azules, guantes encarnados, una gorra de marino que decía en letras de otro Numancia, y dos cinturones de cuero se lo habían ido la semana anterior más de seiscientos reales, los cuales no hubieran podido reunirse en su bolsillo sin sustituir, durante larga temporada, el principio de falda de ternera por un plato de sesos altos, que se ponían un día sí y otro no, alternando con tortilla de escabeche.

      El arqueo de su caja no arrojó más de ciento doce reales, y en la tienda había una trampita de que Bringas no tenía noticia. ¿Qué hacer, Señor? Era preciso buscar dinero a todo trance. ¿Pero dónde, cómo? Hizo discretas insinuaciones a Milagros, pero la marquesa estaba afectada aquel día de una sordera intelectual tan persistente que no comprendió nada. Las distracciones e incongruencias de la de Tellería podían traducirse así: «querida amiga, llame usted a otra puerta». ¿A qué puerta?, ¿a la de Cándida? Intentolo Rosalía, hallando en la ilustre viuda los mejores deseos; pero daba la maldita casualidad de que su administrador no le había traído aún la recaudación de las casas… Luego se había metido en unos gastos de reparaciones… En fin, que no había salvación por aquella parte. Al cabo la Providencia deparó a Rosalía el suspirado auxilio por mediación de aquel Gonzalo Torres, amigo constante de la familia, el cual les visitaba tan a menudo en Palacio como en la casa de la Costanilla.

      Solía manejar Torres dineros ajenos, y a veces tenía en su poder cantidades no pequeñas, de las cuales sacaba algún beneficio durante la breve posesión de ellas. Aprovechando la ausencia de su marido, declarole Rosalía con tanto énfasis como sinceridad su apuro, y el bueno de Gonzalo la tranquilizó al momento. ¡Qué pronto volvieron las rosas, para hablar a lo poético, al demudado rostro de la dama!… Felizmente, Torres tenía en su poder una cantidad que era de Mompous y Bruil; pero sin cuidado ninguno podía dilatar la entrega un mes. Si la de Bringas se comprometía a devolverla los mil y setecientos reales en el plazo de treinta días, ningún inconveniente había en facilitárselos. Al contrario, él tenía muchísimo gusto… ¡Un mes!, ¡qué dicha! Ni tanto tiempo necesitaba ella para reunir la cantidad, bien exprimiendo con implacables ahorros el presupuesto ordinario, bien vendiendo algunas prendas que ya habían pasado de moda… ¡Ah!, cuidadito… secreto absoluto con Bringas…

      Segura ya de poder cumplir con Sobrino Hermanos, se descargaba su conciencia de un peso horrible. Ya no le cortaría la respiración el miedo de que apareciese el funesto cobrador de la tienda cuando Bringas estaba en la casa. Recobró el apetito que había perdido, y sus nervios se tranquilizaron. Es que, la verdad, hallábase por aquellos días bajo la acción de un trastorno espasmódico que simulaba una desazón grave, y le costó trabajo impedir que su marido llamara al médico de Familia.

      Se estaba poniendo el mantón para ir a pagar (pues Torres le trajo el dinero aquella misma tarde), cuando entró Milagros. ¡Qué guapa venía y qué elegante!… «Mire usted… he tomado esta cinta azul para el canesú. Es de un tono muy nuevo y con un tornasol verde que… ¿ve usted como cambia?… Descansaré un momento y luego saldremos juntas. Traigo mi coche… ¡Ah! ¡Si viera usted que sombreros tan preciosos han recibido las Toscanas! Hay uno que es para modelo, divino, originalísimo, sobrenatural. Figúrese usted… un Florián de paja de Italia, adornado de flores del campo y terciopelo negro… Aquí, a un ladito, tiene una aigrette con pie negro colocada así, así… Por detrás velo negro que cae sobre la espalda… Pero piden por él un ojo de la cara».

      ROSALÍA.—(sintiendo un bulle-bulle en su cabeza y representándose, con admirable poder de alucinación, el conjunto y las partes todas del bien descrito sombrero.) Aunque no lo hemos de comprar, pasaremos por allí para verlo.

      Salieron juntas y entraron en el coche, que esperaba en la puerta del Príncipe. Milagros charlaba sin fatiga. Ocupose de las cosas que había visto, de las telas para verano que habían llegado a la tienda de Sobrino Hermanos y de las obras que proyectaba, en orden de vestimenta, contando con los no muy abundantes recursos a que la tenía reducida su marido. Repentinamente acordose de que debía pagar la compostura y reforma de un alfiler en casa del diamantista… ¡Qué diablura!, se le


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