Inconsciente 3.0. Gustavo Dessal
Читать онлайн книгу.Por lo tanto, el propósito de estas páginas es investigar algunas consecuencias epistémicas y clínicas de las nuevas tecnologías en la subjetividad. El psicoanálisis sigue siendo, en un mundo que prácticamente ha quedado por completo recubierto por la técnica, una praxis excepcional, puesto que no requiere de ningún dispositivo para llevarse a cabo, salvo el que le es específico: el dispositivo de la transferencia. Tal vez esa relativa exterioridad nos proporcione una posición privilegiada para poder abordar algunos de los fenómenos contemporáneos que obedecen al crecimiento rizomático de la tecnología, sin necesidad de asumir una postura que —incluso de forma inadvertida— pueda traducir sutilmente una nostalgia del Nombre del Padre2.
A lo largo de estas páginas, habré de exponer algunos de los graves problemas que las nuevas tecnologías han introducido en nuestro mundo, teniendo en cuenta que el conocimiento al que podemos tener acceso es limitado, puesto que una gran parte de lo que sucede se mantiene celosamente oculto por un complejo entramado de intereses privados, públicos, políticos y mercantiles. Pero la exposición y análisis de dichos problemas no implica una posición «antitecnológica» por mi parte. Las tecnologías son transpolíticas, es decir, son empleadas por todas las orientaciones ideológicas, las autoridades políticas, policiales y militares. Su empleo es múltiple, así como sus fines. En tanto psicoanalista, me interesa señalar el factor sintomático implicado tanto en la creación de las tecnologías como en sus distintas aplicaciones.
La intención de este libro es poder despertar también el interés de quienes no están familiarizados con la teoría y la clínica analíticas. No estoy seguro de que ese objetivo haya sido logrado, pero al menos me sentiré satisfecho de estimular en los lectores profanos una curiosidad por lo que el psicoanálisis tiene para decir sobre este tema.
Gustavo Dessal
Agosto de 2019
Introducción
Podía darse la circunstancia de que una persona alcanzara lo que se denominaba Grado Máximo de Saturación Técnica (GMST). Un GMST era un individuo de origen humano que a consecuencia de graves accidentes civiles o de combate, ataques terroristas o sucesivas enfermedades, ya no poseía ningún elemento orgánico natural. En ese caso su constitución física era indistinguible de los individuos de fabricación industrial, concebidos para compensar el déficit creciente de la tasa de natalidad que desde hacía siglos afectaba a todo el planeta. La condición de GMST figuraba en los dispositivos de identidad para dejar constancia del origen humano del individuo, aunque a los fines sociales y legales no existían diferencias respecto de los seres de procedencia industrial. Solo en situaciones extremas el Estado Global podía hacer uso de medidas excepcionales que instauraban una línea divisoria entre humanos y máquinas, aunque en la práctica tales medidas no solían aplicarse debido a su impopularidad. Ni siquiera la Guerra del Fin de las Guerras provocó una segregación identitaria, y el espíritu igualitario fue defendido en todo momento para que nadie quedase excluido de la destrucción absoluta.
Gustavo Dessal, «El alma de las bicicletas»3.
El presente libro reúne algunos ensayos que fueron publicados en distintas revistas o expuestos en conferencias y varios capítulos escritos exprofeso para este volumen. A la dificultad de tratar el tema de la incidencia de la tecnología en la subjetividad se le añade el hecho de que el objeto de estudio se transforma a una velocidad que vuelve obsoleta toda reflexión. Por ese motivo he revisado, ampliado y actualizado en la medida de lo posible todo el material que aquí presento, aún sabiendo que pese a todo no podré evitar que en breve quede retrasado ante los vertiginosos cambios tecnológicos que Gordon Moore, cofundador de Intel, reflejara en la famosa ley que lleva su apellido4. Según dicha ley (en verdad más bien una observación empírica), el número de transistores en un microprocesador se duplica cada dos años. Esta progresión de crecimiento exponencial (que hoy en día sigue comprobándose) es también la medida de hasta qué punto todo el paradigma social contemporáneo está forjado sobre la base del valor supremo de la velocidad. La ley de Moore no solo sirve para apreciar el modo en que la tecnología se desarrolla, sino que me permito utilizarla como una suerte de metáfora de la aceleración imparable que el discurso capitalista imprime a todas las facetas del mundo actual. Si la pulsión fue definida por Freud como una fuerza constante que no conoce otoños ni primaveras, el desarrollo tecnológico es, por el contrario, una fuerza que va en aumento, retrato y al mismo tiempo vehículo de la implantación hegemónica de ese discurso, aunque como veremos, esa aceleración tenga importantes matices que deben ser explicitados.
La temporalidad propia de la tecnología va determinando una suerte de separación o independencia entre esta y la ciencia, incluso hay quienes diagnostican más bien una absorción de la ciencia por la técnica, lo que supone el sometimiento de la ciencia a las reglas exclusivamente financieras. Eso se verifica, entre otras cosas, en el hecho de que la segunda es objeto de una confianza y una fe ciegas, que hasta hace unas décadas solo se le confería a la primera. Se confía en que la tecnología podrá dar solución a todo, o a casi todo. Gracias a la tecnología, lograremos alzarnos por encima de los límites que pesan sobre la condición humana y alcanzar un estatuto inédito. Esta visión se basa, fundamentalmente, en la creencia de que las asombrosas conquistas que se han realizado en materia de telecomunicaciones pueden ser extrapoladas a otros ámbitos, como por ejemplo al de la nanotecnología aplicada a la biología humana. La intensa campaña de marketing desplegada por los profetas de la tecnología, con el apoyo sostenido de los medios de comunicación (que han sumado al sensacionalismo de los crímenes el reclamo publicitario de presuntos descubrimientos mágicos, sobre todo en materia de salud), intentan convencer a la opinión pública de que el progreso es un movimiento que se expande de forma cada vez más rápida y sin retroceso.
Aunque esto puede ser cierto en algunos ámbitos, en otros resulta al menos dudoso, cuando no completamente falso. Esta confianza ciega en la omnipotencia tecnológica no es un fenómeno nuevo, pero ha cobrado un impulso mayor en las últimas décadas, en buena medida gracias a los logros de los ingenieros informáticos pero también debido al espíritu profundamente religioso que subyace a este optimismo exaltado. El transhumanismo es quizá el mejor exponente de esta posición radical, que concibe el advenimiento de un punto de inflexión en la historia de la humanidad al que Vernon Vinge denomina singularidad tecnológica5, seriamente debatido y cuestionado, pero que cuenta entre sus filas de adherentes con personalidades extraordinariamente destacadas. Es el caso de Ray Kurzweil, un reputado ingeniero informático e inventor de fama internacional al que Larry Page (cofundador de Google) contrató para su empresa. La singularidad tecnológica es una suerte de visión posmoderna del milenarismo tradicional, que augura la llegada de un acontecimiento mesiánico bajo la forma de una inteligencia artificial que habrá de superar a la de los seres humanos. En cierto modo, podríamos decir que eso no sería realmente una gran proeza, teniendo en cuenta que los seres humanos no están particularmente dotados para la inteligencia, sino que se caracterizan más bien por su debilidad mental. Pero dejando de lado las ironías psicoanalíticas, lo serio de este discurso es el hecho de estar auspiciado y promovido por inmensas fortunas que han apostado a conquistas tales como la curación de todas las enfermedades y la realización del sueño de la inmortalidad.
La importancia del transhumanismo no reside simplemente en que sus apuestas sobre el futuro lleguen o no a cumplirse, sino en que las metáforas que emplea ejercen un extraordinario poder, ya que construyen un modelo de pensamiento determinista según el cual la tecnología es la expresión del destino que indefectiblemente tendrá lugar, y cuya realización sigue un curso que ya no está gobernado por leyes humanas ni tampoco divinas. Esas metáforas convierten a la tecnología en un orden autónomo6, que sigue su propia trayectoria y avanza hacia su cumplimiento definitivo, diseñando un horizonte de felicidad universal gestionada por la inteligencia artificial.
El peligro de estos movimientos es que, bajo el disfraz de un presunto interés «apolítico» por el bienestar de la humanidad, lo que está en juego es un poderoso conjunto de intereses económicos aliados con las fuerzas más reaccionarias del neoconservadurismo. Max More es tal vez un buen exponente de lo que esto significa, aunque su ejemplo es uno entre muchos. En 1988 dio a conocer sus ideas sobre lo que denominó «extropianismo»,