Eterna España. Marco Cicala
Читать онлайн книгу.princesa maniobraba en secreto para situar a una de sus hijas en la carrera al vacante trono portugués, obstaculizando los propósitos de Felipe. En este intrincado escenario de secretos y dobleces, las tensiones ya no pueden quedar sumergidas. Ahora deben salir a la superficie. Estallar en un drama. Con muerto.
Ajeno, si no a todas, a muchas de las maquinaciones urdidas contra su persona, un día de febrero de 1579 Escobedo acepta una invitación a comer en casa de Antonio Pérez. Para no fallar, durante los brindis vierten en su copa una dosis doble de veneno. La sustancia es de efecto retardado. Por la tarde, el Verdinegro se levanta de la mesa un poco achispado, pero sin muestra de dolor alguna. Se despide y se va a su casa. Al día siguiente, Pérez está en ascuas esperando que le anuncien la muerte del «consejero». Pero la noticia no llega. Tras informarse, Antonio se entera de que se ha visto a Escobedo salir de casa a primera hora, impecable como siempre. El brebaje asesino no ha funcionado. Se necesitan métodos más radicales. Urge una nueva invitación a comer. Esta vez el veneno se pone en el postre, una crema de leche. Es una poción más potente. A mitad del convite, Escobedo se siente mal: vomita, desvaría. Se hace acompañar a casa. Pasará algunos días de pesadilla retorciéndose en la cama, pero, increíblemente, sin sospechar nada. No existen retratos fidedignos de Juan de Escobedo. Hay uno atribuido a Blas de Prado, o bien al Greco, que muestra a un señor casi calvo, con perilla afilada y mirada no menos cortante. Podría tratarse de él o de un noble llamado Alonso de Escobar. En todo caso, tiene hombros anchos, grandes manos. Y Escobedo debió de tener un buen corpachón para recuperarse tras dos tentativas de envenenamiento. Mejor dicho, tres. Porque falta todavía la tercera. Viendo que el secretario se resiste a palmarla, Pérez pisa el acelerador. Jugando en campo contrario, infiltra a uno de sus sicarios en la cocina de Escobedo, que todavía se encuentra en estado crítico. Se diluye arsénico en la sopa destinada al enfermo. El Verdinegro se traga otra dosis letal y ahora parece que ya está acabado. Pero, llegados a este punto, la familia se alarma. Se inicia una investigación, se sigue la pista interna y se llega hasta una pobre criada de origen morisco. Bajo tortura, le arrancan una confesión: aunque no ha hecho nada, la chica admite haber envenenado la sopa, si bien no para matar a Escobedo, sino a su mujer, doña Constanza, y vengarse así del maltrato que la señora le inflige desde hace tiempo. Al asumir el tentativo de homicidio, la criada espera salvar la vida. En cambio, en un abrir y cerrar de ojos la ahorcan. Antonio Pérez está exultante. Las cosas no podían ponerse mejor: Escobedo está confinado en cama agonizante, una inocente ha acabado en el patíbulo en cuanto rea confesa y el expediente parece archivado. Crimen perfecto. Pero Juan de Escobedo no muere. Lucha, se mejora, se recupera. Parece invulnerable. Desconcertado y fuera de sí, Pérez pasa a la artillería pesada. En el ambiente del hampa, recluta a ocho tipejos, entre ellos a un tal Inausti. Espadachín infalible, a él se le confía la «estocada certera», la estocada mortal. Los otros esbirros se ocuparán de mantener a raya a los gorilas de Escobedo, que es seguido en sus desplazamientos habituales.
Noche del 31 de marzo de 1578. Tras visitar a la princesa de Éboli, el secretario, ya recuperado, se dirige hacia el domicilio de doña Brianda de Guzmán, su amante. Es el lunes de Pascua, pero en esta historia el temor a Dios convive serenamente con cualquier trasgresión. Recién salvado de la muerte, Escobedo se está preparando para el amor cuando cae en la emboscada. Sus guardaespaldas son neutralizados por los sicarios e Inausti, con precisión de francotirador, le clava su famosa estocada. En Madrid, si levantáis la cabeza en la intersección entre la calle Mayor y la calle de la Almudena, veréis una placa que reza: «En esta calle mataron al secretario de don Juan de Austria, Juan de Escobedo, el 31 de marzo de 1578, noche del Lunes de Pascua». Justo detrás de la esquina en otra placa se lee: «Junto a este lugar estuvieron las casas de Ana de Mendoza y la Cerda, princesa de Éboli…».
La repercusión del homicidio es enorme. Se inicia la caza a los asesinos. Se les busca por posadas y tabernas, pero ya se encuentran lejos. Algunos, entre ellos el imbatible Inausti, mueren en extrañas circunstancias. Como en cualquier película de gánsteres que se precie, comienza la eliminación de los «eliminadores». Y cuantos se creían astutos titiriteros no tardarán a descubrirse como títeres. Felipe II recibe la noticia del crimen en El Escorial, donde ha pasado una Semana Santa irreprochable. Mientras Pérez y sus matones planificaban la emboscada contra Escobedo, el rey lavaba los pies a doce pobres llevados a palacio para que el soberano repitiera el gesto de Cristo durante la Última Cena. Al conocer la fechoría, Felipe reacciona entre la frialdad y la irritación: «No lo entiendo», se limita a comentar. ¿Cómo es que no lo entiende? ¿Quizá se esperaba que para liquidar a Escobedo se habría continuado a ultranza con los platos «al arsénico»? El delito de sangre complica terriblemente las cosas. También porque, si bien cornuda, la viuda de Escobedo grita reclamando justicia. Y apunta con el dedo no solo a Antonio Pérez, sino también a la princesa, su cómplice. En torno a ambos la atmósfera se vuelve cada vez más densa. Con su fama de mujer desenvuelta y audaz («mujer libre e que no teme nada»), Ana comienza a ser considerada el malvado cerebro de la pareja, aquella que con sus encantos sexuales habría corrompido a su cómplice conduciéndolo a la perdición homicida. «Tenemos sospecha que la hembra es la levadura de todo esto», escribe un dignatario a Felipe. En los discursos cortesanos la princesa se convierte en la nueva Jezabel, la princesa fenicia que en la Biblia hechiza y somete al rey hebreo Acab (en este caso, Pérez). Ahora bien, es difícil imaginar que la tuerta fatal no estuviera al corriente de la conjura contra Escobedo. Pero convertirla en la inductora del crimen es ir demasiado lejos. En cualquier caso, Ana rechaza todas las acusaciones y hasta el final se proclamará inocente. Acuciado por los familiares del muerto, que exigen un culpable, y por la preocupación de controlar a Pérez, o sea, al hombre al que ha encargado el homicidio, Felipe, como es habitual en él, se toma su tiempo. Tarda más de un año en decidir. Entonces, actúa de golpe: Antonio Pérez y Ana de Mendoza son arrestados en Madrid. Él es puesto bajo arresto domiciliario. Ella es recluida en el torreón de Pinto, y desde aquí trasladada al castillo de Santorcaz, no muy lejos de la capital.
Felipe ha tenido con Pérez más miramientos. Antes de ordenar su detención, le ha sugerido que se alejara, que se quitara de en medio. Le ha ofrecido el puesto de embajador en Venecia, pero el dignatario lo ha rechazado. Se siente más seguro en Madrid. Incluso recluido en casa continúa atendiendo a sus asuntos. En 1582 se inicia la primera investigación. Pero todavía se trata de una iniciativa tímida. El secretario del rey es acusado de corrupción y violación de secretos de Estado, pero sale bastante bien parado simplemente con su despido y una multa. No se vuelve a hablar del homicidio de Escobedo hasta que, temiendo añadirse a la lista de los matones ya liquidados, uno de los sicarios señala a Pérez como el instigador del crimen. Se emite una orden de arresto, pero, cuando los esbirros se presentan en su casa para llevarlo a la cárcel, el exsecretario salta de la ventana y se refugia en una iglesia. Lo arrastran fuera y lo encarcelan en el castillo de Turégano, cerca de Segovia. Allí Pérez intenta fugarse, pero lo vuelven a capturar. Lo llevan de nuevo a Madrid para una serie de interrogatorios cada vez más atroces. En febrero de 1590 Antonio Pérez es torturado hasta que confiesa que ordenó asesinar a Escobedo. Es condenado a muerte. Repite que ha actuado por orden del rey. Dice poseer todos los documentos para poderlo demostrar. Ingenuo. La documentación ha sido requisada y destruida. Por muy astuto que sea Pérez, Felipe lo es aún más. No es seguro que el soberano quiera ejecutar la condena. Pero ante la incertidumbre, Pérez se evade de la cárcel. Lo ayudan algunos familiares y otros cómplices —tras una vida de intrigas se ha ganado también bastantes amigos—. Pese a su deteriorado estado físico a causa de las torturas, cabalga doscientos setenta kilómetros, desde Madrid hasta Zaragoza. Pide y encuentra asilo en el Reino de Aragón. A fin de capturarlo de nuevo, Felipe lo intenta todo: además de peticiones de extradición, recurre a la Inquisición presentándolo como un hereje e incluso envía al ejército. En Aragón, Antonio Pérez se convierte en un destacado desertor, como un Assange o Snowden: conoce secretos comprometedores y, en cuanto «perseguido», confiere en cierta manera prestigio al Estado que se ha ofrecido a darle cobijo. Pero también divide la opinión pública entre aquellos que lo consideran inocente y aquellos que lo creen culpable. Su presencia es causa de inestabilidad, desórdenes. Mejor escabullirse de nuevo. A finales de noviembre de 1591, Pérez atraviesa los Pirineos y se refugia en Francia. Desde allí intenta una incursión armada en España, pero sin éxito. Errante, arruinado, buscará apoyos antiespañoles entre París e Inglaterra. E intentará ganarse