Te veo. Teresa Driscoll

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Te veo - Teresa Driscoll


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la suerte de disfrutar de camas plegables en condiciones.

      Pero esta vez no hay ni colchones ni camas. Margaret se ha pasado la noche como un fantasma, ha ido de aquí para allá para estirar las piernas cada pocas horas y ha estado entre el sillón de plástico verde que hay junto a la cama de Sarah en la unidad y la cafetería cerrada donde hay unas máquinas que ofrecen un café asqueroso y tentempiés variados.

      Sarah ya vomita menos. Pero sigue decidida a no decir ni mu.

      «¿Cuántas pastillas, Sarah? Necesitamos saberlo».

      —No tengo muchas en casa. Solo paracetamol; dos cajas como mucho.

      La madre de Sarah le repite eso al personal médico por enésima vez.

      ¿La verdad? Sarah no se acuerda de cuántas pastillas se ha tomado. Compró unas cuantas en la tienda de la esquina, y otras tantas en el supermercado. Una ley absurda impone un límite para que no se pueda comprar más de la cuenta en cada sitio.

      Lo había hecho al pensar en la emisión del programa de televisión sobre el caso. En que pedirían la colaboración de nuevos testigos. En la puta imbécil del tren.

      Le había dicho a la policía y a sus padres una y otra vez que todo era una sarta de mentiras. ¿Cómo que había tenido relaciones sexuales en el lavabo? ¿Con un completo desconocido? Pero ¿quién se habían creído que era? Cómo se atrevían…

      Sin embargo, poco después le había entrado el pánico: ¿y si gracias al programa de televisión aparecían más testigos? El caso había perdido repercusión poco después de la desaparición de Anna. Claro que Sarah quería que la gente ayudara a la policía; quería que encontraran a Anna. El problema es que no quería que se supiera la verdad sobre lo que ella había hecho. Eso no. Por favor, eso no…

      —¿No cree que quizá sería mejor que volviéramos a llamar al doctor? ¿Al especialista, quizá? ¿A ver qué opina?

      —Estoy siguiendo las instrucciones específicas del doctor. Por favor, trate de no preocuparse. Sarah ha dejado de vomitar, y lo mejor será que intentemos que ingiera fluidos por sí misma. Confíe en mí, es lo mejor. Después tendremos una idea más clara del punto en el que estamos.

      —Y ¿qué significa eso? —La madre de Sarah está hecha un manojo de nervios.

      —Cállate. —Sarah no ha podido contenerse. Apenas un susurro—. Silencio, ¿vale? Todos.

      —Vaya. Muy bien, Sarah. Venga, vamos. Intenta abrir los ojos y a ver si podemos incorporarte un poco, ¿vale? Pronto tendremos los resultados de las pruebas. Así sabremos cómo estás. Aunque sería de gran ayuda…

      —No sé cuántas me tomé. ¿Vale? Es que no lo sé.

      —Creo que deberíamos dejarla tranquila. Por favor. —La madre de Sarah comienza a llorar, y Sarah siente que se le forman lágrimas en los ojos. Ojalá Lily estuviera allí, pero eso no puede decírselo a su madre. Otro tema tabú.

      —Lo siento…

      —No tienes que pedir perdón por nada, cariño. Todo saldrá bien. Todo saldrá bien. Te lo prometo. Todo el mundo te envía recuerdos. Los padres de Anna. Jenny, Paul, Tim, todos. Quieren que te pongas bien.

      Sarah cierra los ojos. Eso no es verdad, ¿a que no? Porque la verdad es que le echan la culpa a ella. Se lo han dejado bien claro.

      La noche anterior a la emisión del puñetero programa habían quedado todos, en teoría para ofrecerse apoyo emocional, pero las cosas se habían torcido. El ambiente se había ido caldeando hasta que habían terminado enzarzados en una discusión a gritos. Los dos chicos estaban enfadadísimos. Jenny lloraba.

      La cuestión es que se suponía que todos irían a Londres. Los cinco. Anna y Sarah celebraban que habían terminado los exámenes de secundaria y no tendrían que volver a ponerse el uniforme de la escuela, y los mayores iban por pura diversión. Pero les había ocurrido lo mismo de siempre: no se podía confiar en ellos.

      Cuando eran pequeños, era muy distinto. La diferencia de edad no parecía importar. Jenny y los dos chicos iban dos cursos por delante de ellas, pero ¿y qué? En el instituto, cuando los mayores empezaron a trabajar a media jornada, todo cambió. De pronto, comenzaron a tener más dinero. Querían hacer otras cosas. Y empezaron a echarse atrás de los planes que tenían.

      Sarah detestaba que hubiera habido tanto cambio, pero lo que más le asqueaba era que la gente la dejara colgada, y así se lo había soltado, enfadada, mientras discutían:

      «¡Si no hubieseis sido tan egoístas, si no hubieseis hecho otros planes, quizá no habría tenido que cuidar de Anna en Londres yo sola!».

      Paul había sido el primero en desdecirse. Sus padres le habían ofrecido pasar una semana en Grecia con ellos, en una casa con piscina. Tim había sido el siguiente en fallar. Le encanta el senderismo, así que no había dudado cuando le plantearon pasar una semana caminando por Escocia; además, quería ir al museo del monstruo del lago Ness. Y tampoco le hacía mucha gracia ser el único tío en un viaje de chicas.

      Y, luego, el novio que Jenny tenía por aquel entonces le había ofrecido ir a un concierto, de modo que Sarah y Anna se habían quedado solas.

      «Tendrías que haberla cuidado igualmente…». Los dos chicos estaban furiosos. «Es que no entendemos cómo llegasteis a separaros…».

      Después, Jenny le había preguntado por qué no habían hecho el pacto de siempre, el de cuidar la una de la otra. «Hostia, es que estabais en Londres…».

      Y lo único que Sarah quería es que se callaran de una puñetera vez. De todas formas, ¿por qué suponían que era ella la que tenía que cuidar de Anna? ¿Por qué no al revés, eh? ¿Era porque Sarah vivía en una urbanización y tenía más experiencia en callejear? ¿Era porque Anna era un poco princesita? ¿Era por eso?

      Por supuesto que habían hecho un pacto.

      «¡Pero si fue Anna quien lo rompió!», les había espetado. A todos ellos. A Tim, por su egoísmo y las vacaciones para ir a hacer senderismo. A Paul, por el chalé de lujo. A Jenny, por ir al concierto. Les había escupido aquella mentira, igual que se la había soltado una y otra vez a la policía.

      «Habíamos quedado en que nos veríamos en el bar a las dos de la madrugada para tomar un taxi y volver al hotel. Pero no apareció…».

      «Anna rompió el pacto, ¿vale? No dio señales de vida…».

      «Ya os lo he dicho. Ya os lo he dicho. Ya os lo he dicho…».

      Su madre había intentado tranquilizarla por lo del programa de televisión. La mujer del tren no podría hacer falsas acusaciones. En televisión no: serían difamaciones. «Está claro que es un bicho raro…».

      Pero Sarah estaba muerta de miedo. ¿Y si aparecían nuevos testigos? Que estuvieran en el tren o en la discoteca.

      Sarah evoca la reacción de su padre en el hotel Paradise de Londres. Al principio, ella se había negado a hablar con él. Habían pasado muchos años desde que sus padres se habían separado, y Sarah no había querido mantener ningún tipo de contacto con él. Sin embargo, con todo lo que había ocurrido, su madre le había pedido que fuera, y él se había puesto como una fiera cuando el inspector les había comunicado lo que había declarado la testigo.

      «¿Me está diciendo que mi hija es una guarra?».

      Así que Sarah se había quedado sentada antes de que empezara el programa, aterrorizada por lo que este pudiera revelar. En teoría, debería haber salido ya, porque iba a la granja a verlo con todos sus amigos. Pero, entonces, la habían asaltado los recuerdos:

      La discoteca. El vacío en el estómago cuando había mirado la hora…

      La discusión con Anna. «No me seas cría…».

      El problema de no haberle contado a la policía toda la verdad era que, un año más tarde, a veces no era capaz de recordar con exactitud qué


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