El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos. Margarita Rodríguez
Читать онлайн книгу.del tratado fronterizo, colapsado desde la guerra guaranítica y por las reticencias del comisario portugués Gomes Freire de Andrade a entregar Sacramento, arguyendo que la evacuación de los siete pueblos no se había completado. A grandes rasgos, la propuesta portuguesa proponía que los indios de las siete reducciones se mantuvieran en ellas, pero lo más llamativo era que conminaba a Fernando VI a sustituir a todos los jesuitas de la dirección espiritual y temporal de las misiones, imitando la ley portuguesa de 175513. Ricardo Wall ajustó las condiciones de Pombal con los intereses españoles en un contraproyecto presentado a Saldanha en junio de 1758, que aceptaba eliminar a los jesuitas de las misiones pero priorizaba el canje de territorios tras la evacuación de las siete misiones y la transmigración de los indios a territorio español antes de llevar a cabo la sustitución de los jesuitas por párrocos seculares14.
No obstante, el ministerio portugués nunca contestó a la propuesta, una postura dilatoria que favorecieron la muerte de la reina española, Bárbara de Braganza, el atentado a D. José I y la enfermedad de Fernando VI que desembocó en su muerte en agosto de 1759. Estos eventos propiciaron que los asuntos de Estado más importantes quedasen relegados hasta la llegada de Carlos III a la Corte en diciembre de 1759. Una vez reiniciadas las negociaciones en abril de 1760 por parte española, la decisión de expulsar a los jesuitas de las misiones españolas fue descartada, pues su ejecución retardaría la aplicación del acuerdo fronterizo. Además, a Madrid ya había llegado el informe del gobernador Cevallos sobre el proceso incoado para dilucidar la intervención de los jesuitas en la guerra guaranítica, cuyo dictamen exoneraba a los regulares del cargo de instigadores (Kratz, 1954, p. 209).
La tibia postura española en relación a los jesuitas, refrendada incluso con el cambio en el trono español, no cumplía las expectativas del conde de Oeiras, cuya respuesta fue mantener un prolongado silencio, hasta que Carlos III, exasperado por la conducta dilatoria portuguesa, el desarrollo de la Guerra de los Siete Años y la inutilidad del tratado, determinó su anulación en septiembre de 1760, refrendada por ambas monarquías en el Tratado de El Pardo, firmado el 12 de febrero de 1762 (García Arenas, 2013c, pp. 290-297).
4. El proceso de expulsión de los jesuitas españoles
Si bien la anulación del tratado de límites podía significar una victoria para los intereses de los jesuitas y una nueva coyuntura favorable bajo el nuevo reinado de Carlos III, lo cierto fue que la corriente antijesuita iba cobrando cada vez más fuerza en amplios círculos integrados por ministros, funcionarios, nobles, eclesiásticos y eruditos. Además, tras el relevo de Ricardo Wall en 1763, los cargos más relevantes de la corona española fueron ocupados gradualmente por sujetos contrarios a la Compañía de Jesús y defensores de la corriente regalista (Alcaraz Gómez, 1995, p. 711).
El principio del fin de los jesuitas españoles fue el estallido del Motín de Esquilache, el 23 de marzo de 1766. Para dilucidar cómo se llevó a cabo la gestación del estallido popular, sus inductores y los sujetos que participaron en la revuelta, Carlos III designó al conde de Aranda como nuevo presidente del Consejo de Castilla, y las investigaciones fueron efectuadas por el fiscal del Consejo de Castilla, Pedro Rodríguez de Campomanes, cuyos resultados fueron reunidos en la llamada «pesquisa secreta», que inculpaba a los jesuitas como instigadores de los motines. Una vez examinadas las pruebas aportadas por la investigación secreta, el fiscal elaboró su dictamen fiscal, presentado el 31 de diciembre de 1766 al Consejo Extraordinario.
Las acusaciones contra las misiones de los jesuitas españoles fueron muy graves. En primer lugar, se puso el acento en el tesoro de los jesuitas, una Orden dedicada a una intensa acumulación de riquezas, conseguida con «mil artificios» y «rapiñas» y cuyos filones más importantes estaban en las misiones americanas, pues allí «el decantado celo de las misiones se esmera más en acumular los bienes temporales que en inspirar la fidelidad y la religión» (Rodríguez de Campomanes, 1977, p. 23). Por tanto, el fiscal fue desgranando el poder económico que los jesuitas acumulaban en las misiones. En la provincia jesuítica de Nueva España, el fiscal apuntaba que una de las razones de las exorbitantes rentas radicaba en que la Compañía, para sufragar las misiones de California, había conseguido recaudar impuestos en la península, tanto en el reino de Castilla como en el antiguo reino de Valencia. A estas rentas se sumaba el «sínodo», un pago que la Real Hacienda abonaba a los misioneros en virtud de su trabajo evangelizador para la Corona. La disposición de un continuado caudal de capitales había permitido a los jesuitas novohispanos crear y mantener una flota comercial que operaba «entre la costa del Mar del Sur de la Nueva España y la península de California». Los jesuitas no solo promovían un comercio ilícito, sino que también colaboraban con el contrabando extranjero que perjudicaba el monopolio comercial de la corona. En la diócesis de Guadalajara estaban localizadas las misiones de California y Nayarí: «las cuales se figuran pobres, estériles y poco habitables, siendo así que por el mismo contexto de la historia publicada por los jesuitas resulta todo lo contrario, y con los grandes esfuerzos con los que han procurado apartar a los españoles de la pesquería de perlas y del tráfico de la California, mirando estas provincias como un patrimonio de la Compañía». En el obispado de Durango, las misiones de Sinaloa, Sonora, Chinipas y Tarahumara, «llenas de gentes de la excelente índole de los californios», contaban con abundantes campos dedicados al cultivo de trigo y también para mantener una importante cabaña ganadera, que según las últimas estimaciones alcanzaban las catorce mil cabezas de ganado vacuno (Rodríguez de Campomanes, 1977, p. 111-114).
Para las misiones de Mainas, si bien no hay referencias específicas a su riqueza, el fiscal acusaba a los misioneros de «su manejo despótico de los bienes de los indios e independencia absoluta del gobierno y ley diocesana» (p. 123). Mientras que la fuente del poder económico de las misiones de Paraguay procedía de un lucrativo negocio comercial que se sustentaba manteniendo a los indios en esclavitud, pues «los productos de la agricultura y de las fábricas que produce el sudor del indio son conducidos a los almacenes generales que los jesuitas tienen en los pueblos de españoles, donde se venden, entrando en retorno cortas porciones a beneficio de aquellos buenos indios» (p. 131).
Así, los jesuitas mantenían a los indios no solo como esclavos, también se habían apoderado de sus bienes, pues «atropellado el dominio que a los indios pertenece el manejo de sus propias haciendas, de que libremente disponen los jesuitas y sus superiores como hacienda propia, intentando persuadir, con alegación de autores de su escuela, que pueden disponer a su arbitrio en otros usos de estos productos y tratando con un rigor que degrada a la humanidad a los mismos indios». Para mantener «este reino del Paraguay» para la Compañía, los misioneros impedían la salida de los indios de las reducciones y la entrada de cualquier autoridad o súbdito español. No obstante, los delitos imputados a los jesuitas de las misiones de Paraguay aún eran más graves porque habían usurpado la autoridad regia, se habían opuesto a la aplicación del Tratado de Límites y habían instigado la rebelión guaraní.
Por tanto, Campomanes concluía que la conducta de los jesuitas, aprobada por sus superiores, era
[…] uniforme en Chile, en los Mojos, Chaco, Chiquitos, Casanare, Orinoco, Marañón, Californias, Sinaloa, Sonora, Taraumara, etc., en que los indios son del todo esclavos de los jesuitas, de que cuidan más de armarles que de catequizarles y de infundir igual acratismo y aversión contra el nombre español, podría decir que la Corona de España alimenta dentro de su seno los mayores enemigos y émulos de su soberanía, la cual a corta progresión será insuficiente contenerles si la debilidad de algunos espíritus deja pasar el momento y no se pone el más riguroso remedio (Rodríguez de Campomanes, 1977, p. 138).
En definitiva, lo que aconsejaba el fiscal era la expulsión de todos los jesuitas de los dominios de Carlos III, pues la pervivencia de la Compañía de Jesús era perniciosa para la monarquía española. La documentación utilizada por Campomanes para recopilar las acusaciones contra los misioneros del Paraguay fueron, fundamentalmente, las obras manuscritas e inéditas de Bernardo Ibáñez de Echavarri. Los historiadores Teófanes Egido e Isidoro Pinedo han establecido una conexión entre Ibáñez y la administración pombalina a la hora de suministrar informaciones contra los ignacianos de las misiones (Pinedo & Egido, 1994, p. 49). El controvertido Ibáñez fue expulsado de la Orden en 1745 y reincorporado siete años después; fue destinado a la provincia de Paraguay en 1755, donde solicitó