Drácula. Брэм Стокер

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Drácula - Брэм Стокер


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llegué al coche, el conductor todavía no había tomado su asiento, y lo vi hablando con la dueña de la posada. Evidentemente hablaban de mí, pues de vez en cuando se volvían para verme, y algunas de las personas que estaban sentadas en el banco fuera de la puerta (a las que llaman con un nombre que significa “Portadores de palabra”) se acercaron y escucharon, y luego me miraron, la mayor parte de ellos compadeciéndome. Pude escuchar muchas palabras que se repetían a menudo: palabras raras, pues había muchas nacionalidades en el grupo; así es que tranquilamente extraje mi diccionario políglota de mi petaca, y las busqué. Debo admitir que no me produjeron ninguna alegría, pues entre ellas estaban “Ordog” (Satanás), “pokol” (infierno), “stregoica” (bruja), “vrolok” y “vlkoslak” (las que significan la misma cosa, una en eslovaco y la otra en servio, designando algo que es un hombre lobo o un vampiro). (Recordar: debo preguntarle al conde acerca de estas supersticiones.) Cuando partimos, la multitud alrededor de la puerta de la posada, que para entonces ya había crecido a un número considerable, todos hicieron el signo de la cruz y dirigieron dos dedos hacia mí. Con alguna dificultad conseguí que un pasajero acompañante me dijera qué significaba todo aquello; al principio no quería responderme, pero cuando supo que yo era inglés, me explicó que era el encanto o hechizo contra el mal de ojo. Esto tampoco me agradó mayormente cuando salía hacia un lugar desconocido con un hombre desconocido; pero todo el mundo parecía tan bondadoso, tan compasivo y tan simpático que no pude evitar sentirme emocionado.

      Nunca olvidaré el último vistazo que eché al patio interior de la posada y su multitud de pintorescos personajes, todos persignándose, mientras estaban alrededor del amplio pórtico, con su fondo de rico follaje de adelfas y árboles de naranjo en verdes tonelitos agrupados en el centro del patio. Entonces nuestro conductor, cuyo amplio pantalón de lino cubría todo el asiento frontal (ellos lo llaman “gotza”), fustigó su gran látigo sobre los cuatro pequeños caballos que corrían de dos en dos, e iniciamos nuestro viaje…

      Pronto perdí de vista y de la memoria los fantasmales temores en la belleza de la escena por la que atravesábamos, aunque si yo hubiese conocido el idioma, o mejor, los idiomas que hablaban mis compañeros de viaje, es muy posible que no hubiese sido capaz de deshacerme de ellos tan fácilmente. Ante nosotros se extendía el verde campo inclinado lleno de bosques con empinadas colinas aquí y allá, coronadas con cúmulos de tréboles o con casas campesinas, con sus paredes vacías viendo hacia la carretera.

      Por todos lados había una enloquecedora cantidad de frutos en flor: manzanas, ciruelas, peras y fresas. Y a medida que avanzábamos, pude ver cómo la verde hierba bajo los árboles estaba cuajada con pétalos caídos. La carretera entraba y salía entre estas verdes colinas de lo que aquí llaman “Tierra Media”, liberándose al barrer alrededor de las curvas, o cerrada por los estrangulantes brazos de los bosques de pino, que aquí y allá corrían colina abajo como lenguas de fuego. El camino era áspero, pero a pesar de ello parecía que volábamos con una prisa excitante. Entonces no podía entender a qué se debía esa prisa, pero evidentemente el conductor no quería perder tiempo antes de llegar al desfiladero de Borgo. Se me dijo que el camino era excelente en verano, pero que todavía no había sido arreglado después de las nieves del invierno. A este respecto era diferente a la mayoría de los caminos de los Cárpatos, pues es una antigua tradición que no deben ser mantenidos en tan buen estado. Desde la antigüedad los hospadares no podían repararlos, pues entonces los turcos pensaban que se estaban preparando para traer tropas extranjeras, y de esta manera atizar la guerra que siempre estaba verdaderamente a punto de desatarse.

      Más allá de las verdes e hinchadas lomas de la Tierra Media se levantaban imponentes colinas de bosques que llegaban hasta las elevadas cumbres de los Cárpatos.

      Se levantaban a la izquierda y a la derecha de nosotros, con el sol de la tarde cayendo plenamente sobre ellas y haciendo relucir los gloriosos colores de esta bella cordillera, azul profundo y morado en las sombras de los picos, verde y marrón donde la hierba y las piedras se mezclaban, y una infinita perspectiva de rocas dentadas y puntiagudos riscos, hasta que ellos mismos se perdían en la distancia, donde las cumbres nevadas se alzaban grandiosamente. Aquí y allá parecían descubrirse imponentes grietas en las montañas, a través de las cuales, cuando el sol comenzó a descender, vimos en algunas ocasiones el blanco destello del agua cayendo. Uno de mis compañeros me tocó la mano mientras nos deslizábamos alrededor de la base de una colina y señaló la elevada cima de una montaña cubierta de nieve, que parecía, a medida que avanzábamos en nuestra serpenteante carretera, estar frente a nosotros.

      —¡Mire! ¡Ilsten szek! “¡El trono de Dios!” —me dijo, y se persignó nuevamente.

      A medida que continuamos por nuestro interminable camino y el sol se hundió más y más detrás de nosotros, las sombras de la tarde comenzaron a rodearnos. Este hecho quedó realzado porque las cimas de las nevadas montañas todavía recibían los rayos del sol, y parecían brillar con un delicado y frío color rosado. Aquí y allá pasamos ante checos y eslovacos, todos en sus pintorescos atuendos, pero noté que el bocio prevalecía dolorosamente. A lo largo de la carretera había muchas cruces, y a medida que pasamos, todos mis compañeros se persignaron ante ellas. Aquí y allá había una campesina arrodillada frente a un altar, sin que siquiera se volviera a vernos al acercarnos, sino que más bien parecía, en el arrobamiento de la devoción, no tener ni ojos ni oídos para el mundo exterior. Muchas cosas eran completamente nuevas para mí; por ejemplo, hacinas de paja en los árboles, y aquí y allá, muy bellos grupos de sauces llorones, con sus blancas ramas brillando como plata a través del delicado verde de las hojas. Una y otra vez pasamos un carromato (la carreta ordinaria de los campesinos) con su vértebra larga, culebreante, calculada para ajustarse a las desigualdades de la carretera. En cada uno de ellos iba sentado un grupo de campesinos que regresaban a sus hogares, los checos con sus pieles de oveja blancas y los eslovacos con las suyas de color. Estos últimos llevaban a guisa de lanzas sus largas duelas, con un hacha en el extremo. Al comenzar a caer la noche se sintió mucho frío, y la creciente penumbra pareció mezclar en una sola bruma la lobreguez de los árboles, robles, hayas y pinos, aunque en los valles que corrían profundamente a través de los surcos de las colinas, a medida que ascendíamos hacia el desfiladero, se destacaban contra el fondo de la tardía nieve los oscuros abetos. Algunas veces, mientras la carretera era cortada por los bosques de pino que parecían acercarse a nosotros en la oscuridad, grandes masas grisáceas que estaban desparramadas aquí y allá entre los árboles producían un efecto lóbrego y solemne, que hacía renacer los pensamientos y las siniestras fantasías engendradas por la tarde, mientras que el sol poniente parecía arrojar un extraño consuelo a las fantasmales nubes que, entre los Cárpatos, parece que vagabundean incesantemente por los valles. En ciertas ocasiones las colinas eran tan empinadas que, a pesar de la prisa de nuestro conductor, los caballos sólo podían avanzar muy lentamente. Yo quise descender del coche y caminar al lado de ellos, tal como hacemos en mi país, pero el cochero no quiso saber nada de eso.

      —No; no —me dijo—, no debe usted caminar aquí. Los perros son muy fieros —dijo, y luego añadió, con lo que evidentemente parecía ser una broma macabra, pues miró a su alrededor para captar las sonrisas afirmativas de los demás—: Ya tendrá usted suficiente que hacer antes de irse a dormir.

      Así fue que la única parada que hizo durante un momento sirvió para que encendiera las lámparas.

      Al oscurecer pareció que los pasajeros se volvían más nerviosos y continuamente le estuvieron hablando al cochero uno tras otro, como si le pidieran que aumentara la velocidad. Fustigó a los caballos inmisericordemente con su largo látigo, y con salvajes gritos de aliento trató de obligarlos a mayores esfuerzos. Entonces, a través de la oscuridad, pude ver una especie de mancha de luz gris adelante de nosotros, como si hubiese una hendidura en las colinas. La intranquilidad de los pasajeros aumentó; el loco carruaje se bamboleó sobre sus grandes resortes de cuero, y se inclinó hacia uno y otro lado como un barco flotando sobre un mar proceloso. Yo tuve que sujetarme. El camino se hizo más nivelado y parecía que volábamos sobre él. Entonces, las montañas parecieron acercarse a nosotros desde ambos lados, como si quisiesen estrangularnos, y nos encontramos a la entrada del desfiladero de Borgo. Uno por uno todos los pasajeros me ofrecieron regalos, insistiendo de una manera tan sincera que no había modo de negarse a


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