Parisiana. Rubén Darío

Читать онлайн книгу.

Parisiana - Rubén Darío


Скачать книгу
Isabel, aunque personalidad parisiense desde hace tantos años, es españolísima. Dicen que su lenguaje es franco y algo libre, y que le place mucho el gazpacho.

       Yendo una vez de Venecia al Lido, en uno de esos antiestéticos vaporcitos, útiles como la prosa, que ofenden la presencia de las góndolas, llegó á sentarse cerca de donde yo estaba, una pareja que inmediatamente llamó mi atención. Él era un hombre un tanto obeso, de noble cara; fumaba un habano en boquilla de espuma y oro. Ella, una dama ya no joven, de cierta gracia, severa y pensativa y de una absoluta distinción. Un enorme perro se echó á sus pies. En el collar de la bestia, este nombre: «César.» ¿Dónde he visto yo á este hombre?, me preguntaba. En Santiago de Chile le había visto hacía unos catorce ó quince años. Era Don Carlos de Borbón, y su mujer doña María Berta de Rohan, duquesa de Madrid. Mientras caminaba el vaporcito dejando la ciudad triste y divina, me puse á contemplar á esos reyes en el destierro. Don Carlos está aún fuerte y lozano, aunque ya ha nevado en su cabeza y en su barba. Parece que en sus ojos se leyese la desesperanza, la convicción de que todo triunfo será ya imposible, al menos para él. Y, sin embargo, ¡qué rey decorativo, qué rey tan rey haría Carlos María de los Dolores, Juan Isidoro, José, Francisco, Quirino, Antonio, Miguel, Gabriel, Rafael! A pesar del vientre, como su primo el de la Gran Bretaña. Pero España ya sigue otros rumbos, y el carlismo parece muerto, á pesar de una que otra convulsión que suele ser desaprobada por la prudencia, desde Venecia. Doña Berta, en todo caso, jamás habría sido aceptada en España como reina. La aristocracia española, la monarquía española, no la habrían reconocido, á despecho de su real consorte. Ella se queda fiel á la divisa de su apellido: reina no puede; princesa no se digna; Rohan se queda. Don Jaime está allí, no obstante, y con su sangre joven y belicosa quizás intente dar más de un susto al joven Alfonso. Tiene la suficiente fiereza y cuenta con la suficiente simpatía para hacer moverse de repente unas cuantas boínas. Don Carlos piensa ... Don Carlos medita ...

      La unidad de Italia descalabró á varios pequeños reyes italianos, los cuales podrán contentarse con los honores in partibus que se les hacen en el Vaticano cuando visitan al Papa. El gran duque de Toscana es un archiduque de Austria, y tiene una numerosísima familia. Vive quietamente en su espléndida mansión de Schönbrunn. No da que hablar y acepta la Historia. El rey de las Dos Sicilias, Francisco II, murió en 1894, y el conde de Caserta es hoy el jefe de la casa Borbón-Sicilia. Vive en Cannes, en un chalet envidiable, y uno de sus hijos es el actual príncipe de Asturias, cuya boda con la princesa hermana de Alfonso XIII produjo tanto escándalo. Él hace bien su oficio. Acaba de estar en las maniobras francesas y ha causado buen efecto. Haya ó no haya revolución en España, hará carrera. Que le aproveche. Su padre—y esta fué una de las causas que motivaron la oposición á su matrimonio entre los españoles—fué íntimo de Don Carlos, y peleó á su lado en la última guerra carlista.

      El duque de Parma es un soberano que no suena. Excelente sujeto, aseguran que es un modelo como varón de hogar y de sociedad. Se casó con una de las más lindas princesas de Europa. Es fama que en la familia de Braganza la belleza es parte de la fortuna. Parece que al duque le importasen muy poco los vaivenes de la política, y hace la vida de un excelente señor burgués, por otra parte, como todos los monarcas actuales. Tiene su casa en Schloss Schwarzau, pero viaja con frecuencia. Ha renunciado por completo á la mano de doña Leonor, puesto que la Casa de Saboya no está dispuesta á desandar lo andado.

      Los realistas de Francia esperan en un posible advenimiento. Tienen su partido organizado, sus periódicos, sus electores, y á M. Bourget, que es una especie de consejero del duque de Orleans, y á M. Maurras, que es una especie de secretario. M. Maurras es un escritor de mucho talento que, siendo muy joven y poseedor de una larga melena, escribía en un periódico franco-platense que fundó hace bastantes años en París el uruguayo Rafael Fragueiro. El duque de Orleans hace dignamente su papel de rey destronado; y sus profetas proclaman á cada instante la quiebra de la República, las desventajas del sistema actual y el paraíso que será Francia si vuelven los días triunfantes de la Monarquía. Si el duque de Orleans no es un Salomón, la duquesa María Dorotea de Austria es muy bonita. Tiene un rostro propio para la diadema y—diría Alberto Ghiraldo—un cuello peligroso para la guillotina. Como es bien conocido, el duque ha vivido algún tiempo en Inglaterra y tuvo siempre una excelente acogida en la corte y en la sociedad inglesa. Pero el duque no es un diplomático. Creyendo adular al pueblo francés, perdió las amistades inglesas, leales y seguras. Cuando la guerra anglo-boer, la Prensa risueña de París publicó un sinnúmero de caricaturas, en que no se trataba á la reina Victoria con el respeto debido, si no á su corona, á su calidad de dama anciana y honorable. Había caricaturas en los kioskos de periódicos que daban verdaderamente asco y enojo. Algunas de ellas, para desdoro de sus autores, estaban firmadas por caricaturistas de talento y de celebridad. Tanto peor para la gaité gauloise, en ese caso. Pues bien: el duque de Orleans escribió una carta á uno de ellos haciéndose solidario de los ataques dirigidos á la majestad británica, y, naturalmente, desde ese día no sólo su prestigio político, sino su condición de caballero y su buen gusto decayeron ante los ingleses. El pueblo francés se ha olvidado ya de los boers; pero los ingleses no olvidarán jamás la ofensa hecha á su reina y emperatriz. El duque no cesa en sus trabajos por lograr el trono perdido. El porvenir no es de fácil visión; pero por ahora todo hace augurar que su alteza real no se coronará, á pesar de los suscriptores de la Gazette de France.

      El gran duque de Luxemburgo lleva el peso de muchos años, y la inconformidad ante la pérdida de su trono. Su Casa es de las germánicas más antiguas, y su pueblo lo recuerda con cariño; pero la política es la política. Y aquí ya entramos entre los muchos soberanos destronados ó con trono que pertenecen á esos Estados cuyos nombres se confunden en su multitud, principados más ó menos hanseáticos ó danubianos. Existe una geografía romántica que han explotado los Daudet y los Elemir Bourges. Vagas Ilirias, improbables Croacias, que se nos presentan apenas como en un mundo de ópera cómica. Entre tales príncipes está ese orgulloso duque de Cumberland, jefe del ducado de Brunswick, cuya posición es singular. Su Estado está á su disposición; puede sentarse en su trono cuando le plazca, pues el reino de Prusia no se ha anexionado al ducado. Pero el viejo calvo de Cumberland no quiere ir á rendir homenaje como vasallo del emperador de Alemania. «Yo no soy duque de Brunswick—dice—sino siendo rey de Hanover.» Y el ducado de Brunswick sigue sin cabeza.

      Si el rey de España tiene como pretendiente al trono á Don Carlos y á Don Jaime, el rey de Portugal tiene al duque de Braganza, quien alega ser el soberano legítimo. Se funda en que desciende del rey Juan I, y en que su padre tuvo la corona seis años, á comienzos del siglo pasado. Pero este pretendiente es inofensivo, y el rosado y frondoso sportsman que tiene por mujer á la hermosa Aurelia de Orleans puede estar tranquilo en su buena ciudad de Lisboa.

      En Bruselas vive el que puede considerarse como heredero del imperio francés, entre la embrollada familia de los Bonapartes, el príncipe Víctor Napoleón, hijo de Clotilde de Saboya. Su hermano da que decir de cuando en cuando, porque es más militar, más combatido, y, según se asegura, no es extraño á algún sueño de restauración. Cuando viene á París de su cuartel de Rusia, en donde tiene el grado de coronel, se reunen sus amigos en casa de su tía la princesa Matilde, y se brinda por un futuro vuelo del Águila ... «¡Helas!», las águilas vienen de los Estados Unidos, ¡y valen veinte pesos oro!

      Y los reyes negros Behanzin, Ranavalona, son los más felices. No piensan en que volverán á sus tórridos países á bailar las reales bámbulas y á beber aguardiente. En sus respectivos destierros gozan, como pueden, como animales.

      A reyes blancos y negros el tiempo dice: «¡Fuera!»

      Y la muerte: «¡Aquí!»

       Índice

Скачать книгу