Los argonautas. Висенте Бласко-Ибаньес

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Los argonautas - Висенте Бласко-Ибаньес


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antiguos en los libros. En otros tiempos, cuando se navegaba batallando, el hombre colocó torres en los dos extremos de la nave y quedaron establecidos los castillos de proa y de popa. En el de delante iban los combatientes; en el centro, bajo e indefenso, la chusma; en la popa, el jefe y su séquito. Al venir tiempos de paz y seguridad, los progresos de la arquitectura naval fueron rebajando los castillos esculpidos como altares, con mascarones, tritones y ondinas; pero la popa continuó siendo el lugar de honor, el aposento de los privilegiados. Y tal es la fuerza de la rutina, que, hasta hace pocos años, en los buques de vapor el sitio de preferencia era la popa, sobre la hélice que lo hace temblar todo y donde es más violento el balanceo. Sólo ayer, como quien dice, se han enterado de que en una nave en movimiento el punto medio es el que menos oscila, y los antiguos castillos de proa y de popa se han corrido uno hacia otro, juntándose en el centro, que es para el pasajero el lugar de mayor estabilidad. Ahora los buques parecen montañas vistos desde lejos; antes eran monstruos de dos cabezas unidas por un cuerpo casi a flor de agua... Desde lo alto de esta cubierta central no adivinamos siquiera la existencia de la popa y de la proa, que están tres pisos por debajo de nosotros. El castillo central es un mundo aparte. Las gentes viven en sus compartimientos sin enterarse de lo que pasa en el resto de la embarcación. Tal vez sea yo el único que salga de él en todo el viaje. Los privilegiados encuentran satisfechas sus necesidades sin abandonar este barrio lujoso, y ni por curiosidad bajan las escaleras que conducen a los barrios pobres... Pero hay que reconocer que en éstos el vecindario es sucio y hay en ellos un hedor de rancho agrio.

      Maltrana hizo un movimiento de hombros, como indicando que iba a terminar su descripción.

      —Lo demás ya lo conoce usted, pues pertenece al radio en que nos movemos. La cubierta llamada de salón, porque en el lado de proa tiene el salón-comedor, y después de el los camarotes de lujo, y las cocinas de las gentes de primera, con la repostería, la panadería, las bodegas y frigoríficos para el servicio diario. Yo voy siempre después de media noche a echar una ojeada a la cocina. Espectáculo interesante ver cómo sacan el pan de los hornos: ¡un perfume suculento! Una noche vendrá usted conmigo... Sobre esta cubierta está la que llaman de paseo, con el salón de música y el jardín de invierno; más allá, el comedor de los niños y los domésticos particulares de los pasajeros; y en la parte que mira a popa, el fumoir, o mejor para nosotros, el «café», que parece uno de los establecimientos de su clase en tierra firme. Sobre la cubierta de paseo, la de los botes, en la que estamos ahora; y más por encima, esta toldilla que sirve de techumbre a los camarotes del alto personal del buque y tiene en la parte delantera el puente, con su cuarto de derrota para el oficial de guardia y su depósito de cartas de navegación.

      Calló Isidro, como si ya no encontrase nada qué contar; pero luego añadió sonriente:

      —Y todavía hay alguien que vive más arriba de esta montaña de pisos: el muecín del buque, el vigía o serviola que va de noche en lo que llaman el «nido». El tal nido es esa especie de púlpito de acero en el que sólo cabe una persona y que está adosado al palo trinquete. De noche, cuando la campana del puente marca el paso de cada media hora, el vigía contesta allá arriba con otra campana y grita a través de la bocina unas palabras que, en la obscuridad, parece que vienen de las nubes. Es un bramido en alemán como los que suelta el dragón que mata Sigfrido en la selva. Anoche me explicaron lo que dice el serviola al oficial del puente. «Sin novedad; todas las luces van encendidas.» Las luces son las de posición del buque. Y si calla, porque se duerme, va a terminar el sueño amarrado a la barra.

      —Todo eso lo sé; yo he navegado algo...—dijo Ojeda—. Pero más que el buque me interesa los que van en él. Usted, en su calidad de duende, debe conocerlos a todos.

      Isidro levantó la cabeza con orgullo. ¡A todos, sí señor! No había en el barco pasajero mejor relacionado que él. Por las mañanas abordaba a los primeros que subían a la cubierta. «Buenos días, señor. ¿Qué tal la noche?» Había gentes afectuosas que le contestaban con agradecimiento, entablando amistosa conversación, como si se conociesen de larga fecha; otros, recelosos y huraños, respondían con gruñidos o continuaban su paseo. Las familias argentinas habían acogido al principio su desbordante familiaridad con una extrañeza altiva. ¡Viajan tantos aventureros hacia su país!... Pero al notar que no era gringo, sino gallego puro, se ablandaban, mostrándose más comunicativas, como si encontrasen algo en él que les hacía recordar a sus ascendientes. Algunas niñas hasta le habían preguntado si era amigo del rey y en qué época del año se daban los bailes de corte... Con los que no podían entenderles se expresaba en fuerza de cortesías y guiños, que provocaban risas comunicativas. Las artistas de opereta prorrumpían, al verlo, en carcajadas y frases incomprensibles.

      —Aunque parezca inmodestia, debo declarar que aquí he caído de pie. Soy de lo más simpático a estas gentes; si presentase mi candidatura para algo, ni uno sólo me negaría el voto. Todos amigos... ¡Y qué mezcla! Vienen ricos de fortuna indiscutible, como ese doctor y su inmensa tribu que hicieron el viaje con nosotros desde Madrid; la viuda de Moruzaga, otra argentina, con sus cinco hijas, unas niñas modositas y simpáticas que recitan monólogos en francés, se entienden entre ellas en inglés, y a veces, por condescendencia, hablan conmigo en castellano; y con ellos otros propietarios de menos brillo, pero igualmente sólidos, que vuelven a sus estancias del interior. ¡Gentes interesantes y buenas! Yo las venero. Si pusieran de dos en dos sus vacas y ovejas, de seguro que llegarían de aquí a Buenos Aires; si colocasen en fila las gavillas de trigo que cosechan al año, podría formarse con ellas un cinturón que abarcase el globo terráqueo.

      Ojeda acogía con sonrisas estas hipérboles, y su amigo pareció amoscarse.

      —Sí señor; así es, y no rebajo nada. Da orgullo tener amigos como éstos... Viene también un archimillonario, un gringo, que es rey de no sé qué; creo que del carbón en el puerto de Buenos Aires, o del lino, o del maíz; no lo recuerdo. Los demás ricos se alejan de él porque no es de su clase, porque aún queda memoria de cuando iba con zapatones de clavos y comía, polenta en las tabernas del muelle. Es un fundador de dinastía; un Bonaparte que lucha por hacerse reconocer de las otras familias reales, ennoblecidas por la tradición. Sus nietos serán gentes distinguidas, pero él paga su triunfo aguantando murmuraciones y desprecios. Me alegro de que lo traten mal. ¡Hombre más orgulloso! Apenas me contesta cuando lo saludo; parece que tenga miedo de que le pida algo. Su mujer, más joven que él, es una especie de cocinera frescachona, en la que usted seguramente se habrá fijado. Yo creo que no se despoja ni para dormir del uniforme de su riqueza: a las siete de la mañana ya está en la cubierta con un collar de perlas, tamañas como huevos de gorrión, y tan escandalosamente llamativas que cualquiera, a no conocer su fortuna, las creería falsas... Y para completar la cuadrilla de los ricos, vienen tres compatriotas nuestros, dos de Buenos Aires y uno de Montevideo, antiguos tenderos que llevan cuarenta años en América... Excelentes personas; honradotes, campechanos y un poco burdos. Me regalan buenos consejos, no me prestarían cinco duros si se los pidiese, y dejan que pague yo cuando tomamos algo. Se los presentaré un día de éstos. Empiezan invariablemente sus sermones morales de un modo que inspira entusiasmo. «Ustedes los periodistas, que son medio locos...» «Usted, que no hará nada en América porque es hombre de pluma...» Y todos ellos convienen en que para hacer camino hay que haberse educado detrás de un mostrador, iniciándose en el sublime arte de vender por cincuenta lo que vale diez, gastando sólo dos de los cuarenta de ganancia.

      Reflexionó Maltrana un buen rato para reunir sus recuerdos.

      —Y de los ricos de América creo haber terminado la lista. Pero aún viene gente más interesante. Un obispo italiano que viaja a expensas de una familia acomodada. Son gentes establecidas de antiguo en un barrio de allá que llaman la Boca. Lo traen a todo gasto, para enseñarlo a sus amigos y conocidos y decirles: «No crean que somos cualquiera cosa en nuestro país. Miren este Monseñor, que es pariente nuestro». Y lo rodean con veneración, como si fuese la bandera de la familia; lo llevan del brazo, «Monseñor, por aquí», «Monseñor, por allá»; y el pobre jornalero eclesiástico llegado a obispo parece un sonámbulo, aturdido por tantos cuidados y honores. Yo creo que le obligan todas las noches a que se ponga la cruz de oro sobre el pecho para entrar en el comedor, y si se olvida le riñen... Viene otro cura, un abate francés de barbas


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