Drácula. Брэм Стокер

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Drácula - Брэм Стокер


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y con ella la obstinación que trae el sueño como un forastero. La suave luz de la luna me calmaba, y la vasta extensión afuera me daba una sensación de libertad que me refrescaba. Hice la determinación de no regresar aquella noche a las habitaciones llenas de espantos, sino que dormir aquí donde, antaño, damas se habían sentado y cantado y habían vivido dulces vidas mientras sus suaves pechos se entristecían por los hombres alejados en medio de guerras cruentas. Saqué una amplia cama de su puesto cerca de una esquina, para poder, al acostarme, mirar el hermoso paisaje al este y al sur, y sin pensar y sin tener en cuenta el polvo, me dispuse a dormir. Supongo que debo haberme quedado dormido; así lo espero, pero temo, pues todo lo que siguió fue tan extraordinariamente real, tan real, que ahora sentado aquí a plena luz del sol de la mañana, no puedo pensar de ninguna manera que estaba dormido.

      No estaba solo. El cuarto estaba lo mismo, sin ningún cambio de ninguna clase desde que yo había entrado en él; a la luz de la brillante luz de la luna podía ver mis propias pisadas marcadas donde había perturbado la larga acumulación de polvo. En la luz de la luna al lado opuesto donde yo me encontraba estaban tres jóvenes mujeres, mejor dicho tres damas, debido a su vestido y a su porte. En el momento en que las vi pensé que estaba soñando, pues, aunque la luz de la luna estaba detrás de ellas, no proyectaban ninguna sombra sobre el suelo. Se me acercaron y me miraron por un tiempo, y entonces comenzaron a murmurar entre ellas. Dos eran de pelo oscuro y tenían altas narices aguileñas, como el conde, y grandes y penetrantes ojos negros, que casi parecían ser rojos contrastando con la pálida luna amarilla. La otra era rubia; increíblemente rubia, con grandes mechones de dorado pelo ondulado y ojos como pálidos zafiros. Me pareció que de alguna manera yo conocía su cara, y que la conocía en relación con algún sueño tenebroso, pero de momento no pude recordar dónde ni cómo. Las tres tenían dientes blancos brillantes que refulgían como perlas contra el rubí de sus labios voluptuosos. Algo había en ellas que me hizo sentirme inquieto; un miedo a la vez nostálgico y mortal. Sentí en mi corazón un deseo malévolo, llameante, de que me besaran con esos labios rojos. No está bien que yo anote esto, en caso de que algún día encuentre los ojos de Mina y la haga padecer; pero es la verdad. Murmuraron entre sí, y entonces las tres rieron, con una risa argentina, musical, pero tan dura como si su sonido jamás hubiese pasado a través de la suavidad de unos labios humanos. Era como la dulzura intolerable, tintineante, de los vasos de agua cuando son tocados por una mano diestra. La mujer rubia sacudió coquetamente la cabeza, y las otras dos insistieron en ella. Una dijo:

      —¡Adelante! Tú vas primero y nosotras te seguimos; tuyo es el derecho de comenzar.

      La otra agregó:

      —Es joven y fuerte. Hay besos para todas.

      Yo permanecí quieto, mirando bajo mis pestañas la agonía de una deliciosa expectación. La muchacha rubia avanzó y se inclinó sobre mí hasta que pude sentir el movimiento de su aliento sobre mi rostro. En un sentido era dulce, dulce como la miel, y enviaba, como su voz, el mismo tintineo a través de los nervios, pero con una amargura debajo de lo dulce, una amargura ofensiva como la que se huele en la sangre.

      Tuve miedo de levantar mis párpados, pero miré y vi perfectamente debajo de las pestañas. La muchacha se arrodilló y se inclinó sobre mí, regocijándose simplemente. Había una voluptuosidad deliberada que era a la vez maravillosa y repulsiva, y en el momento en que dobló su cuello se relamió los labios como un animal, de manera que pude ver la humedad brillando en sus labios escarlata a la luz de la luna y la lengua roja cuando golpeaba sus blancos y agudos dientes. Su cabeza descendió y descendió a medida que los labios pasaron a lo largo de mi boca y mentón, y parecieron posarse sobre mi garganta. Entonces hizo una pausa y pude escuchar el agitado sonido de su lengua que lamía sus dientes y labios, y pude sentir el caliente aliento sobre mi cuello. Entonces la piel de mi garganta comenzó a hormiguear como le sucede a la carne de uno cuando la mano que le va a hacer cosquillas se acerca cada vez más y más. Pude sentir el toque suave, tembloroso, de los labios en la piel supersensitiva de mi garganta, y la fuerte presión de dos dientes agudos, simplemente tocándome y deteniéndose ahí; cerré mis ojos en un lánguido éxtasis y esperé; esperé con el corazón latiéndome fuertemente.

      Pero en ese instante, otra sensación me recorrió tan rápida como un relámpago.

      Fui consciente de la presencia del conde, y de su existencia como envuelto en una tormenta de furia. Al abrirse mis ojos involuntariamente, vi su fuerte mano sujetando el delicado cuello de la mujer rubia, y con el poder de un gigante arrastrándola hacia atrás, con sus ojos azules transformados por la furia, los dientes blancos apretados por la ira y sus pálidas mejillas encendidas por la pasión. ¡Pero el conde! Jamás imaginé yo tal arrebato y furia ni en los demonios del infierno. Sus ojos positivamente despedían llamas. La roja luz en ellos era espeluznante, como si detrás de ellos se encontraran las llamas del propio infierno. Su rostro estaba mortalmente pálido y las líneas de él eran duras como alambres retorcidos; las espesas cejas, que se unían sobre la nariz, parecían ahora una palanca de metal incandescente y blanco. Con un fiero movimiento de su mano, lanzó a la mujer lejos de él, y luego gesticuló ante las otras como si las estuviese rechazando; era el mismo gesto imperioso que yo había visto se usara con los lobos. En una voz que, aunque baja y casi un susurro, pareció cortar el aire y luego resonar por toda la habitación, les dijo:

      —¿Cómo se atreve cualquiera de vosotras a tocarlo? ¿Cómo os atrevéis a poner vuestros ojos sobre él cuando yo os lo he prohibido? ¡Atrás, os digo a todas! ¡Este hombre me pertenece! Cuidaos de meteros con él, o tendréis que véroslas conmigo.

      La muchacha rubia, con una risa de coquetería rival, se volvió para responderle:

      —Tú mismo jamás has amado; ¡tú nunca amas!

      Al oír esto las otras mujeres le hicieron eco, y por el cuarto resonó una risa tan lúgubre, dura y despiadada, que casi me desmayé al escucharla. Parecía el placer de los enemigos. Entonces el conde se volvió después de mirar atentamente mi cara, y dijo en un suave susurro:

      —Sí, yo también puedo amar; vosotras mismas lo sabéis por el pasado. ¿No es así? Bien, ahora os prometo que cuando haya terminado con él os dejaré besarlo tanto como queráis. ¡Ahora idos, idos! Debo despertarle porque hay trabajo que hacer.

      —¿Es que no vamos a tener nada hoy por la noche? —preguntó una de ellas, con una risa contenida, mientras señalaba hacia una bolsa que él había tirado sobre el suelo y que se movía como si hubiese algo vivo allí.

      Por toda respuesta, él hizo un movimiento de cabeza. Una de las mujeres saltó hacia adelante y abrió la bolsa. Si mis oídos no me engañaron se escuchó un suspiro y un lloriqueo como el de un niño de pecho. Las mujeres rodearon la bolsa, mientras yo permanecía petrificado de miedo. Pero al mirar otra vez ya habían desaparecido, y con ellas la horripilante bolsa. No había ninguna puerta cerca de ellas, y no es posible que hayan pasado sobre mí sin yo haberlo notado. Pareció que simplemente se desvanecían en los rayos de la luz de la luna y salían por la ventana, pues yo pude ver afuera las formas tenues de sus sombras, un momento antes de que desaparecieran por completo.

      Entonces el horror me sobrecogió, y me hundí en la inconsciencia.

      Capítulo 4 - DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER (continuación)

      Desperté en mi propia cama. Si es que no ha sido todo un sueño, el conde me debe de haber traído en brazos hasta aquí. Traté de explicarme el suceso, pero no pude llegar a ningún resultado claro. Para estar seguro, había ciertas pequeñas evidencias, tales como que mi ropa estaba doblada y arreglada de manera extraña. Mi reloj no tenía cuerda, y yo estoy rigurosamente acostumbrado a darle cuerda como última cosa antes de acostarme, y otros detalles parecidos. Pero todas estas cosas no son ninguna prueba definitiva, pues pueden ser evidencias de que mi mente no estaba en su estado normal, y, por una u otra causa, la verdad es que había estado muy excitado. Tengo que observar para probar. De una cosa me alegro: si fue el conde el que me trajo hasta aquí y me desvistió, debe haberlo hecho todo deprisa, pues mis bolsillos estaban intactos. Estoy seguro de que este diario hubiera sido para él un misterio que no hubiera soportado. Se lo habría llevado


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