Te veo. Teresa Driscoll
Читать онлайн книгу.de que iba a darse un baño. No es que hubiera tomado la decisión de suicidarse. No quería hacer algo tan drástico, no todo era blanco o negro.
Solo quería disipar el pánico que le provocaba la espera hasta que se emitiera el programa de televisión, el no saber qué descubrirían. Solo quería que todo aquello desapareciera…
Ahora, mientras la enfermera la ayuda a incorporarse y le coloca almohadas en la espalda, aparece alguien nuevo junto a la cama. Es otra enfermera, que lleva un uniforme de un color distinto. Es mayor, parece tener un cargo superior y está hablando con su madre. Ese susurro no augura nada bueno. Dicen algo sobre los análisis…
—No quiero asustarla, pero el doctor quiere hablar con usted.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Lo mejor es que venga conmigo, señora Headley.
Capítulo 8
El detective privado
De camino a Cornualles, Matthew llama dos veces a casa.
—Solo son contracciones de Braxton Hicks, Matt, nada más. Te llamaré si hay alguna novedad. Estoy bien.
—Puedo volver. ¿Prefieres que me quede en casa? ¿Por si te preocupan, aunque sea un poco?
—Estoy bien.
Sally está de ocho meses e insiste en que no hay que alarmarse por las contracciones preparto. Que son completamente normales. Con todo, a Matthew ya nada le parece normal. Todo se le antoja anormal de forma alarmante desde que vivió la experiencia surrealista de las clases de preparto. Madre mía. ¿Por qué sus amigos no lo habían avisado?
«¿Estás segura de que no prefieres una cesárea, Sal? Hay quien dice que es más seguro, ¿eh? Y hoy día no hay nada de malo en decirlo, no es algo de lo que avergonzarse».
«¿Estás asustado, Matt? Lo siento. No se me caen los anillos por tener que empujar. Además, ya es un poco tarde para echarse atrás».
Habían mantenido esta conversación entre susurros mientras Sal estaba sentada en una esterilla de yoga y embutida en unos pantalones de chándal grises y una camiseta negra y Matt seguía las instrucciones para darle un masaje en la espalda y pensaba en lo mona y, a la vez, un pelín ridícula que estaba allí. Por detrás, seguía teniendo la misma silueta esbelta… excepto por el enorme globo que le henchía la camiseta.
Sal era la envidia de la clase. «¿Cómo es posible que no estés toda hinchada?». Las otras le enseñaban cómo se les habían inflado los tobillos y las piernas, y se pellizcaban la grasa que se les acumulaba en la espalda y los brazos.
«Pues no tengo ni idea; como más que una lima».
Y no mentía. Matthew nunca había visto a su mujer comer como si tuviera que hibernar. A medianoche se preparaba sándwiches de palitos de pescado con mayonesa y pepinillos picados. Últimamente, el hedor de los pedos que se tiraba lo dejaba patidifuso.
«Vete al cuerno, Matt. Yo no me tiro pedos. Soy una diosa embarazada».
Matthew vuelve a echarle un ojo al teléfono y sonríe. Lo cierto es que, ahora, Sal incluso se tira pedos durmiendo.
Ve que tiene buena cobertura, pero no ha recibido ningún mensaje. ¿Quizá podría llamarla otra vez?
No. «Tranquilízate, tío». La segunda llamada la había irritado un poco. No va a pasar nada. Ya falta poco.
Matthew mira el GPS —le falta menos de medio kilómetro para llegar a la granja de los Ballard— y toma un desvío hacia una zona de descanso. A estas horas, Mel ya debe de estar en el despacho. Perfecto.
La sargento Melanie Sanders —quien, con un poco de suerte, pronto será la inspectora Melanie Sanders— es la mejor colega que Matthew conserva de cuando formaba parte del cuerpo de policía. Hubo una época, hace un millón de años, en la que él estaba colgado de Melanie y le hubiese gustado que hubiera algo más entre ellos. Pero aquello había pasado a la historia. Matthew se lo había contado todo a Sal antes de empezar a salir con ella.
No. Eso no era del todo cierto. No le había dicho que todavía tenía una sensación extraña en el estómago cuando hablaba con Mel. No era deseo. Ya no sentía esas cosas por ella. Solo era una emoción que le recordaba a otra época, a otra versión de sí mismo.
Lleva tres años fuera del cuerpo y Matthew no soporta tener que admitir que todavía le está costando acostumbrarse.
Pulsa el botón que conecta el panel de control con el móvil y escucha cómo marca el número y suena.
—Sargento Melanie Sanders.
—¿Cuántos cafés llevas?
—¿Matt?
—Si todavía no te has tomado el segundo, cuelgo y vuelvo a llamar.
Ella se ríe.
—Espero que esto no sea para pedirme otro favor.
—Por supuesto que sí. Pero nos beneficia a los dos, te lo prometo.
—Sí, como siempre, Matt. Yo te ayudo y luego me beneficio de volverte a ayudar.
Ahora es él quien se echa a reír.
—No, en serio. ¿Estás al día sobre el caso de desaparición de la hija de los Ballard?
—Solo con el tema del enlace con la familia. Les han asignado a una de nuestro equipo, a Cathy. Los londinenses nos ponen al día cuando les da por tomarse la molestia, algo que no pasa muy a menudo. Que esto quede entre nosotros, pero el inspector que lleva el caso es un señorito de cuidado. ¿Por qué lo dices?
—¿Sabes si alguien de la familia tiene antecedentes? ¿La madre y el padre están limpios?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Por nada en particular.
—Espero que no estés metiendo las narices en un caso abierto otra vez, Matt, que ya sabemos cómo…
—No te preocupes. Si tengo algo que decirte, te juro que…
—Sí, claro, con la boca pequeña.
—Pero si ya me conoces.
Se quedan callados un momento.
Siempre que colaboran de esa manera, Melanie intenta convencerlo de que se lo vuelva a pensar. De que vuelva al cuerpo. Ella cree que todavía puede, a pesar de todo lo que ha pasado, y le promete que cuando la asciendan, intentará solucionarlo y convencerlo. Pero Matt siempre se lo toma a broma y terminan llegando a ese silencio, a ese punto muerto. A un acuerdo tácito. Ella cree que está malgastando su talento. Y a él le asusta darle demasiadas vueltas.
—Vale, esto que no salga de aquí, Matt, pero parece que el matrimonio de los padres no pasa por su mejor momento. No me sorprende. Pero todos tienen coartadas. Solo tenemos órdenes de echarles un ojo solo. El inspector que lleva el caso, quien, por cierto, es un imbécil que va de superior, está centrado en encontrar a los chavales del tren. No lo cuentes, pero hemos tenido el follón de siempre al contactar con nuestros colegas europeos.
—Así que… ¿han salido del país?
—Es lo más probable, porque aquí no hemos encontrado nada, ni una sola pista. Los informes forenses no nos sirven ni hay nada que pueda ser de utilidad en las grabaciones de las cámaras de seguridad. Los londinenses están un poco susceptibles. Han tardado demasiado en controlar las fronteras. Pero parece que el programa del aniversario ha conseguido algunas llamadas. No nos han dicho casi nada, pero intentaré enterarme de algo, espero que pronto. ¿Por qué?
—Por nada. A ver si quedamos para tomar un café pronto. Te enviaré un mensaje.
—O sea, que vuelves a estar metido en un caso abierto.
—¿Moi?
Melanie