Los argonautas. Висенте Бласко-Ибаньес

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Los argonautas - Висенте Бласко-Ибаньес


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tacones de los zapatos. Fernando, advertido por el codo del compañero, se fijó en sus cabellos, de un rubio obscuro, recogidos en forma de casco; en sus ojos claros y temblones como gotas de agua marina, que se elevaron unos instantes del libro para mirarle con tranquila fijeza; en el color blanco de su cuello, una blancura de miga de pan ligeramente dorada por el sol y la brisa del mar.

      —Es la yanqui, la señora que come cerca de nuestra mesa—murmuró Isidro—. Habla con poca gente; apenas se saluda con algunas viejas de a bordo; rehúye el trato de los demás... Yo soy el único hombre con quien cambia el saludo, pero cuando intento hablarla finge que no me entiende... Y sin embargo, adivino en ella un carácter alegre y varonil: debe ser un agradable compañero; no hay más que ver con qué gracia sonríe. ¡Qué hoyuelos tan cucos se le forman junto a la boca!, ¡cómo se le aterciopelan los ojos!... Pero no hay confianza todavía entre las gentes de a bordo; parece que estamos todos de visita.

      Sentáronse a alguna distancia de la norteamericana y ésta volvió a bajar los ojos sobre el libro, ladeándose en su sillón para ignorar la presencia de los recién llegados.

      Tenían ante ellos el azul del Océano, liso, denso, sin una arruga y en el fondo, por la parte de popa, un triángulo de sombra que empañaba el horizonte, una especie de nube gris y piramidal, que era la isla... Calma absoluta... Sentados en mitad de la cubierta, no alcanzaban a ver las espumas que la velocidad de la marcha arremolinaba contra los flancos del buque. Desde esta altura sus ojos abarcaban únicamente el segundo término, o sea el mar inmóvil, que parecía cubierto de una costra diáfana y transparente, una costra de vidrio reflejando el azul denso y pastoso de la profundidad. A no ser por las vedijas negras que se escapaban de la chimenea, para quedar flotando en la calma bochornosa de la tarde, se hubiese podido creer que el buque no marchaba... Y la isla siempre a la vista, como los países encantados de las leyendas, que parecen avanzar detrás de los pasos del que huye.

      Un silencio de sesteo extendía su paz abrumadora sobre la cubierta inundada de luz. Bajo los toldos se percibían leves ronquidos, acompasadas respiraciones, dorsos vueltos al exterior sobre las sillas largas, cabezas incrustadas en almohadas o descansando sobre el respaldo, con los ojos entornados y la boca abierta a la frescura de la sombra. Crujía el piso en los lugares caldeados, bajo el paso tardo de algún transeúnte. Subían los ecos de la música, lejanos, adormecidos, como si surgiesen de las profundidades del mar. Venían del otro lado de la chimenea gritos de niños y choques de maderas, revelando los diversos incidentes de un juego deportivo. El sol de la tarde incendiaba todo el Poniente con su lluvia cegadora.

      —¿Por qué llamarían a esto el «Mar Tenebroso»?—dijo Maltrana, que no podía permanecer callado largo tiempo.

      Estas palabras despertaron en los dos el recuerdo de antiguas lecturas. Ojeda pensó en su drama poético de los conquistadores cuya preparación le había obligado a estudiar la epopeya de los navegantes que descubrieron las tierras vírgenes. Isidro se acordó de los trabajos realizados en su época de mercenario de la literatura, cuando andaba a caza de notas en bibliotecas y archivos para la confección de un libro que firmaría luego cierto personaje ansioso de entrar en una Academia.

      —Siempre es tenebroso lo que ignoramos—contestó Ojeda—. Una nube en el horizonte o varios días sin sol bastaron para llamar Tenebroso un mar en el que se avanzaba con indecisión, temiendo las sorpresas del misterio y el perder de vista las costas. Yo confieso que la geografía del Mar Tenebroso antes de que la brújula hiciera posibles las largas exploraciones, es una geografía que me encanta y rejuvenece: algo así como esos cuentos de hadas que nos deleitan como un perfume de flores marchitas al evocar las primeras impresiones de la niñez.

      Y los dos enumeraron en su animada conversación todos los intentos de los hombres, desde remotos siglos, por romper el misterio del Mar Tenebroso.

      Los nautas cartagineses bajaban hacia el Sur por las costas de África, trayendo, después de un periplo de varios años, colmillos de elefantes que suspendían de los templos, adornos vistosos, pellejos de hombres peludos y con rabo que debieron ser envolturas de grandes orangutanes. Y tal valor concedía el Senado a tales descubrimientos, que guardaba como un secreto de Estado la ruta de los navegantes, viendo en las tierras lejanas un seguro refugio para su pueblo si una guerra infortunada hacía necesaria la expatriación.

      En este mar de tinieblas, más allá de las columnas de Hércules, habían colocado Homero y Hesiodo el Eliseo, morada de los bienaventurados, las Gorgonas, tierra de eterna primavera, y las Hespérides, con sus manzanas de oro, guardadas por un dragón de fuego. Luego eran los navegantes árabes los que se lanzaban en el mar de las tinieblas, y sus geógrafos poblaban el misterio de las soledades marinas con poéticas invenciones, aderezando los descubrimientos lo mismo que un cuento de Las mil y una noches. El emir Edrisi hablaba de las islas de Uac-uac, último término del mundo en el siglo xii por la parte de Oriente: islas tan abundantes en riquezas, que los monos y los perros llevaban collares de oro. Un árbol, del que había grandes bosques, daba su nombre a las islas; el uac-uac, llamado así porque gritaba o ladraba con iguales sonidos a todo el que ponía por vez primera el pie en el archipiélago. Y este árbol tenía en la extremidad de sus ramas, primero, abundantes flores, y luego en vez de frutas, hermosas muchachas, beldades vírgenes, que podían ser objeto de exportación para los harenes.

      Por el Occidente habían avanzado los hermanos Almagrurinos, ocho moros vecinos de Lisboa, que mucho antes de 1147—año en que los musulmanes fueron expulsados de la ciudad—juntaron las provisiones necesarias para un largo viaje, «no queriendo volver sin penetrar hasta el extremo del Mar Tenebroso». Así descubrían la isla de «los carneros amargos» y la isla de «los hombres rojos», pero se vieron obligados a tornar a Lisboa faltos de víveres, ya que no podían comer por su mal sabor los carneros de las tierras descubiertas. En cuanto a los hombres rojos, eran de gran estatura, piel rojiza y «cabellera no espesa, pero larga hasta los hombros»; rasgos que hicieron pensar a muchos si los hermanos Almagrurinos habrían llegado a tocar efectivamente en alguna isla oriental de América.

      Al mismo tiempo que la geografía árabe hacía surgir tierras del Mar Tenebroso, la leyenda cristiana lo poblaba con islas no menos maravillosas. Cuando los moros invadían la Península derrotando al rey Roderico, una muchedumbre de cristianos, llevando a su frente a siete obispos, se había embarcado, para huir Océano adentro hasta dar con una isla en la que fundaba siete ciudades. Muchos navegantes portugueses, arrebatados por la tempestad, habían ido a parar a esta isla, donde eran magníficamente tratados por gentes que hablaban su mismo idioma y tenían iglesias. Pero así que intentaban volver a su tierra, se oponían los habitantes, deseosos de que se guardase secreta la existencia de la «Isla de las Siete Ciudades». Unos que habían logrado regresar enseñaban arenas de aquellas playas, que eran de oro casi puro. Pero al armarse nuevas expediciones para ir a su descubrimiento, jamás acertaban éstas con el camino.

      Otra isla, la de San Brandán, o San Borombón, ocupaba a las gentes de mar durante varios siglos; isla fantasma que todos veían y en la que nadie llegaba a poner el pie. San Brandán, abad escocés del siglo vi, que llegó a dirigir tres mil monjes, se embarcaba con su discípulo San Maclovio para explorar el Océano en busca de unas islas que poseían las delicias del Paraíso y estaban habitadas por infieles. Durante la navegación, un día de Navidad, el santo ruega a Dios que le permita descubrir tierra donde desembarcar para decir su misa con la debida pompa, e inmediatamente surge una isla ante las espumas que levanta su galera. Terminados los oficios divinos, cuando San Borombón vuelve al barco con sus acólitos, la tierra se sumerge instantáneamente en las aguas. Era una ballena monstruosa que por mandato del Señor se había prestado a este servicio.

      Después de vagar años enteros por el Océano desembarcan en una isla, y encuentran, tendido en un sepulcro, el cadáver de un gigante. Los dos santos monjes lo resucitan, tienen con él pláticas interesantes, y tan razonable y bien educado se muestra, que acaba por convertirse al cristianismo y lo bautizan. Pero a los quince días el gigante se cansa de la vida, desea la muerte para gozar de las ventajas de su conversión entrando en el cielo, y solicita permiso cortésmente para morirse otra vez, petición razonable a la que acceden los santos. Y desde entonces ningún mortal logra penetrar en la isla de San Borombón. Algunos marineros de las Canarias la ven


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