Eterna España. Marco Cicala
Читать онлайн книгу.expulsados de Andalucía; hace venir de Lombardía y Flandes a maestros tejedores especializados en lana, seda, tapices. Y favorece la fundación de dos nuevos conventos, impulsados por una monja visionaria y persuasiva que se llama Teresa y viene de Ávila.
Si bien a la sombra del cónyuge, Ana de Mendoza participa en esa agitación de provincias. Sin embargo, en 1573 el marido muere de improviso y todo se va al traste. De la viudez brotará otra mujer: la «hembra». Al principio tiene el aspecto de una encantadora monja tuerta. Porque para afrontar el luto Ana ha decidido hacerse carmelita descalza. En cuanto se entera, Teresa de Jesús frunce el ceño: «La princesa, ¿monja? Doy el convento por perdido». No se equivoca. Ana pondrá patas arriba la clausura. Para comenzar, se lleva consigo un séquito de criadas. Después se harta de la vida en la celda y, junto con sus armarios, vestidos y joyas, se traslada a una dependencia del convento de la cual sale cuando le apetece y donde continúa organizando reuniones. Nadie la puede echar de allí: al fin y al cabo, ese centro carmelitano ha sido creado con las aportaciones económicas de su familia. ¿Y entonces Teresa qué decide? Para librarse de la insidiosa princesa, devuelve todo el dinero y desaloja a todas las monjas. En el convento de Pastrana la princesa se descubre sola y rabiosa. El enfrentamiento entre la dama y la futura santa constituye el partido femenino del siglo. Un combate de lucha libre entre dos mundos. Orígenes, mentalidad, ambiciones: todo las divide, salvo cierta excentricidad y sus dotes de mando. Inevitablemente, sobre el conflicto entre Ana y Teresa se ha fabulado mucho. En Pastrana, una empleada del ayuntamiento me explicó un florilegio de episodios tan coloridos como apócrifos. Incluso aquel en el que la princesa, en versión harpía, se adueña a escondidas de los manuscritos místicos de Teresa y los lee a la servidumbre mientras se desternilla de risa y finge desmayarse, hasta que no aparece la santa y, consternada, le arrebata las hojas de la mano.
Con la misma indiferencia con la que había tomado los hábitos religiosos, Ana los cuelga. Todavía es joven, no tiene ni treinta años, y Pastrana la ahoga. Por ello, se muda a Madrid con su prole —es una madre amorosa—. Se establece cerca del Palacio Real. Felipe II, que ya conoce su temperamento y quizás también se ha servido de sus encantos, intenta disuadirla de regresar a la corte. Teme que la «hembra» desencadene deseos tempestuosos, habladurías, que le cree problemas, pero no consigue convencerla. De físico menudo y esbelto, con ese único ojo «dominador y sensual», Ana es la viuda más deseada del reino. También porque, al ser hija única, ha heredado una considerable herencia. En Madrid tiene intención de pasárselo en grande. En la capital su personalidad «explotó como una granada», han escrito. En casa Mendoza pronto se congrega la gente bien. Entre los primeros a presentarse, un tal Antonio Pérez: perfecto coetáneo de Ana, ha sido ayudante y protegido de su marido. Casado y con hijos, es un hombre atractivo y muy astuto, aunque algo petimetre: se perfuma más que una mujer, ironiza la princesa. La cual, no obstante, se siente cautivada. ¿Se convierten en amantes? Los historiadores más fiables tienden a excluirlo. Resta el hecho de que, ligados o no por la pasión, Éboli y Pérez formarán una pareja maldita digna de un thriller. Los une su pasión por la intriga.
Antonio Pérez no es un cualquiera. Gracias a su falta de escrúpulos ha escalado posiciones hasta llegar a ser secretario del rey. Hombre de tortuosa agudeza, Felipe no se fía ciegamente de él, pero aprecia su desenvuelta eficacia. Y se sirve de él sin entrar en sutilezas. No se da cuenta, o finge no dársela, de que el tren de vida del dignatario ha alcanzado una opulencia sospechosa. Ignora que Pérez se enriquece vendiendo información y secretos de Estado. Un tráfico que lo llevará a la ruina. Y a la princesa con él. La gran conspiración que los perderá tiene como protagonista y víctima a un tal Escobedo. ¿Quién era? La mano derecha de Juan de Austria, o sea, el hijo natural de Carlos V y, por tanto, hermanastro del rey Felipe. Tan solo unos años antes, don Juan ha sido el comandante victorioso de la flota cristiana en la batalla de Lepanto. Ese triunfo histórico sobre el turco ha llevado su prestigio muy alto. Demasiado, según Felipe, que teme que se le suba a la cabeza al «hermanastro». Por ello, pérfidamente, lo envía a gobernar los Países Bajos españoles, es decir, un sitio ingobernable, un berenjenal de revueltas separatistas incitadas por el nacional-protestantismo. Hasta ese momento Madrid ha sofocado las insurrecciones con brutalidad, lanzando contra los revoltosos un bulldog como el duque de Alba, general feroz, pero también un halcón muy influyente en palacio. Allí encabeza la corriente «belicista», que predica —y practica— para Holanda la mano dura. En cambio, una facción contraria —liderada en su momento por el difunto marido de Ana, Ruy Gómez— se inclina por las negociaciones. En los Países Bajos no se puede continuar reprimiendo: se necesita un viraje. Política. La pacificación es el cometido que se encargará a Juan de Austria y que, en un primer momento, logrará.
En cuanto sofisticado oportunista, Antonio Pérez navega entre las facciones en lucha. Al héroe de Lepanto, con quien mantiene una óptima relación, le aconseja tomar a Escobedo como secretario. Lo coloca a su lado para poder controlar los movimientos de don Juan y referirlos al rey. Pero Escobedo se saldrá un poco del guion, ya que acabará apreciando a su nuevo señor y guardándole mayor lealtad que a los poderes madrileños. Entre Felipe y su hermanastro, Pérez desempeña un papel ambiguo: los complace a ambos, pero al mismo tiempo siembra cizaña en pequeñas dosis mortales. Es un doble juego con el que Antonio cree erróneamente que puede tener a ambos en un puño. Para granjearse el favor del gobernador de Holanda, le pasa a su secretario información reservada sobre el rey, ya sea verdadera, falsa o inflada. Pero, mientras tanto, alimenta en el soberano los celos hacia el impetuoso don Juan. Escobedo, que hasta ese momento se mueve como un peón, es un tipo hosco, puntilloso y fastidioso. Lo llaman «el Verdinegro», en parte por su carácter huraño y en parte porque siempre viste con ropa oscura. En Madrid ejerce presiones a favor de su señor Juan de Austria, pero piensa también en sí mismo: pide dinero, reclama recompensas, nuevos cargos y títulos. Importuna al rey hasta resultar insoportable: «Estoy harto y cansado de su insistencia», estalla Felipe. «Debemos librarnos de él cuanto antes». Anotaos estas palabras.
Mientras tanto, ¿dónde ha acabado la princesa? Sigue siempre allí, en Madrid, revoloteando entre la corte y su casa salón. Uno de los habituales de palacio Mendoza es Escobedo. También él fue un protegido de Gómez, el difunto marido de Ana. Pero, ante la alegre viudez de la mujer, se muestra estupefacto. Al advertir la complicidad entre la princesa y Antonio Pérez, se plantea alguna pregunta: ¿hasta qué punto se entienden esos dos? ¿Qué tipo de manejos ocultan? Parece improbable que, como se lee en alguna parte, Escobedo haya tenido prueba de sus amoríos al sorprenderlos juntos en la cama. Sin embargo, tal vez investigando el Verdinegro haya descubierto los chanchullos de espionaje con los que el emperifollado Pérez completa su sueldo, y la implicación de la princesa en esas cábalas. ¿Qué hace Escobedo? ¿Los amenaza? ¿Los chantajea? Probablemente no llegue a tanto. Pero es seguro que cada vez se vuelve un tipo más incómodo. Pérez teme que hable. Así, después de haber sido su valedor, decide hundirlo. Aprovechando la ya destacada antipatía del rey hacia este personaje, Antonio comienza a dibujar al Verdinegro como un peligroso apuntador oculto, como aquel que estaría fomentando las ambiciones de Juan de Austria. Poco a poco, Pérez inocula en el soberano la idea de que en los Países Bajos el hermanastro está preparando un golpe de mano para derrocarlo y sustituirlo. Quizá transformando Holanda en un Estado personal desde el cual intentar una anexión de Inglaterra. Derribando a la impía Isabel y casándose, tras haberla sacado de prisión, con María Estuardo. ¿Fantapolítica? Pérez consigue convencer a Felipe de que no lo es. Y señala a Escobedo como la eminencia gris de tales tramas. Si se quiere atajar el problema de raíz, solo queda una solución: echarlo.
En el extraordinario tocho de mil y pico páginas que, en los años cuarenta, el doctor Gregorio Marañón dedicó al episodio de Antonio Pérez, se lee que en el ámbito de la buena sociedad madrileña la altiva Ana de Mendoza se distinguió, entre otras cosas, por su «habla desgarrada y populachera». Y le atribuyen la frase: «Que más quiero antes el culo de Antonio Pérez que al rey». Pero ¿cómo fue la relación entre la princesa y Felipe II? Todavía hoy no se conoce del todo bien. Hay quien sostiene que el soberano fue el padre del tercer hijo de Ana. ¿Por ello intentó convencerla de que no volviera a presentarse a la corte tras los años transcurridos en provincias? ¿Temía que se tomara confianzas, recriminara, reclamara privilegios? ¿Y por qué desde cierto momento el monarca comienza a desarrollar un sordo resentimiento en