La Incógnita. Benito Perez Galdos

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La Incógnita - Benito Perez  Galdos


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él se lava las manos... Mi padrino, con refinada ironía, le llevaba la contraria; y por fin, tratando de la próxima elección parcial, aprovechó la coyuntura que se le presentaba para arrimar el ascua á su sardina, pues es hombre que, en medio de sus desenfrenos de argumentación paradógica, sabe conservar la serenidad y el sentido práctico, como esos borrachos que, aunque beban mucho y se trastornen, no hacen jamás un disparate que les pueda comprometer.

      Este juicio del carácter de don Carlos es fruto de mi observación en el poco tiempo que llevamos de conocimiento. He visto que, aun en las ocasiones en que parece más delirante y más tocado de la manía de originalidad, lima siempre para dentro, si la cuestión que trata conduce á algún fin positivo, que afecte á sus intereses. El ex-ministro desplegaba mucho donaire contra el donaire del castellano viejo, y éste, que nunca pierde ripio, le ofreció los votos con las siguientes condiciones: Que sin tardanza sea destituído el Ayuntamiento de Tordehumos, en el cual hay un concejal que se ha plantificado como una mosca en la nariz de mi buen padrino. El tal es un revolucionario que con el dinero de los consumos levanta partidas, y últimamente disputa á Cisneros una finca que había sido de propios y pasó á manos de éste por medios legales. Que se despache prontito el expediente de información posesoria incoado por Cisneros, tocante á la susodicha dehesa de Tordehumos. Y, por último, que se limpie el comedero al jefe de Propiedades ó Impuestos de la Delegación de Hacienda de Palencia, tío del dichoso concejal y encubridor de sus chanchullos, y se dé la vacante al hijo del administrador que mi padrino tiene en Valoria la Buena, muchacho listo, que hoy es oficial segundo en Santander. El ex-ministro se llevó la nota de estos encarguillos, prometiendo recomendarlos, y salimos Federico y yo con él, dando por terminada sesión tan interesante.

      Por la calle íbamos haciendo la monografía de don Carlos, de quien dijo el ex-ministro que es uno de los hombres más amenos que conoce, explicándonos por qué, con su talento, riqueza y grandes relaciones, no figura en la política activa. Es que ningún partido ha podido hacer carrera de él, y de todos le han tenido que echar por perturbador y revoltijero. Fíjate ahora en otra cosa, querido Equis, y es que siendo este hombre una calamidad en política, en el terreno privado no hallarás persona de más formalidad. Fuera de ciertos devaneos mujeriles, que con la edad se van concluyendo, es Cisneros lo que se llama un perfecto ciudadano: paga puntualmente sus contribuciones, cumple con fidelidad todos sus deberes, y en sus tratos resplandece la honradez más pura. Dicen que, en cualquier negocio que con él se entable, su palabra vale tanto como la mejor escritura. ¡Y á un hombre así no se le puede fiar, en política, el valor de un alfiler! ¿Cómo me explicas esto tú, sociólogo y psicólogo; tú que sabes tanto, y que, de tanto saber, no se te puede aguantar? ¿Cómo me explicas el fenómeno contrario, no menos real, que sean piezas útiles, y aun necesarias, de la máquina política, tantos y tantos que en el mecanismo privado no son nada de fiar?

      Cuando el ex-ministro se separó de nosotros, quedámonos hablando de lo mismo Federico Viera y yo, sin encontrar solución medianamente satisfactoria. Y á propósito: me has preguntado varias veces en tus cartas por tu amigo Viera. Poco te he hablado de él; pero le nombro con frecuencia, lo que te bastará para saber que vive y está bueno. De todos los muchachos de nuestro tiempo, con los cuales he reanudado amistad, éste es el más agradable y el más simpático para mí. He llegado á quererle mucho y á ser indulgente, pero muy indulgente, con sus defectos graves. Anoche me dijo que te había escrito; pero no sé por qué se me antoja ponerlo en duda. No desconfío de su veracidad, sino de la fijeza de sus ideas, y me temo que esté persuadido de que te ha escrito sin haberlo hecho. Adiós.

      V

       Índice

      23 de Noviembre.

      Ayer estuvo Augusta en la tribuna del Congreso. Fué con las de Trujillo, la marquesa de Monte-Cármenes y otras damas ilustres. Por cierto que las infelices pasaron una tarde cruel, prensadas, estrujadas, y lo que es peor, aburridas como quien va á un baile y se encuentra en un duelo. Desde los escaños, varios amigos y yo las mirábamos con piedad, deplorando no poder dar á los debates un carácter divertido y sainetesco para aliviar la tristísima situación de aquellas desgraciadas. Nosotros, al menos, podíamos confortar nuestros decaídos espíritus contemplando aquella batería de mujeres, entre las cuales las había muy guapas. Pero ellas, ¿qué iban ganando con mirar calvas, presenciar una votación, el barullo de los que entran y salen, y el acto de encender el gas? Figúrate que fueron á oir á Castelar, á Cánovas y á todas las primeras partes, atraídas por el cartel parlamentario de aquel día, publicado en los periódicos de la mañana. Como habían madrugado por coger la delantera, al abrirse la sesión, á las dos y cuarto, ya estaban las pobrecillas medio fritas. La parte de la sesión destinada á preguntas las entretuvo un poco y aun las hizo reir, porque tuvimos discurso de chascarrillos. Hombre hubo, además, que, al hacer su preguntita, parecía que la brindaba á las señoras de la tribuna, mirándolas, como si la defensa del Ayuntamiento de Valderrediles de Abajo no fuese más que fórmula enigmática de una declaración amorosa. Todo esto aliviaba las angustias del plantón, y lo demás se llevaba con paciencia esperando la orden del día. Pero á nuestro Presidente le dió la mala idea, sugerida sin duda por algún espíritu maligno, de meter el embuchado de una enmienda pendiente, con cuya discusión creía despachar en breve tiempo el artículo último de la ley de Jurisdicciones administrativas. Total: que la discusión se enzarzó cuando menos se creía, y he aquí, mi buen Equis, que entre la general consternación se levanta, decidido á explicar su actitud en aquel asunto, un orador de los que hablan á cántaros, excelente persona por otra parte, pero que tiene la desgracia de no acertar á exponer la cosa más sencilla sin consumir un par de horitas, más bien más que menos. Bien examinado todo lo que mi hombre dijo, era de lo que no le interesa á nadie. Que si en 1870 opinó ó dejó de opinar esto ó aquello; que si, al poner su firma en la proposición tal, lo hizo simplemente por autorizar la lectura, con todo lo demás que es de cajón, y aquello de si se me permite recordar lo que tuve el honor de exponer ante el Congreso en la tarde de ayer, me será fácil demostrar que al poner de manifiesto en la tarde de hoy las deficiencias del proyecto que se discute, no dije nada, no expuse nada y no expresé nada, ni de cerca ni de lejos, que no estuviese en perfecto acuerdo, en perfecta consonancia, en perfecta conformidad con lo que salió de mis labios en la tarde de anteayer.

      Pasó una hora, dos horas, dos horas y media, y la salmodia no tenía fin. Las toses y murmullos parecía que le animaban cual si fuesen aplausos, y su voz sin matices caía sobre el cerebro del auditorio como lluvia menuda y persistente sobre un techo de cristales. Á ratos molestaba como el ruido del andar isócrono de un reloj de pared, cuando luchamos con el insomnio, dando vueltas en la cama; á ratos me hacía el efecto de uno de esos cantorrios con que las nodrizas duermen á los niños. Los bancos rojos se despoblaban, como país empobrecido por las malas cosechas, en el cual se propaga la fiebre de la emigración de un modo alarmante. La gente se iba á fumar y á murmurar á los pasillos ó á la cantina, y en el salón no quedaban sino unos cuantos amigos del orador, y los que se entretenían timándose con las señoras de arriba.

      Estas pobrecitas mártires de la curiosidad me infundían tanta lástima, que subí á consolarlas. Observé en todos y cada uno de los rostros la consternación y el desaliento. Charlaban criticando acerbamente el régimen, y poniendo de oro y azul al Presidente, por habar alterado los números del programa, echando aquella murga insufrible antes del gran quinteto clásico que esperaban oir y gozar. Les llevé dulces y caramelos, y les dí esperanza de que pronto concluiría la terrible lata que aquel buen patricio nos estaba dando á todos. «Sí, buenas trazas tiene de acabar—me dijo mi prima.—Ahora ha dicho que esto es grave, gravísimo, y que se ha traído los datos para probarlo. Mira, mira el rimero de papeles que tiene en el banco. ¿Ves? Se prepara á leernos media docena de Gacetas

      Pasó todavía una hora más, una de esas horas negras, tediosas, que se estiran languideciendo, y al desperezarse juntan la cabeza con la cola, imitando el emblema de la eternidad, y entonces el orador dijo: Voy á concluir, señores... Las tribunas le hicieron una ovación; y el muy tunante ¿creerás que lo agradeció? En vez de abreviar


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