La Incógnita. Benito Perez Galdos

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La Incógnita - Benito Perez  Galdos


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estas rimbombancias huecas no te entren en el cerebro, porque si llegan á entrar, siempre queda en la masa encefálica algo que puede trastornarte. Otra tocata muy común es la organización de los partidos, la necesidad imperiosa de que haya partidos, y de que estén bien disciplinados... ¡Oh! ¡la gran simpleza...! bien disciplinaditos. Esto lo oyes y te callas, como se calla uno cuando oye el canto del grillo. ¿Nos vamos á poner á discutir con un grillo y á refutarle lo que canta? No. Pues lo mismo haces cuando te echen el registro ese de los partidos y de la disciplina. En esto sigue la norma de conducta que he seguido yo cuando me han llevado á la reata del Senado ó á la del Congreso. Mira, hijo: yo, á los badulaques que me hablaban de cohesión, de apoyar al Gobierno, les contestaba que sí, que muy santo y muy bueno; y después hacía lo que me daba mi santa gana. Siempre que veía al Gobierno comprometido en las Secciones, votaba con los enemigos. En el salón, te juro que nadie ha tenido tanta gracia para abstenerse á tiempo. Y nadie supo nunca si yo soltaba el sí ó el no hasta que salía de mis labios. Veo que frunces el ceño y alargas el hocico, como si esto que te digo fuera una gran inmoralidad que escandaliza tu conciencia. Ten calma, que te daré razones convincentes para acallar tus escrúpulos. Mi sistema se inspira en el bien universal, no en el interés de unos cuantos charlatanes y explotadores de la nación. Ya lo irás conociendo; ya te vendrás á mi campo, al campo de las negaciones, de todas las negaciones juntas, donde se asienta la soberana afirmación.

      »También tratarán de meterte en la cabeza esa monserga de la paz... que necesitamos paz para prosperar y enriquecernos con la... la... industria, la agricultura... y dale que le darás. Esto, chico, es como si al que no tiene que comer se le dice que se siente á esperar que le caigan del cielo jamones y perdices, en vez de salir y correr en busca de un pedazo de pan. ¡La paz!... Llamar paz al aburrimiento, á la somnolencia de las naciones, languidez producida por la inanición intelectual y física, por la falta de ideas y pan, es muy chusco. ¿Y para qué queremos esa paz? ¿De qué nos sirve esa imagen de la muerte, ese sueño estúpido, en cuyo seno se aniquila la nación, como el tifoideo que se consume en el sopor de la fiebre? En el fondo de este sueño late la revolución, no esa revolución pueril porque trabajan los que no tienen el presupuesto entre los dientes, sino la verdadera, es decir, la muerte, la que todo debe confundirlo y hacerlo polvo y ceniza, para que de la materia descompuesta salga una vida nueva, otra cosa, otro mundo, querido Manolo; otra sociedad, modelada en los principios de justicia.»

      Al llegar aquí, no pude menos de mostrarme asombrado de que tales ideas profesase un hombre que vive tranquilamente de las rentas extraídas de la propiedad inmueble y de la riqueza mobiliaria, es decir, un fortísimo sillar del edificio del Estado, tal como hoy existe. Por respeto á las canas de Cisneros, no me eché á reir ante ellas. ¿Estará loco este hombre? me dije. Y le tiré de la lengua, preguntándole qué forma social era esa en la cual quiere que resucitemos después de muertos y putrefactos.

      No creas que se acobarda cuando se le estrecha pidiéndole que concrete sus ideas. Al contrario, esto le estimula á exprimir el magín para sacar de él nuevos donaires. «Es—me dijo,—como si me mandaras escribir la historia antes de que ocurran los hechos que han de componerla. ¿Qué es lo que ha de venir? ¿Qué forma traerá la catástrofe, y en qué posición van á quedar las piedras del edificio una vez caídas? ¿Cómo he de saber yo eso, tonto? Lo que yo sé es que debo hacer cuanto esté de mi parte por ayudar al principio de suicidio que late en nuestra sociedad, y apresurar la destrucción, contribuyendo á fomentar todo lo negativo y disolvente. Que me hablan de libertades públicas y de los derechos del hombre. Música, bombo y platillo. Contesto que el pueblo no tiene más aspiración que la indiferencia política, ni más derecho que el derecho á esperar, cruzado de brazos, el vuelco de la sociedad presente, que ha de producirse por un fenómeno de física social. Háblanme de los partidos y de la disciplina, y hago tanto caso como de las disputas de los chicos de la calle, cuando juegan á los botones, al trompo y á cojito-pie. Me ponderan la necesidad de apoyar á estos gobiernos de filfa para que duren mucho, y yo me persuado más de la urgencia de combatirlos para que duren lo menos posible. ¿No has observado que, cuando se habla de crisis, la sociedad toda parece que se esponja, palpitando de esperanza y de júbilo? Es que tiene la conciencia de que el remedio de sus males ha de venir de la pulverización. Que esas cuadrillas de vividores que se llaman partidos y grupos se dividan cada vez más; que los gobiernos sean semanales, y tengamos jaleos y trapisondas un día sí y otro también. Esta movilidad, este vértigo encierra un gran principio educativo, y el país va sacando de la confusión el orden, de lo negativo la afirmación, y de los disparates la verdad. Yo, que siento en mí este prurito de la raza, me alegro cuando soplan aires de crisis, y aunque no la haya, digo y sostengo que la hay ó que debe haberla... para que corra... Cuando mi barbero entra á afeitarme por las mañanas, siempre le pregunto dos cosas: «¿Cómo está el tiempo, Ramón?... Ramón, ¿tenemos crisis?»

      Con ésta tienes para un rato, hijo de mi alma. Mientras la digieres, te preparo la continuación, que irá, Dios mediante, mañana.

      IV

       Índice

      17 de Noviembre.

      Escucha y tiembla. Después de reir á carcajadas de las observaciones que le hice, hijas, según él, del estúpido eclecticismo de estos tiempos vulgares, burgueses, insignificantes; después de llamarme cándido y paloma torcaz, dijo el gran Cisneros: «¿Pero tú has reflexionado bien lo que significa la anarquía? Medita bien sobre ella, y verás que un pueblo sin gobierno de ninguna clase, entregado á sí mismo, un pueblo sin leyes, está en situación de hacer efectivas las leyes verdaderas, las inmortales. ¡Que hay sacudimientos, tiranías, atropellos! Déjalo, tonto, déjalo. Esto es precisamente lo que hace falta para que nazca el verdadero derecho... Por mi parte, detesto estas sociedades acompasadas, verdaderas aglomeraciones de cuákeros, donde la policía y la justicia oficial impiden la florescencia de las facultades humanas. ¿Concibes que el gran arte y la ciencia noble puedan existir en ninguna sociedad donde hay más leyes que ciudadanos, y donde sale la Gaceta todos los días con su fárrago de disposiciones, que son otras tantas ligaduras puestas á la acción del individuo? Estas son sociedades estériles; y no me hables de la industria y de los inventos, pues la mayor parte de esas llamadas conquistas sólo han servido para hacer más infelices á los hombres, y aumentar las horribles desigualdades sociales; para establecer el hambre allí donde reinó la hartura, implantar la tiranía de la ropa, quitar á los viajes su encanto, y destruir el misterio de las cosas; el misterio, sí, fuente que antes manaba delicias, y ahora está seca, seca, con tanta ciencia y tanta máquina, y tanta tontería de adelantos materiales. No me digas que te entusiasma esta edad de hierro, más árida que ninguna otra edad, y más antipática y pedestre.

      «¡Y qué trajecitos usamos! ¡Parece que nos vestimos, no para engalanarnos, sino para disimular lo deforme y enteco de nuestros cuerpos jimiosos! ¡Y qué costumbres tan necias; y qué idiotismo en las relaciones de los sexos; y qué monotonía desesperante en la vida toda; qué aburrimiento en esta selva inmensa de leyes, que prevén hasta nuestros menores movimientos; qué inmenso tedio en este sistema de profundizar todas las cosas, para matar todo lo desconocido; lo desconocido, Manolo de mis entrañas, lo desconocido, que es la alegría de las almas, la sal de la existencia! No, no: yo quiero que toda esa balumba de artificios y de esclavitudes, formada por el puritanismo inglés y la gazmoñería protestante, desaparezca en el abismo de esa historia fastidiosa que nadie ha de leer. Quiero la libertad, no estas libertades que son como la disciplina de un cuartel, y que le obligan á uno á andar á compás, á uniformarse, y á no poder toser sin permiso del cabo, sino la verdadera libertad, fundada en la Naturaleza. Quiero que la sociedad florezca, y produzca el gran arte, las virtudes sublimes, la santidad; que en ella sea posible lo que hoy no existe, la inspiración artística y las acciones heróicas. Quiero que se vaya con mil demonios toda esta corrección grotesca y policiaca que mata la personalidad, la iniciativa, la idea, la santa idea, producto del entendimiento, y ahoga el producto de la fantasía, la imagen... Ea, punto final. Me parece que he hablado bastante. Me sofoco...»

      No pude menos de celebrar su elocuencia y de aplaudir su ingenio, añadiendo que, conforme le oía, me iban


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