El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos. Margarita Rodríguez

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El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos - Margarita  Rodríguez


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número de soldados disminuyó y los misioneros dependían de fiscales indígenas, que imponían las reglas.

      En la década de 1660, los jesuitas iniciaron un segundo ciclo de expansión. La llegada de Samuel Fritz y Enrique Richter, ambos alemanes de Bohemia, revitalizó este esfuerzo misional. Fritz trabajó entre los omaguas cerca del río Marañón y Richter entre los cunibos cerca de Ucayali. Pero los misioneros encontraron resistencia fuerte cuando intentaron evangelizar a los jíbaros. En 1683, el padre Lorenzo Lucero llevó una expedición de cincuenta soldados y trescientos indios aliados hacia el territorio de los jíbaros, pero esta entrada terminó en un fracaso (Santos Hernández, 1992, p. 227). En 1691, Richter y sus compañeros organizaron otra entrada, que también fracasó. Finalmente, en 1695, Richter murió en otro intento.

      En 1704, cuando Fritz fue nombrado superior, las misiones estaban en plena crisis. Por el año 1712, como resultado de la muerte natural, las epidemias, el martirio o, sencillamente, la falta de nuevos reclutas, solo había nueve misioneros para toda la región. También, entre 1710 y 1767, la región fue devastada por quince epidemias distintas. Al reubicar a los nativos en las reducciones por las orillas de los ríos, que fue la ruta comercial normal, los misioneros aumentaron el peligro de la contaminación. En respuesta, prohibieron a los visitantes entrar en las reducciones (Negro, 1999, p. 281).

      Finalmente, cuando llegaron nuevos refuerzos después de 1735, las misiones experimentaron un tercer ciclo de expansión. En 1768, había 28 misioneros trabajando en 41 pueblos, con aproximadamente 18 000 nativos cristianos (Borja, 1999, pp. 430, 443). Aunque los jesuitas podían considerarse relativamente exitosos, no obstante, como en el caso de los jíbaros, experimentaron algunos retrocesos cuando intentaron someter y evangelizar a los indios tucanos por el río Napo. Los jesuitas entraron en el territorio de los tucanos en 1720 y encontraron fuerte resistencia. Un grupo de tucanos mató a uno de los ayudantes laicos de los misioneros. En represalia, una expedición partió en busca de los culpables. A pesar del hecho de que los mismos nativos aplicaron la pena capital a los culpables, los soldados mataron a varios nativos inocentes (Cipolleti, 1999, p. 232). Desde ese momento en adelante, la labor de evangelizar y civilizar a los tucanos resultó ser una marcha cuesta arriba. A diferencia de los xérebos y los omaguas, que nunca mataron a un misionero, los tucanos asesinaron a varios jesuitas. Además, los tucanos no aceptaron convivir con nativos de otras etnias. Por lo tanto, los pueblos misioneros de los tucanos eran pequeños. En 1744, los misioneros habían fundado nueve misiones con mil tucanos (p. 234). Pero ese mismo año sucedió otro desastre: un jesuita y dos ayudantes fueron asesinados en la misión de San Miguel Ciecoya. Movido por el temor a las represalias, los indios de la misión huyeron y desaparecieron en la selva (pp. 232-234). Como consecuencia, los jesuitas decidieron cambiar de estrategia. Para comenzar, no enviaron otra expedición para castigar a los nativos. En 1745 reconocieron que, con el uso de la violencia, habían logrado muy poco. Desde ese momento en adelante decidieron entrar en el territorio de los tucanos sin soldados y con gran riesgo para sus propias vidas. Finalmente, lograron establecer algunas nuevas misiones, pero nunca tuvieron el mismo éxito que habían experimentado con otras tribus más al sur.

      La etnohistoriadora María Susana Cipolleti, que estudió este caso, concluyó que había varias razones para esta falta de éxito. Entre otras, los jesuitas no llevaban mucho tiempo en el territorio de los tucanos, pues emprendieron su labor entre ellos casi un siglo después de haber establecido las primeras misiones en Mainas. También, los tucanos se mudaban con frecuencia, y en un área más grande que la de las primeras misiones al sur. Como consecuencia, el contacto con ellos fue más difícil. Pero, más importante, los tucanos no vieron ninguna ventaja en la presencia de los misioneros. Para los mainas, omaguas y xeberos, los jesuitas ofrecieron protección contra los encomenderos y los bandeirantes, pero estos grupos todavía no se habían constituido en una amenaza para los tucanos. Finalmente, el uso de la violencia por parte de los misioneros había creado un clima de desconfianza. En las misiones más al sur, los misioneros habían recurrido más a la persuasión que a la fuerza.

      2. La decadencia de las misiones

      Después de la expulsión de los jesuitas, las misiones fueron entregadas al cuidado del clero secular de Quito, pero los nuevos «misioneros» no estaban preparados para este tipo de labor y pronto los reemplazaron los franciscanos, también de Quito. Sin embargo, como consecuencia de quejas acerca de su conducta, estos fueron reemplazados en 1774 otra vez por sacerdotes seculares. En 1785, el gobernador de Mainas, Francisco de Requena, informó que había 22 pueblos de misiones con 9111 pobladores (Borja, 1999, p. 455). También tomó nota de que habían caído en decadencia y que muchos libros y herramientas habían desaparecido. El gobernador también lamentó que, aunque hubiera sacerdotes celosos que trabajaban entre los nativos, muy pocos sabían los idiomas nativos y pocos se quedaban mucho tiempo en las misiones. Finalmente, en 1802, la región de Mainas fue reincorporada al virreinato del Perú y las misiones fueron traspasadas al cuidado de los franciscanos del centro misional de Propaganda Fide de Santa Rosa de Ocopa, en la sierra central del Perú. Los nuevos misioneros, casi todos españoles, estaban mucho mejor calificados como misioneros, pero eran muy pocos. En 1816, había ocho misioneros de Ocopa para atender a 91 puestos misionales por los ríos (Amich, 1975, p. 256). En 1824, Bolívar cerró el monasterio de Ocopa y expulsó a los misioneros. Durante años hubo un solo misionero franciscano en la región —el padre Manuel Plaza— para atender a todo el territorio de Mainas. Aun cuando volvieron los franciscanos en 1836, eran muy pocos para atender un territorio tan grande. Poco a poco, a lo largo del siglo XIX, lo que quedaba de las antiguas misiones jesuitas fue absorbido por la selva.

      3. Nueva España

      Los jesuitas fundaron catorce regiones misionales en Nueva España y en el estado norteamericano de Arizona. La mayor parte de las misiones se encontraba en los estados mexicanos actuales de Sinaloa, Durango, Sonora, Chihuahua, Coahuila y Baja California. También establecieron misiones en los estados centrales de Guanajuato y Nayarit. Los jesuitas se referían a cada sistema como «rectorado». La primera misión fue fundada por el padre Gonzalo de Tapia, en 1589, en San Luis de la Paz (Guanajuato) y la última fue fundada entre los Nayarit en 1722. A diferencia de Paraguay, como veremos, no había una sola identidad étnica. Aunque la mayor parte de los indios pertenecía al grupo lingüístico uto-azteca, no había un idioma general para todas las misiones. De hecho, se obligó a los misioneros a aprender veintinueve distintos idiomas. Cada grupo étnico o «nación» tenía sus propias costumbres y tradiciones. Muchas naciones vivían en rancherías, que consistían en pequeñas conglomeraciones de casas para las familias extendidas. Casi todas se dedicaban a la agricultura, pero dada la pobreza del suelo también pescaban y cazaban. Había frecuentes guerras entre ellas. No había una sola «república» como en Paraguay; tampoco intentaron los misioneros crear una. En Nueva España, generalmente uno o dos jesuitas vivían en el pueblo principal, la cabecera, para atender los asentamientos secundarios. En cambio, en Paraguay, solía haber dos jesuitas en cada reducción.

      En comparación con las misiones de Mainas, las misiones de Nueva España alcanzaron un alto grado de desarrollo. Las de Baja California eran tal vez las más pobres. También, como en Paraguay, muchas de las misiones experimentaron cierta prosperidad, gracias a la planificación. Sin embargo, las misiones también fueron el escenario de varias rebeliones: entre los xiximies (1599-1601) y los acaxees (1601-1603), los tepehuanes (1616), los tarahumaras (varias en distintos momentos entre 1646-1653 y 1690-1700), Baja California (1734) y los yaquis (1740).

      Antes de analizar casos concretos, sería conveniente mencionar primero las causas generales de estas rebeliones. En primer lugar, aunque al comienzo los indios dieron la bienvenida a los misioneros, con el tiempo llegaron a la conclusión de que las misiones aceleraron o fueron la causa de las epidemias que con frecuencia azotaban la población. En segundo lugar, la introducción del cristianismo, que implicaba un nuevo estilo de vida regimentada, provocaba resistencia porque significaba el fin de la anterior libertad. En tercer lugar, los colonos españoles codiciaban la mano de obra barata de los indios en las misiones para trabajar en sus haciendas o en las minas. Aunque los jesuitas hicieron todo lo posible para aislar las misiones de la sociedad española, los colonos lograron atraer a los a los indios con regalos y promesas. Además, para los indios, trabajar fuera significaba conseguir la libertad que no experimentaban en la misión. Pero los colonos


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