La Incógnita. Benito Perez Galdos

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La Incógnita - Benito Perez  Galdos


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Cisneros con suficiencia triunfal,—ó yo no entiendo palotada de pintura.» Á lo que respondió el diplomático, después de mirar mucho la tabla, de cerca y de lejos, y de frotarla en diferentes partes: «Qué sé yo, qué sé yo... Me inclino á creer que es más bien un Pinturrichio. La figura del Bautista se parece extraordinariamente á las que hay en los frescos de Araceli en Roma.» Y tras esta razón pericial, siguió dando otras, que debían de ser muy fuertes. Entráronme ganas de contradecirle, aunque no entendía ni jota de aquellas cuestiones, y apoyé la opinión de Cisneros, el cual la sustentaba con furor, fundado en una referencia de Ceán Bermúdez. Luego corrió á su archivo y trajo una carta autógrafa, inédita, en la cual el célebre investigador de Bellas Artes da cuenta de haber visto una relación de los cuadros traídos de Italia por un don Alonso Núñez de Villalpando, fundador de las Descalzas de Villalón. Háblase en dicha nota de una tabla del Massaccio, tasada en no sé cuántos miles de escudos, y que se tenía por obra en alto grado maravillosa. Respecto á dimensiones y asunto, dice el papel: «Es como de un pie y medio de alto, y representa el bautismo de Nuestro Redentor.» Malibrán movía la cabeza, sonriendo, y quitaba importancia, con la mayor urbanidad, á las fuentes críticas de donde mi tío sacaba sus especiosos argumentos. Por fin, el testarudo castellano se atufó, y nada... tijeretas han de ser... «¡Oh! un Massaccio, el padre del Renacimiento... Tengo el cuadro más raro que existe en las galerías particulares de Europa y aun en las oficiales. Esta tabla no se sabe lo que vale. Es un tesoro. Véanla ustedes: les permito tocarla; pero... con muchísimo respeto. Usted, señor Malibrán, es muy inteligente; pero por esta vez reconozca que se ha caído. Y por más que en ello se empeñe, no logrará desacreditar mi colección ni desvirtuar la gloria de este gran hallazgo.»

      La discusión no se acababa. Villalonga y yo nos pusimos de parte de mi tío, y Augusta votaba con Cornelio, lo que me sabía muy mal. Allá nos íbamos ella y yo en conocimiento de tal asunto, y opinábamos por capricho, ó quizás por simpatías personales, como suele suceder en la mayoría de las polémicas. Es casi seguro que ambos oíamos entonces por primera vez el nombre de Massaccio. Y, no obstante, yo sostenía con calor el partido de Cisneros ó massaccista, y ella se declaraba franca y resueltamente pinturrichista.

      Querido Equis, ríete todo lo que gustes de esta simpleza; pero en aquel punto y hora, y mientras disputábamos sobre una cosa que entendíamos como si nos pusieran á descifrar escritura chinesca, asaltó mi mente una sospecha que me trajo al estado de inquietud en que me encuentro todavía. Mi corazón, antes que mi entendimiento, se lanzaba ansioso al campo de las adivinaciones, partiendo de un hecho insignificante, incierto quizás. Pero ¡cuántas tonterías hay, reveladoras de hechos graves! ¡Cuántas nimiedades saltan ante nuestra vista destapando misterios, y abriendo los horizontes de investigación que cerrara la cautela! Mi suspicacia y el odio instintivo que aquel pegajoso diplomático me inspiraba, odio revelador también, lleváronme á creer que cuanto hablaron mi prima y Malibrán aquel día encerraba un sentido doble, y que sus palabras eran fórmulas de inteligencia convenidas, al modo de una clave cifrada. Augusta se fué, diciendo que iba á recoger á unas amigas para llevarlas á paseo, y á poco se despidió también Malibrán, dejando á mi padrino solo con su cuadro y su tenaz opinión de que era legítimo Massaccio, por encima de todas las cábalas de la envidia. Como yo me mostrara bastante frío y con pocas ganas de jalearle, toda la matraca que dió después fué contra el amigo Villalonga, que le aguantaba con estóica paciencia.

      Retiréme á un ángulo del gabinete aquél, tan bonito, tan diferente de cuanto vemos en otras casas, y durante largo rato examiné una por una las rosas del suelo. Necesito explicarte esto. Hay allí una magnífica alfombra de Santa Bárbara, hermana de las de Palacio y Sitios Reales, blanda, gruesa y amorosa bajo nuestras pisadas. Es de fondo blanco, rameado amarillo y guirnaldas de rosas, estilo Carlos IV, que ante la crítica dominante pasa hoy por anticuado. Á mí no me lo parece... Pero, sea lo que quiera, los colores se conservan admirablemente; el tejido es de una solidez que avergonzaría á toda la industria moderna; y en cuanto á las rosas, te diré que las deshojé con mis miradas, mientras en el otro extremo de la pieza apuraban el tema Villalonga y Cisneros. Este, inquietísimo, entraba y salía, trayendo papeles y librotes con alguna referencia en apoyo de su dictamen, y también cuadros para buscar argumentos comparativos. Ví abierta ante mí una papelera, en cuyos compartimientos brillaba el oro antiguo y de ley con la amarillez elegante de las onzas peluconas. De aquellas áureas gavetas sacó mi tío un papel, que leyó como se podría leer un bando. Era el inventario citado por Ceán Bermúdez; y en el tragín que el buen señor armaba, se tambaleó de improviso una armadura completa, milanesa, y cayó al suelo con estrépito y chirrido de articulaciones metálicas, como guerrero que cae mal herido en el combate.

      Después oí la voz de Cisneros en la pieza inmediata, riñendo con los criados, llamándoles idiotas, embusteros y enredadores. Pedía su ropa, no ésta, sino aquélla. El gabán de pieles no, ¡zopenco!... sino el otro... Al cochero le amenazaba con despedirle por borracho, al lacayo por sucio, al administrador por entrometido, á la cocinera por habladora, á la pincha por sisona, al ayuda de cámara por indecente. Todo aquello era genialidad pasajera, pues al poco rato les trataría con la familiaridad más revolucionaria.

      Villalonga se marchó, diciéndome que no salía nunca de aquella casa sin sentir que se le aflojaba un tornillo del cerebro, y cuando me quedé solo con mi padrino y pasé á su cuarto, mientras se vestía me dijo: «Ese Malibrán, que es un trasto envidioso, quiere quitarme la gloria de poseer el cuadro más raro que hay en el mundo. Pero se fastidiará, se fastidiará. La culpa tiene quien le da alas, consultándole sobre lo que no entiende. ¿Has visto qué fatuidad? ¿No salta á la vista que mi tabla es Massaccio, pero tan claro que negarlo es como negar la luz del sol? Pues qué, ¿Ceán Bermúdez es algún gacetillero? Tú has dado razones que no pueden rebatirse... Vamos, vámonos á tomar el aire.»

      Llevóme al Retiro en su carruaje, y paseamos á pie desde la Casa de Fieras al Ángel Caído. Saludamos á muchos amigos, y de cuantas personas conocidas pasaron á pie ó en coche tuvo Cisneros algo que decir. Su feliz memoria, suplida á veces por ingeniosa inventiva, regalóme aquella tarde mil anécdotas, picantes unas, despiadadas y terribles otras, ninguna inocente, todas con ese singular acento que da la verosimilitud ó la probabilidad de los yerros humanos. Era aquello la historia, compuesta y adornada á lo Tito Livio, como arte verdadero; historia no inferior por su transcendencia y ejemplaridad á la que nos cuenta en fastidiosas páginas las bodas de los reyes, y las batallas que se ganaron ó se perdieron por un quítame allá esas pajas. Mi tío me ilustró también con algunas particularidades de su vida, en las cuales no pude menos de ver esa mano de gato con que algunos cronistas desfiguran y engalanan lo que les conviene; y por fin me dió este consejo: «Mira, Manolo, tú no seas tonto. Haz el amor á las mujeres de todos tus amigos, y conquístalas si puedes. No pierdas ripio por cortedad, ni por escrúpulos, ni por miramientos sociales de escaso valor ante las grandes leyes de la Naturaleza. Las prójimas que más respeto te infundan, son quizás las que más deseen que avances: no te quedes, pues, á mitad del camino. Sé atrevido, guardando las formas, y vencerás siempre. Toma el mundo como es, y las pasiones y deseos como fenómenos que constituyen la vida. La única regla que no debe echarse en olvido nunca es la buena educación, ese respeto, ese coram vobis que nos debemos todos ante el mundo.»

      Algo más me dijo; pero yo dejé de oirle, porque el alma toda se me fué detrás de Augusta, á quien ví de lejos en su landó, con otra señora, su amiga, su encubridora quizás. Tal pensé en aquel momento, y con ellas, tieso y amable en la delantera, el hombre más cargante que alumbra el sol: Malibrán. Sí, le ví, y no quiero decirte más. ¿Qué tenía de particular que la acompañase como yo mil veces lo había hecho? ¿Qué podía significar cosa tan sencilla? Nada en rigor. Era una simpleza que me atormentaba, como nos atormenta el granito de tierra que en un ojo nos cae... Hasta debía pensar que la circunstancia de acompañarla públicamente revelaba la mayor inocencia, pues de haber algo, evitarían mostrarse juntos en el paseo... Pero nada de esto, que he pensado después, me ocurrió entonces. Habrás comprendido que yo estaba aquella tarde hecho un imbécil, un sentimental de la peor especie, digno de que me cogieran por su cuenta los novelistas chirles. Ahora estoy viendo que tú, con la sorna que sueles gastar, vas á decirme que merezco una camisa de fuerza. Pero yo sigo en mis trece: la idea es


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